rica. El niño iba hecho un pimpollo, cubierto todo el vestidito de cintas y encajes, y la criada rodaba, para divertirle, un aro con cascabeles, hacia los cuales él tendía las manecitas. Hubo un momento en que por abalanzarse al juguete vacilaron sus pies, aún no hechos al ingrato contacto de la tierra; estuvo a punto de caer, y entonces la madre (porque debía de ser su madre), repitió sobresaltada:
– ¡Cuidado, monín!
«¡Su voz!», pensó don Juan; mas en seguida, fijándose en el costoso sombrero de la dama (harto sabía él lo que cuesta un sombrero de mujer), añadió mentalmente: «¿Se habrá casado?» y esta suposición le hizo sonreír, como burlándose de alguien. Después se puso serio, diciéndose: «rara es la fruta que llega a los labios de su legítimo poseedor sin que la hayan picoteado los pájaros».
Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara. Cruzáronse entonces las miradas de ambos; ella permaneció impasible, serena, y con voz que denotaba perfecta tranquilidad de ánimo, dijo a la niñera:
– Haga usted seña a Manolo para que arrime.
Entre mirarla y oírla no le quedó duda a don Juan; y fue tal la impresión que le produjo ver confirmada su sospecha, que, parándose involuntariamente, murmuró: «¡Cristeta!»
Tan claro pronunció este nombre, que ella no pudo menos de oírle; pero no se le inmutó el semblante. Avanzó hacia la berlina que venía siguiéndola, esperó a que se detuviese, y sin volver el rostro, abrió la portezuela; en seguida dejó que montase la niñera, después levantó al pequeñín en brazos para que aquélla lo acomodara sobre sí, y, por último, subió ella, descubriendo algo más que el pie, con lo cual don Juan quedó maravillado y suspenso, experimentando una impresión parecida a la que debió de sentir Moisés cuando le enseñaron de lejos la tierra prometida.
En el instante de arrancar el carruaje, la desconocida se alzó el velillo.
Don Juan pudo dudar mientras vio el rostro al través del tul; pero toda perplejidad quedó desvanecida al mirarlo libre de aquel adorno. ¡Qué cara! Los ojos eran azules, oscuros, hermosísimos; la boca un poquito grande, como hecha adrede para que se admirasen bien los dientes; el color trigueño claro; las facciones delicadas; las orejas chicas; la expresión de la fisonomía entre seria y picaresca; en conjunto, un tipo popular realzado por una elegancia y dignidad exquisitas.
Se había perdido ya de vista el coche, y don Juan seguía inmóvil pensando: «Esto es increíble. ¿Estará con alguno? Pero ¿y el niño?». Y volvió a sonreír, porque aquellos grandes ojos de azul sombrío, aquella graciosísima boca y airoso talle los había él contemplado muchas veces de cerca, tan de cerca que se los sabía de memoria, como se saben las cosas aprendidas a gusto. En un principio dudó por ver tales hechizos rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros. Una voz íntima le había dicho, poco más o menos: «Zapatos, siete duros; abrigo, setenta duros; medias de seda, seis duros; sombrero, veinte duros; manguito de legítima nutria, qué sé yo cuántos duros»… etc., etc., y estas etcéteras ascendían a mucho; por lo cual se decía don Juan: «Sí, ella todo lo vale; cualquiera que tenga buen gusto se gastará en contentarla el oro y el moro; pero ¿y el chiquillo?»
Don Juan volvió a su casa muy pensativo. Por la noche fue al teatro, a una tertulia, al club, y con nada logró distraerse. En los palcos, en los salones, en el cuarto del tresillo, en todas partes creyó tenerla delante de los ojos. Unos momentos le miraba cariñosa, otros le sonreía burlona; de pronto se le borraba de la imaginación y surgía su propia figura, la del mismo don Juan, en actitud de ir a coger amorosamente las manos de Cristeta, que ella retiraba esquiva. A la fingida visión que así gozaban los ojos, sucedía luego la ilusión de voces y palabras confusamente recordadas: promesas, juramentos, ternezas; todo el interminable repertorio de frases deliciosas que el diablo inspira a los que van a pecar, están pecando o acaban de pecar.
