Armando Palacio Valdés

El Cuarto Poder


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para don Rosendo, pero tuvo la buena suerte de hallarle siempre en el despacho. Decimos buena suerte, porque Gonzalo temblaba ante la idea de subir a la casa y tropezarse con Cecilia.

      Había cumplido ya los veinte años. La idea de hacerse ingeniero industrial y ocuparse en algo útil, volvía de vez en cuando a su espíritu en medio de aquella vida holgazana. El compañero que tornaba de alguna academia militar, la conversación con algún ingeniero inglés, la frase de desprecio que escuchaba en el casino acerca de los que no tenían carrera, despertábanle de pronto el deseo. Al fin, un día le dijo a su tío que si le daba permiso se iba a Inglaterra a estudiar algo y ver mundo. Como don Melchor nada podía oponer a este justo y laudable propósito, pocos días después Gonzalo recorría algunas casas de parientes y amigos, donde hacía años que no ponía los pies, para despedirse, y una tarde apacible y bella de primavera se embarcaba en el bergantín redondo Vigía con rumbo a la Gran Bretaña.

      ¿Se acordaba de Cecilia? No lo sabemos. En temperamentos como el de nuestro mancebo, el fuego de las pasiones tarda mucho tiempo en prender, aunque a la postre causa grandes estragos.

      Pasaron tres años. Terminó la carrera de ingeniero que es breve y práctica en Inglaterra, y se determinó a visitar las principales fábricas de este país y de Francia y Alemania. En el tiempo que duraron sus estudios el recuerdo de Cecilia asaltábale de vez en cuando, sin causarle, por supuesto, emoción muy viva. Allá en la primavera cuando la sangre circula con más fuerza por las venas y la madre Naturaleza con el verdor de los campos, los vívidos colores de las flores, los juegos de la luz, el aire tibio embalsamado, y sobre todo, por medio de sus intérpretes más fieles, los pájaros, nos incita para que en modo alguno consintamos que la especie humana se extinga, Gonzalo pensaba en el matrimonio. Y siempre que tal idea surgía en su mente, presentábasele de improviso hecha carne en la niña primera de los señores de Belinchón:– «Pase usted, Gonzalo; papá le espera.» «¿Se ha lastimado usted?»– Volvían a sonar en sus oídos aquellas palabras y el acento cariñoso con que fueron pronunciadas encendía en su corazón virgen una chispa de simpatía. La joven no era hermosa, pero sus ojos sí, y sobre todo revelábase en ella el atractivo del sexo por el aire modesto y sencillo, el timbre de la voz, la delicadeza exquisita, enteramente femenina de sus modales. «No me disgustaría casarme con ella» pensaba dejando escapar un suspiro; porque juzgaba imposible que se atreviese a decir a ésta ni a ninguna señorita palabra alguna de amor. Hasta entonces no conocía de tal pasión más que el aspecto material y grosero, las relaciones fugaces y tristes de las mujeres que le abocaban por la noche en las calles de Londres y París.

      Un día escribiendo a cierto amigo íntimo de Sarrió se le ocurrió preguntarle si Cecilia Belinchón se había casado. Contestóle que aún permanecía soltera y que si era muy cierto que algunos galanes la rondaban seducidos quizá por el dinero de Belinchón más que por las gracias de su hija, hasta ahora no se sabía que hubiese dado oídos a nadie. Al leer esto, se le subió la sangre al rostro al ingeniero industrial. Tuvo la fatuidad de pensar (que se le dispense por Dios) que Cecilia rechazaba a los pretendientes a su mano… porque a ninguno encontraba tan guapo como él. Entonces imaginó declararle su amor por medio de una carta. Estando tan lejos no tendría vergüenza. Sin embargo, la tuvo, y cuando trató de coger la pluma para hacerlo, antes de trazar el primer renglón, volvió a dejarla al representarse la sorpresa que la joven recibiría. Pasaron algunos días. La idea no le abandonaba. Por medio de mil sutiles razonamientos procuraba persuadirse a escribir la epístola amorosa. Si se reía de él, ¿qué? no había de verlo. Con no volver más a Sarrió estaba concluído; y si volvía ya procuraría no encontrársela de frente. Al fin la escribió. Túvola guardada en el cajón de su mesa varios días. La idea de echarla al correo le aterraba. Para decidirse a ello, necesitó beberse unas copitas de ron. Cuando estuvo un poco mareado sacó la carta del cajón, lanzóse a la calle con brío, y en el primer buzón con que tropezaron sus ojos, ¡zas! la encajó.

