tú; que lea en tus perversos libros llenos de mentiras; que crea en eso de los monos, en eso de la materia, en eso de la Naturaleza-Dios, en eso de la Nada-Dios, en esas tus herejías horribles? Felizmente he podido salvarme de caer en tales abismos. Soy piadosa, creo todo lo que debo creer y practico el culto con asiduidad, con prolijidad, porque es el medio mejor para sostener viva la fe y no dar entrada en el entendimiento a ninguna falsa doctrina. ¡Que frecuento demasiado la iglesia!… ¡que cumplo muy a menudo los preceptos más santos!… ¡que celebro funciones espléndidas! ¡que oigo todos los días la palabra de Dios!… ¡que rezo de noche y de día!… Esta es la cantilena, ¿no es verdad? Ya sé que paso por beata. Pues bien: todo tiene su razón en el mundo. ¿Crees tú que yo me abrazaría tan fuertemente a la cruz si no estuviera casada contigo, es decir, con un ateo, si no estuviera como estoy en peligro de ser contaminada de tu doctrina por el trato diario contigo y por el mucho amor que te tengo? No; si tú no fueras tan poco, yo no sería tanto. Si tú fueras católico sincero, aunque descuidado en tus deberes, yo no sería beata, cumpliría los preceptos esenciales y nada más. Ten presente una cosa, León: imagínate dos navegantes que cruzan en una pequeña barca un mar tempestuoso. Si los dos remaran con igual fuerza, llegarían sin dificultad a la orilla; pero he aquí que el uno suelta el remo y se tiende. ¿No es indispensable que el otro redoble sus fuerzas hasta morir? Fíjate bien, querido mío: uno solo rema y han de salvarse los dos.
– Esa figura no es de tu invención – dijo el esposo, que sabía muy bien hasta dónde alcanzaba el ingenio retórico de su mujer. – ¿De quién es?
– Si es mía o no, no te importa – replicó María con desabrimiento y menosprecio. – Lo principal es que contiene una verdad innegable. ¿Quieres que vaya a aprender la verdad en tus monísimos libros?
– No, no pretendo eso – dijo León, lleno de pesadumbre. – Pero por torpe que yo sea, por extraviado que me supongas, ¿lo seré tanto que no merezca de ti el favor de que aceptes una idea mía, una sola, siquiera una vez, sino que siempre has de ir a buscar tus ideas fuera y lejos de mí?
– De ti acepto tu afecto, que creo sincero; tu respeto a mis creencias siempre que sea verdad; tu apoyo material; pero tus ideas, tus consejos…
Dijo esto María, con tal vigor de expresión y tal brillo de desdén en sus deslumbradores ojos gatunos, que León sintió el frío de una espada en su corazón oprimido.
– ¡Nada mío! – murmuró, dejando caer sus miradas al suelo como quien desea morir.
– Nada que venga de tu razón soberbia y extraviada; nada que pueda contaminarse de tu filosofía diabólica – añadió María, hundiendo su espada hasta la empuñadura.
Después de una pausa, León, exhalando un suspiro tan grande como su paciencia, la miró pálido y alterado.
– ¿Quién te ha dicho eso? – le preguntó.
– Eso no te importa – replicó María, palideciendo también, mas sin perder su valor. – Ya te he dicho que como sincera católica no me creo obligada a dar cuenta a un ateo de los secretos de mi conciencia religiosa, en lo que se refiere a mis prácticas de piedad. Sabe que te soy fiel; que ni con hecho, ni con intención, ni con pensamiento he faltado al juramento que junto al altar te hice. Basta: con esto acaba mi sinceridad de esposa; es toda la confianza que puedes esperar de mí. Aquella parte de la conciencia que pertenece a Dios, no pretendas explorarla; es un reino sagrado en el que te está prohibido entrar… No me hagas la necia pregunta «¿quién te ha dicho eso?» porque no tienes derecho a recibir contestación.
– Ni la necesito – dijo él. – No tuve jamás la idea de alarmarme porque mi mujer se acercase al confesonario una o dos o tres veces al año para decir sus pecados y pedir perdón de ellos conforme a su creencia; pero esto tiene su corruptela, y la corruptela de esto consiste en llevar la dirección espiritual por tortuosos caminos, con cátedra diaria, consultas asiduas y constante secreteo sostenido de una parte por los escrúpulos de la candidez y de otra por la curiosidad imprudente de quien no tiene familia.
