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Capítulo XI. Leopoldo
Una mañana trabajaba León Roch en su despacho, cuando fue bruscamente interrumpido; alzó del papel los ojos, y fijándolos en el gran espejo que delante de él estaba sobre la chimenea, vio una figura enjuta y macilenta, una mueca de calavera, en la cual la descomposición subterránea perdonara un poco de piel; dos ojos saltones con cierta viveza morbosa como la de los delirantes, un cuello delgado y violáceo cuya piel llena de costurones parecía recientemente remendada; una nariz picuda y violácea también, de fina estampa, pero que por su agudeza iba tornando aspecto de pico y daba al rostro cierta fisonomía completamente ornitológica; una rala sembradura de pelos azafranados que rodeaban el largo óvalo de la cara, en delgada faja, semejando el pañuelo que se pone a algunos muertos para que no se les caiga la mandíbula inferior; una frente estrecha y granulosa, en la cual había trazado el sombrero amoratada raya, semejante a un surco de sangre; una cabeza chata, en la cual los cabellos bermejos se partían en dos graciosas alas; una cara, en fin, que era, si así es permitido decirlo, la descomposición o la transfiguración de una cara hermosa, o mejor dicho, la caricatura de una raza entera; y también vio unas manos metidas en bolsillos, y unos pies de mujer cuyas puntas apenas asomaban bajo las enaguas que en forma de pantalones, cubrían sus delgadas piernas; un cuerpo sin curvas, sin formas, sin donaires, como armadura hecha para la ropa; un traje de mañana rayado de arriba abajo; una corbata graciosamente anudada; un bastón que salía vertical de uno de los bolsillos, y una pomposa flor clavada sobre el pecho como el mango de un puñal cuando se acaba de consumar el asesinato. Y cuando esto vio, León dijo, bondadosamente:
– ¡Ah!, Polito, siéntate… ¿qué traes por aquí?
El joven se dejó caer en una butaca y estiró las piernas con muestras de cansancio. Habló. Su voz, que se esperaba fuese aguda y adamada, era ronca y carraspeante, una al modo de tos o gargarismo hablado, como esas voces que en la más baja escala social se forman en el pregón público y se endurecen con el frío de la mañana y el aguardiente de la noche. Después de hablar un momento, calló para echarse en la boca un objeto medicinal.
– No puedo abandonar la brea ni un instante… – dijo gruñendo. – Desde que la abandono, me ahogo… ¿Qué te haces, León? Siempre leyendo. Envidio tu vida tranquila… No, gracias, hoy no puedo fumar. Me lo ha prohibido el médico… es preciso ver si combato los ataques epilépticos… Ahora me encuentro bien. ¿Sabes que voy a Sevilla? Los muchachos se han animado, y no puedo quedarme aquí. Vamos cuatro amigos: Manolo Grandezas, el conde-duque, Higadillos y yo. Higadillos tiene que torear los tres días de feria… ¿Por qué no te animas? A María le gustará mucho ver la feria.
– Si ella quiere ir, estoy dispuesto a llevarla.
– Ella no quiere ir, ese es el caso – añadió el de la ronca voz. – Y a propósito, mio caro Leone, por ahí dice la gente que sois muy desgraciados, que no congeniáis ni poco ni mucho, que tu descreimiento es un martirio para mi pobre hermana. Yo me río, León; me río de estas cosas… «Pero si es el hombre mejor del mundo, si es un caballero como hay pocos», les digo yo… Aquí de mis elogios. ¡Cascarones!, ya sabes que yo no digo sino lo que pienso… Anoche dijeron las de Rosafría que no comprendían, ¡mira tú qué sandez!… que no comprendían cómo mi hermana se casó contigo. «Pero, señores, sean ustedes razonables, consideren ustedes…». Nada, nada… que eres de los de cáscara amarga, pero muy amarga. A una señora que tú conoces, y yo y todos… no te digo quién es… le oí decir estas mismas palabras: «Antes quisiera ver muerta a mi hija que casada con un hombre así…». No faltó quien te defendiera, aun en el bello sexo… «¡Ah!, es hombre de grandísimo mérito…». La señora decía que no con su boca, con su mano, con su abanico… «Hay cosas que no pueden ser – decía, – que no pueden ser…». Por último, querido León, yo no me atrevía a defenderte… Lo que te aconsejo ¡cascarones!, es que no vayas a casa de ciertas personas; te expondrías quizás a recibir un gran desaire por todo lo alto, o a que te planten un par de palitos cuarteando. La de Borellano te llama la bestia negra… Sin embargo, dice