esa, esa es la consigna, ya lo sé… – dijo León riendo. – Divertíos todo lo que queráis, con tal que…
– Tus reticencias son blasfemias… Calla, idiota… ¡Si te convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!
– ¿Sandeces? – dijo León, sonriendo y tomando entre sus dedos la barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez de gracia, de delicadeza.
– ¡Cómo me voy a reír de ti, cuando al fin, con la eficacia de mis oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor…! ¿Te ríes? Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos casos que si te los contara te pasmarían.
– Pues no me los cuentes – dijo León moviendo a un lado y otro la cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.
– Sí, hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que se han convertido… y tú no eres malvado…
– ¿Todavía no he sido declarado malvado…? Descuide usted, señora, que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allí se tiene de mí… todavía.
María se abalanzó a él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.
Tú vendrás al lado mío – le dijo, – y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas…
– ¿Yo?
– Sí, tú. Tú vendrás a mí. ¡Qué feliz seré entonces!… ¡Te quiero tanto!…
¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante a la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira al fondo para descubrir un objeto perdido. Separose de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para desarreglarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino a la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros, a eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.
– ¡Qué guapa! – exclamó Roch, hundido en un sillón como un estúpido. – ¡Cada vez más guapa!
Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo o contra alguien.
– ¡Necio de mí! – exclamó con su voz más íntima. – Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.
Capítulo XV. Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi»
Pasó algún tiempo. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador. León fue corriendo a la alcoba y vio a su mujer incorporada en el lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.
– León, León – dijo con espanto. – ¿Eres tú?, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo… Abrázame… ¡Qué horrible pesadilla!
León procuró tranquilizarla, y la verdad es que se tranquilizó pronto con la apreciación de la realidad, panacea de los desvaríos de la imaginación.
– ¡Qué sueño!… ¡Figúrate… soñé que te habías muerto y que desde lo más hondo de un hoyo negro me estabas mirando, mirando, y tenías una cara…! Después aquello pasó… Estabas vivo; querías a otra… Yo no quiero que quieras a otra.
Encadenó con sus brazos el cuello de su marido.
– ¿Qué hora es? – le preguntó.
– Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.
– Y tú, ¿no duermes?
– No tengo sueño.
– Entonces vas a velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?
– Medito.
– ¿Piensas en aquello que hablamos?
– En aquello y en ti.
– Eso, eso; piensa mucho en las verdades que te he dicho, y así te irás preparando sin saberlo… Me parece que oigo campanas. Tocan a fuego.
Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios, suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos. Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía, y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj que León tenía en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.
– No es todavía hora de tocar a misa – dijo él. – Duérmete.
– No tengo sueño, no quiero dormir – replicó María echando atrás su cabeza. – Me parece que he de volver a verte en el fondo del hoyo, mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!
– ¿Te he dicho yo eso alguna vez? – manifestó León con enfado.
– No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo sé.
– ¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
– Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.
León se apartó de su mujer vivamente afectado. Dio algunos pasos para salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:
– María, voy a pronunciar la última palabra, la última… He tenido en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno…
Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo hablaba, María no supo decir nada.
– En dos palabras te expondré mi idea… ¡Proyecto feliz!… No sé cómo no me había ocurrido antes… Es lo siguiente: yo me comprometo a sacrificarte mis estudios y mis tertulias, te sacrifico la doble amistad de los libros y de los amigos. Mi biblioteca se tapiará, como la de D. Quijote, y en nuestra casa no se volverá a oír ni siquiera un concepto sospechoso, ni una observación mundana y ligera sobre las cosas más graves del espíritu, ni se hablará de ciencias ni de historia; en una palabra, no se hablará de nada.
– ¡Qué felicidad! – dijo María, incorporándose para besar las manos de su marido. – ¿Es cierto que me lo prometes y que cumplirás lo que me prometes?
– Te lo juro por lo más sagrado. Pero no cantes victoria antes de tiempo. Ya comprenderás que no se hacen concesiones de esta clase sino a cambio de otras. Ya te he dicho mi parte; ahora falta la tuya. Yo te sacrifico lo que llamas estúpidamente mi ateísmo, cuando es cosa muy distinta, sacrifícame tú ahora lo que llamas tu piedad, muy problemática por cierto. Para que nos entendamos, has de renunciar a las devociones diarias e interminables, a confesar todas las semanas con un mismo padre, a ocuparte de los accidentes teatrales del culto. Irás a misa los domingos y fiestas, y confesarás una vez al año, sin previa elección de sacerdote.
– ¡Oh!, es mucho, es mucho – dijo María, moviendo sobre la almohada su linda cabeza, cual si se compadeciera a sí misma por la deplorable mezquindad a que sus piedades quedaban reducidas.
– ¡Mucho, te parece mucho, tonta! Bueno: aumentaré mi parte. Te concedo más; te concedo que si reduces tus visitas a la iglesia, iré a ella contigo.
– ¡Irás conmigo! – exclamó María, saltando bruscamente en el lecho como un pez recién sacado del agua. ¿Es verdad lo que dices?… Tú me engañas.
– Iré, sí; iré… los domingos.
– ¿Nada