      ¡Dios mío, qué he hecho! Disipóse la borrachera. Se puso colorado hasta las orejas, como si por el agujero de aquel buzón le estuviesen mirando los ojos burlones de todos los vecinos de Sarrió; y se apresuró a meter los dedos en él por ver si aún podía atrapar el malhadado sobre. Nada. Se lo había engullido con la voracidad de un tiburón, y lo estaba ya digiriendo. Ocurriósele entonces presentarse en las oficinas de Correos y reclamarlo; pero allí le exigieron tales formalidades, que antes de pasar por ellas prefirió dejar correr la suerte.

      Pasó ocho días en gran zozobra. A la hora de repartir las cartas en la fonda, experimentaba una ansiedad que le sofocaba, esperando ver llegar encerradas en un sobrecito las feas y colosales calabazas, castigo justo a su demasía y sandez. Transcurrieron, no obstante, los ocho días y aun los quince, y la contestación no parecía. Se fué calmando con la esperanza vaga de que la carta no hubiese llegado a su destino. Si había llegado, forjábase la ilusión de que Cecilia la habría roto sin dar cuenta a nadie. Mas he aquí que, cuando ya no la esperaba, se encuentra a la hora de almorzar sobre el plato una carta de España, letra desconocida de mujer. Es irrepresentable la congoja que le acometió. Se puso tan blanco como el mantel. El corazón quería saltársele del pecho. Abrióla con mano trémula… ¡Ahaaa! suspiró descansado, después de haberla devorado en dos segundos. Llevóse la mano al pecho, limpióse el sudor con el pañuelo, y volvió a tomar la carta y a releerla con calma.

      Era, en efecto, de Cecilia, y estaba escrita en un tono suavemente irónico, que nada tenía, sin embargo, de ofensivo. Manifestábase sorprendida de su repentina e inopinada declaración. ¿Qué mosca le había picado al cabo de cuatro años de ausencia? Sus padres, que antes que ella habían abierto la carta, estaban igualmente sorprendidos: opinaban que era un paso irreflexivo, propio de los pocos años, un capricho del momento, del cual ya estaría probablemente arrepentido. Ella compartía enteramente esta opinión. Sin embargo, la habían permitido, y aun aconsejado que contestase, por tratarse de un joven del pueblo, con cuya familia mantenían relaciones de amistad.

      Esta epístola le puso contentísimo de pronto. No eran las desdeñosas calabazas que esperaba. Después se puso triste, y al minuto otra vez alegre, leyéndola y releyéndola por ver si daba en la clave. ¿Eran o no eran calabazas? Apresuróse a contestar, pidiendo perdón de su atrevimiento, y confirmando su declaración anterior con nuevas y vehementes frases. Replicó al cabo de algunos días la niña en términos más blandos y afectuosos. Tornó a escribir Gonzalo; cruzáronse retratos; intervino doña Paula. En suma, al cabo de poco tiempo, se encontraban ambos jóvenes en relación formal. Comenzó a hablarse de matrimonio; mediaron cartas entre don Melchor y su sobrino; después visitas entre aquél y don Rosendo. Finalmente todo quedó arreglado, conviniéndose que a la primavera regresaría Gonzalo, y se efectuaría el casamiento.

      III.

      en el que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido

      Salían ya del teatro los que habían quedado. Gonzalo tropezó con la ola de gente que vomitaba la puerta, y así como fué reconocido, se apresuraron a rodearle y saludarle sus antiguos amigos. El primero que le echó los brazos al cuello fué don Mateo, después vino don Pedro Miranda y su hijo Periquito, en seguida el alcalde don Roque, después don Victoriano y su esposa doña Rosario y sus tres hijas. En un instante se formó círculo en torno del joven, quien se apresuraba a contestar con efusión a los plácemes, abrazos y apretones de manos que de todos sitios le venían. Los marineros, las mujeres del pueblo tomaban parte en aquellas manifestaciones de cariño lo mismo que los señores. No se oían más que exclamaciones de admiración y alegría.

      – Cuánto has engordado, Gonzalito.– ¡Vaya un real mozo!– ¿Por qué no creces como él, Periquito?– Don Gonzalo, les come usted las sopas en la cabeza a todos los mozos de Sarrió.– Crecer no ha crecido, lo que ha hecho es doblar de cuerpo.– Ven acá, granadero, dame un abrazo apretado.

      Un patrón de barco afirmó que se parecía como una gota de agua a otra al Príncipe de Gales. Acaso Gonzalo fuese un poco más alto.

      El robusto corpachón de éste, alzábase sobre el grupo. Daba la mano por encima de las cabezas a los amigos que no podían llegarse a él, y su noble y bondadosa fisonomía sonreía a todos.

      Don Mateo, alzándose sobre la punta de los pies y tirándole del brazo para que se doblase, pudo decirle