– No, tonto – dijo María irónicamente – mejor será que yo busque reglas y buenas ideas para mi conciencia en la dirección espiritual de tus tertulias ateas… Por cierto que ya causa enfado la ligereza con que algunos de tus amigos hablan aquí de asuntos religiosos. Te he dicho hace tiempo que nuestras reuniones me iban pareciendo una ostentación escandalosa de malos principios, y al fin llegará un día en que me resista resueltamente a concurrir a ellas. No niego que sean muy respetables algunos de los que vienen a casa; pero otros no lo son: conozco las ideas de algunos.
– ¿Quién te las ha dicho? – preguntó León vivamente.
– No sé… Lo que digo es que me he cansado de ser complaciente, de disimular mi disgusto en presencia de hombres que han escrito ciertas cosas, de otros que las han dicho públicamente, de otros, en fin, que no las han dicho ni las han escrito… pero yo sé que las piensan, yo lo sé.
– Mucho sabes tú… Veo que ya se ha fulminado la sentencia contra nuestras tertulias. Detrás de esa sentencia vendrán otras.
Y por una aberración natural del dolor que suele quebrarse en su curso sombrío, estallando e iluminándose con el brillo engañoso de una alegría apócrifa, León rompió a reír.
– Pues sí; tus tertulias son muy cargantes – dijo María, algo turbada. – Son muy perjudiciales, porque entre una frase política, otra de música, otra sobre inventos y alguna sobre historia, ello es que nuestro salón es una cátedra de ateísmo.
– Sería una cátedra de buenas costumbres si se bailara y se murmurara. En mi salón no se ha hablado nunca de ateísmo ni cosa que lo valga. ¡Reposa en paz, oh conciencia pura, conciencia infantil! ¡Feliz criatura, que piensas cumplir tus deberes con la práctica externa llevada hasta el desenfreno y adorando con fervor supersticioso las palabras, la forma, el objeto, la rutina, mientras tu alma sola, fría, inactiva, sin dolores ni alegrías, sin lucha y sin victoria, se adormece en sí misma en medio de ese murmullo de sermones, de toques de órgano y del roce de vestidos de seda que entran y salen!… ¡Te crees perfecta y ni aun tienes el mérito de la vacilación contenida, de la duda sofocada, de la tentación vencida, del placer sacrificado! ¡Qué fácil y cómoda santidad la de estos tiempos!… Antes el lanzarse a la devoción significaba renuncia pronta y radical de todos los goces, abdicación completa de la personalidad, odio a las glorias vanas del mundo, desprecio de la riqueza, del lujo, de las comodidades, para quedarse en los puros huesos y espiritualizarse y poder pensar mejor en las cosas del Cielo; significaba el vivir absolutamente la vida del espíritu hasta el delirio, hasta la embriaguez, y el rico envidiaba al pobre y el sano pedía a Dios que le enfermase y el limpio quería cubrirse de asquerosas llagas. Esto era una aberración si se quiere, pero esto era grande y sublime, porque la abnegación y la humildad son las virtudes que menos se desvirtúan por la exageración; esto era como un suicidio, pero el único suicidio disculpable porque no era más que el delirio del sacrificio; pero ahora…
León dirigió a su mujer una mirada abrumadora de elocuencia y desdén.
– Pero ahora… las reglas de la beatitud exigen óbolos abundantes, eso sí; exigen concurrencia metódica a los templos, ceremonias ostentosas; pero se trata a las personas según su rango: al pobre como pobre, al rico como rico, es decir, permitiéndole que lo sea, siempre que no niegue su ayuda a ciertos intereses. Sí, las devotas de hoy asisten al culto, se mortifican en cómodas sillas-reclinatorios, rezan sobre cojines y limpian con sus colas el polvo de las iglesias. No se les pide más que la mañana; y las noches son libres para bailar, ir al teatro, cubrirse de piedras y de raso, asistir a las tertulias y banquetes de los ricos, aunque sean judíos o protestantes; ostentarse en los paseos, acicalar y perfeccionar con el arte su belleza para perder a los hombres… pero ¿qué importa? Satanás se ha vuelto tonto… ha transigido, está viejo ya, y no sabe lo que hace.
– ¡Qué groseras burlas! – dijo María, algo confusa. – Según tú, yo estoy en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro… Parece que hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del mundo.
No estaba enojada; prueba de ello es que con un movimiento cariñoso pasó la mano por