por lo cual no gustaba de embarcar gente en las islas frondosas de la fe para llevarlas a las solitarias estepas de la duda.
Diose primero a las ciencias naturales, hallando en su investigación los más puros goces. Después, la filosofía le produjo un mareo insoportable, y al fin volvió a los estudios experimentales, que era donde se encontraba con pie firme y en país conocido. La historia le divertía tan sólo; la fisiología le encantaba. También cultivó la astronomía, favorecido por su dominio de las matemáticas. Solía decir: «La historia nos hace enanos, la fisiología nos pone en nuestro tamaño natural, y la astronomía nos engrandece».
Había en su alma cierta aridez, ocasionada por el escaso empleo de la imaginación en su niñez y en sus estudios. Se había criado en una trastienda y allí corrió desabridamente su edad primera al lado de su madre, mujer tosca y sin delicadeza, que sentía poco y carecía de luces. Trabajaba mucho, pero no sabía leer; y tenía la vanidad de que su hijo era muy precoz, y la creencia de que llegaría a ser general, obispo o ministro. Después que murió su madre, pasó una temporada en Valencia, en la casa de un tío paterno, plebeyo enriquecido con la alfarería, y que decía: «Todo el saber es aire. Más útil es a la humanidad el hombre que hace un ladrillo que el que escribiera todos los libros que se conocen». Después vino para León una juventud sin calaveradas, sin aventuras, sin conatos de ser poeta dramático, sin proyectos de raptos y duelos, sin lágrimas, sin melancolías, sin vacilaciones en la elección de carrera, con pocos ensueños. Le metieron en un laberinto de matemáticas, diciéndole: «Sal, si puedes». Es verdad que salió; pero luego le arrojaron en un mar de guijarros, donde había que luchar con esos oleajes petrificados, testimonio palpable de las agitaciones plutónicas y neptunianas que han esculpido nuestro globo; le metieron de cabeza en las entrañas del planeta, abiertas por la inducción o representadas en los museos por las colecciones, y le dijeron: «Toda esta grava, que parece arrancada del arrecife de un camino, es un libro maravilloso: cada chinita es una letra. Es preciso que lo leas todo». Vio las aguas haciendo ruido aun antes de que hubiera orejas, y arco-iris antes de que hubiera ojos; vio la heráldica del mundo expresada en las figuras de bivalvos, de crustáceos y de ofidios que dejaron su forma impresa como el sello auténtico de las dinastías que desean hacer constar su reinado; vio plantas nacidas antes de que hubiera dientes y muelas que mascaron antes de que hubiera hombres, y al hombre mismo, huésped tardío de la creación, llegando cuando los bosques se habían resignado a ser almacenes de carbón, y cuando no había mares definitivos, y los ríos estaban nivelando hermosas llanadas, y cuando aún bufaban mil ingentes volcanes, arquitectos infatigables que daban el último golpe de cincel a la crestería de nuestras bellas montañas. Vio esto y otras muchas cosas que vienen detrás.
Más tarde, cuando terminada su carrera se vio rico, es decir, cuando comprendió que no sería esclavo de la ciencia, sino por el contrario dueño de ella, cultivó un poco la imaginación. Bien conocía que jamás sería artista, pero tomó en sus manos el fino estilete con que representan a una de las musas cuando las pintan en los techos; pero sus manos, que tan bien sopesaban la palanca de Arquímedes, eran toscas para instrumento tan delicado. «Está visto, decía, que siempre seré un bruto».
Había logrado escribir medianamente, con más claridad que elegancia; hablaba en público muy mal, atrozmente mal; pero en la conversación privada solía expresarse con elocuencia, siempre que el tema fuese alto. Había adquirido la costumbre de emplear mucho las figuras, por esa tendencia acertada que tiene hoy la ciencia a lisonjear en vez de espantar el sentido de la muchedumbre, y porque las formas parabólicas han sido siempre muy del gusto de los entendimientos superiores. Es el eterno homenaje tributado por la ciencia al arte, y al que este debe corresponder alumbrándose en su glorioso camino con la inextinguible luz de la verdad.
Aquel hombre tan preocupado de si esta piedra era más o menos siluriana que aquella, y de si otra cristalizaba en romboedros o en prismas, estaba desde su temprana juventud encariñado con un ideal para la vida, y era este una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor y del estudio, las dos alas del espíritu, como en su jerga figurada decía. Desde que pasó la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal, la suya, la placentera reunión de todos los suyos, ocupaba su pensamiento. ¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos que irían saliendo y empezarían a hacer gracias, pedirían y a piando el pan de la educación; desarrollar en ellos con derechura el ser moral y el físico; vivir por ellos y atender a las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra, ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido… ¡Oh!, para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera, no. Luego venían a su imaginación los encantos de la vida del rico ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo de él… una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por mitad a los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y más grata la soledad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible a los amigos discretos… Sí, era preciso realizar esto, y realizarlo pronto, antes de que se pasase la vida en un rodar incesante y vertiginoso; era preciso hallar pronto la que había de ser base de aquella felicidad soñada, pero realizable. La elección no era fácil; debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las mejores condiciones para hacerla bien?… Sí, la haría bien, porque era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de crítica, grandes hábitos de análisis… Y sin embargo…
Capítulo XIV. Marido y mujer
– Y sin embargo… me equivoqué.
Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella, en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios, tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después de representarse los hechos del día, que hace poco eran escenas y figuras reales y que pronto serían pesadillas.
Frente a él, dispuesta ya a acostarse, estaba la incomparable figura de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo, llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas, sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad, ni estilo, ni espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.
León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche, otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y de ásperos cencerros, y contemplaba a su mujer, cavilando sobre la espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, le había soltado un día las riendas sin conocerlo, y engañado, seducido por ella, se había dejado arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos? ¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura sorprendente? ¿Cómo no vio la pared de hielo, enorme, dura, altísima, que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal compensada por una exaltación áspera o mimosa? ¿Cómo no adivinó aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de todas, la confianza?
En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano del corazón a la frente y asentó sobre esta la palma crispada, como echando una maldición a su sabiduría. María no advirtió aquel movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.
– Me enamoré como un estúpido – pensó él, volviendo a mirarla. – ¿Y cómo no si es tan hermosa…?
Después