que eres simpático. Pepe Fontán dijo una cosa muy chusca a propósito de la inquina que te tiene la de Borellano. «Nada, todo eso es despecho, porque de todos los hombres que conoce, León es el único que no le hace el amor». Ya sabes que ha tenido un amante por año… Por eso dice Cimarra que no puede ocultar su edad… ¡Pobre Federico! Cuentan que ha reñido con su mujer y su suegro… Parece que falsificó unas letras… Nada, que me le mandan a La Habana… Pero ¿qué hora es? ¡Las once! ¿Y tu mujer no viene de misa? Te concedo que son demasiadas misas. ¡Ah!, ya sé: ella y mamá estarán de tertulia con el padre Paoletti, un italiano berrendo en negro, retinto… ¡Casca!… Si yo fuera casado… pero no; yo no seré cornúpeto, passez moi le mot… ¡Oh!, si lo fuera, mi mujer haría mi gusto y nada más. María es buena; pero cuando se le pone una cosa en la cabeza… No creas, yo también le he dicho mis verdades por su impertinencia… Compañero, es horrible eso de tener una mujer que constantemente nos está contando el estribillo: «hombre, confiesa; hombre, comulga; hombre, ve a misa…». ¡Cascarones! Es para darse un tiro… Puesto que le das libertad, ella debiera ser prudente. Por tu parte, haces mal en tomar tan a pecho lo que vale tan poco… Mira tú, yo dejaría a mi mujer que oyese cuatrocientas veintisiete misas al día, y que tomara varas con todos los confesores. Poniéndole tasa en eso de gastarse mi dinero en Manifiestos, le llevaría el genio. ¡Bah!, siempre que ella me hablara de cosas santas, yo le diría: «Sí, hija mía; todo lo que quieras. Esto, y lo otro, y lo de más allá». En fin, que no reñiríamos nunca por un dogma más o menos; y al mismo tiempo, querido León, yo me divertiría todo lo posible. Comparito, eso de irse al Infierno sin pasar antes buena vida, es lo más tonto del mundo. Aburrirse aquí entre libros, y luego condenarse allá… porque tú te condenarás, y yo también, León… allá iremos todos.
Y soltó una risa tan estrepitosa como su aliento asmático se lo permitía. Después se levantó, y poniendo ambas manos sobre la mesa cual si su cuerpo no pudiese mantenerse derecho sin ayuda de puntales, habló así:
– ¿Sabes, querido, que me vas a prestar otros cuatro mil reales?
León abrió una gaveta. Sonreía no sabemos por qué; pero nos consta que de todos los individuos de su familia política, aquel era, por lo inofensivo, el que le inspiraba más lástima, siendo esto tal vez la causa de que a veces le abriese su bolsa con paciencia y hasta con gusto, por no contrariar a un ser excesivamente miserable y desvalido. O quizás León plagiaba el sistema benéfico del vicario de Wakefield, quien siempre que quería sacudirse a algún pariente importuno le prestaba dinero, ropa, o un caballo de poco valor, «y jamás, dice, se dio el caso de que volviera a mi casa para devolvérmelo».
– Gracias, querido beau frère – dijo el mancebo, no ocultando la alegría que en la raza humana acompaña siempre a la adquisición de dinero. – Te lo devolveré el mes que entra con lo demás… No de una vez; te advierto que no podré dártelo junto… a plazos sí… ¡Es horrible! Si hubiera tres Semanas Santas en el año, todos los españoles tendríamos que pedir limosna… ¡Casca, casca…! ¡Vaya con los petitorios! La otra noche las de Rosafría me comprometieron a dar mil reales para el Papa… Ya ves… Si el mundo estuviera arreglado, el Papa debía darnos a nosotros… ¡Eh! ¡So tunanta!… ¡Lady Bull!… ¡Eh, venga usted aquí!
Estas palabras iban dirigidas a una alimaña rastrera y oscura que había entrado en el despacho con el joven, pero que hasta entonces se había mantenido en una actitud de circunspección respetuosa. Era una perrita de la horrible raza King Charles, que tenía el color de ratón, la redondez del puerco espín, un hocico de mono entre abigarradas lanas, y una panza de sapo mal sostenida por cuatro patas pequeñas. Al fin de la conversación, su cascabelillo, hasta entonces mudo, empezó a sonar, indicando grandes travesuras, y Polito la descubrió entre unos libros arrinconados en el suelo.
– ¡Venga usted aquí, aquí pronto!
La tomó en brazos. Entonces se sintió ruido de coches y el acompasado pisoteo de uno de estos caballos españoles que parecen corceles de estatua ecuestre, trotando eternamente sin salir de su pedestal.
– ¡Ah! Ya están aquí – dijo Leopoldo acercándose a la ventana. – Higadillos a caballo