Casi de madrugada se acostó con un periódico en la mano, según su costumbre. Leyó y no entendió: letras, líneas, párrafos y columnas bailaban trocando sus puestos y componiendo estupendos disparates. «Ha sido detenido por blasfemo… el santo del día. CULTOS: en las Calatravas… la Traviata» y otras incongruencias por el estilo. De pronto, extendiendo el brazo, mató de un periodicazo la bujía; después su espíritu fluctuó largo rato entre vigilia y soñolencia, y comenzaron a borrársele las ideas, sustituyéndose los antojos de lo soñado a las impresiones de lo real.
E imaginó ver una figura de mujer hermosísima, que surgía de entre un macizo de plantas tropicales, intensamente iluminadas por la batería del gas de un escenario, y envuelta en humo rojizo de bengalas. Estaba medio desnuda y circundada de resplandor vivísimo, destacando las gallardas líneas y el blanco bulto de su cuerpo sobre un amplísimo manto rojo que le pendía de los hombros. Era ninfa de apoteosis zarzuelesca, profanada por el carmín barato, los polvos de arroz y el arrebol; aprisionadas las formas en lascivas mallas; pero en su rostro no se dibujaba la sonrisa forzadamente sensual de la comiquilla aventurera. No estaba provocativa y desapudorada, sino bellísima y muy seria. De pronto comenzó a sonar una música suave y mortecina, a intervalos interrumpida por reminiscencias de giros canallescos. Luego un caballero en quien don Juan se reconocía, salía precipitadamente de un palco proscenio, bajaba una escalera ancha, atravesaba un patio, subía otra escalera muy estrecha, cruzaba un pasillo lleno de mujeres, unas sudorosas, otras tiritando, todas casi desnudas, y sin hacer caso de ellas ni de sus dicharachos y sus risas, se detenía ante una puerta, sobre la cual estaba escrito este letrero:
Señorita Moreruela.
El caballero daba en la puerta unos golpecitos con el puño del bastón; oíase una voz que decía: «Espera…»
Don Juan quedó profundamente dormido.
Capítulo III
El padre de Cristeta fue covachuelista a la antigua, con poco sueldo, menos consideración, gorrito de pana y mangotes de percalina negra: la madre fue encajera de primorosas manos, que así componía, dejándolo nuevo, un entredós de Malinas, como restauraba un cuello de Alençon. Durante muchos años vivieron amantes y felices con el producto de su trabajo; pero llegó un día en que él quedó cesante, porque fue preciso emplear al sobrino del querido de la querida de un ministro, y a ella le faltó labor porque pasaron de moda los encajes. Entonces comenzaron a sufrir adversidades, escasez, pobreza, y hubieran llegado hasta verse miserables, si la muerte, que esta vez llegó a tiempo, no atajara sus desdichas. Ambos murieron con pocas semanas de diferencia, dejando en el mundo una niña de diez años, fruto de su amor, la cual tuvo por única herencia el despejo y la hermosura de su madre. Recogió a Cristeta una tía, casada, hermana de aquélla, que tenía estanco en uno de los sitios más céntricos de Madrid; y aunque las malas lenguas del barrio dijeron que el amparar a la huérfana fue arbitrar medio de tener persona de confianza que ayudase al despacho, es lo cierto que no sólo no sufrió malos tratos la niña, sino que hasta fue acogida con cariño y enviada a la maestra, donde aprendió a leer, escribir, contar, bordar y coser, pasando luego a encargarse del mostrador, hecha ya una mocita muy mona, y tan lista, que jamás se equivocaba en dar las vueltas, ni recibía moneda falsa, ni trabucaba los sellos de las cartas. Sus tíos no la mataban a trabajar; antes al contrario, le concedían permiso para salir de paseo los domingos con sus amiguitas, y la tenían limpia y decentemente vestida; limpieza y decencia que, según Cristeta fue creciendo, comenzaron a convertirse en extraordinario aseo y primoroso gusto.
Mientras ella despachaba sellos y cigarros, su tía permanecía junto al mostrador, en invierno haciendo calceta con el gato en la falda y puestos los pies en la tarima del brasero; en verano dormitando o abanicándose, y en todo tiempo celosa de que ningún comprador sostuviera conversación larga o palique peligroso con la chica, que ya exigía aquella vigilancia, porque según se iba desarrollando, aumentaba el número de los que la echaban chicoleos y flores, no siempre de aroma muy puro. Así llegó a tener fama de bonita, sin que nadie pudiera jactarse de haber conseguido de ella una