que a veces flota en el ambiente y se desliza suavemente por los sentidos hasta lo más recóndito del alma, la ocasión traidora que llega cuando menos se piensa; en una palabra, todos los estimulantes del amor; en cambio, su pensamiento estaba cerrado al interés. Un día de campo, un rayo de sol o cuatro frases dichas a tiempo, podían hacer que Cristeta cayese trémula en los brazos de un hombre; pero quien se arriesgase a proponerle crudamente la compra de sus labios, los vería trocados en manantial de indignación; el enojo de Lucrecia fuera pálido comparado con el suyo.
Sí: Cristeta era romántica, como casi todas las mujeres españolas; y de igual suerte que en un aduar de negruzcos gitanos se puede descubrir un niño sonrosado de pelito rubio y rizoso; a semejanza del grano de oro que corre arrastrado entre el légamo y las toscas piedras del río, así en aquel teatrucho donde toda obscenidad tenían su asiento, vivía ella cercada de ex – vírgenes andariegas y mamás alquiladizas, esperando, no el chocar de los centenes ni el crujir de las sedas, sino la voz de un hombre que murmurase en su oído: «¡Quiéreme!»
Mujer que así pensaba no podía transigir con la perspectiva de quedarse sin flor, exponiéndose a dar fruto que acaso no tuviese dueño conocido.
Su entereza estaba además cimentada en otra base de resistencia, acaso más salvadora que la misma castidad romántica.
A poco de ingresar en el teatro observó Cristeta que a cuantas compañeras suyas pecaban y se envilecían por codicia, les salía errado el cálculo. Hoy se entregaban a un calavera rico, mañana a un señorito achulado, tal noche a un marido ajeno, tal otra a un pollancón estúpido; y total, alguna cena, algún traje, desempeñar a costa de uno lo que había de lucir con otro, y a la postre el rostro ajado y la juventud malbaratada: vida de moza mesonera, trajín constante, pocas propinas y vejez: mendiga.
Tales fueron, durante algún tiempo, sus pensamientos.
La maledicencia y la calumnia se cebaron en ella. Quién dijo que no era buena, sino pecadora a escondidas; quién que por avariciosa se hacía deseable, para venderse cara; quién, llegando hasta el colmo de la infamia, afirmó que Safo había retoñado en ella: lo cierto fue que nadie pudo probar acusación alguna.
Por fin, cierta mañana circuló en el ensayo una noticia estupenda. Díjose que la noche anterior Cristeta no había salido del teatro acompañada sólo de su tío; que con ellos iba un caballero de treinta y tantos años, buen mozo y elegante; añadiose que Cristeta se apoyó en su brazo para llegar desde su cuarto a la calle, que luego siguieron juntos, ella bien arrebujada en su abrigo, él subido el cuello del gabán de pieles, y detrás, a dos pasos, como guardia de respeto, el tío estanquero. La fiera debía de estar domada y el domador se llamaba don Juan de Todellas.
Capítulo V
Pocos días antes de nacer aquellas murmuraciones, paseaba don Juan por los pasillos del teatro con un amigo, que le decía así:
– No recuerdo dónde afirma Cervantes que los alcahuetes son gentes útiles a la república, y que debieran ser muy considerados. Bueno: pues escudado en tan autorizada opinión, no tengo inconveniente en presentarte a la incorruptible.
– ¡No sabes la impresión que me ha causado esa mujer! ¿Y tú crees que nadie ha…?
– Eso dicen, aunque también le quitan mucho el pellejo. Yo creo que es honrada. Veremos hasta dónde llega tu buena suerte…, y te advierto dos cosas: primera, que no te propases a ciertos atrevimientos, como cerrar la puerta del cuarto estando solo con ella, y segunda, que te congracies con el tío. Háblale de Espartero, elogia a la milicia nacional, quema incienso en honor del difunto partido progresista. Por último, aunque te parezca ridículo, enamórala por lo fino.
Cuando el que hizo la cita cervantesca y dio estos consejos a don Juan entró con él en el cuarto de Cristeta, estaba ella vestida a lo gitana, con falda de percal de mucho vuelo, pañuelo de espuma al talle, rizos en las sienes y moño bajo, hecho un jardín a puras flores. El tío sentado en un sillón gótico de guardarropía, leía un periódico.
Luego de las frases usuales en toda presentación, el amigo dio tres o cuatro noticias de teatros y, pretextando saludar a una cómica, se salió al pasillo. Don Juan, fingiendo turbación, adoptó la postura más decente que pudo, como si estuviera en el salón de una gran señora. Frente a él Cristeta, recostada en un pequeño diván, se entretenía en hacer nuditos con el fleco de la pañoleta. El tío, como de encargo, no chistaba. Ya iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie:
– ¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje?
– Muy característico, muy típico…
Y calló, sin terminar la frase.
– Hable usted con franqueza.
– Que no hay analogía entre usted y ese atavío.
Y como ella hiciese un mohín de sorpresa, continuó:
– Quiero decir que esa falda tan hueca, ese moño tan bajo, esos rizos tan… subversivos, todo tan… flamenco no está en relación con la belleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pide una cara más, enérgica, facciones duras…
– Gracias por la galantería – repuso ella secamente.
Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que la llamasen rica en el mundo o barbiana, y aquella era la primera vez que un hombre la galanteaba con finura.
– Vamos – siguió él – ; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porte son demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaría usted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con un gran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies…; pero que no los ocultase… Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría más que el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiado señorita.
Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:
– Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.
– Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.
Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales; pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y, sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridad que amor propio:
– Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?
Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacer un juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.
– ¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela, de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El día en que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina… se la comen a usted.
De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sin detenerse, dijo:
– Voy a empezar.
Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podía prendar de una mujer.
Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó por reconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que había dado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco. Por último, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: por ejemplo, el de la Princesa de Pan y Toros, el de la Magdalena de La Marsellesa, el de Aurora en Luz y sombra. Sí, sí; zarzuela seria. Y se durmió.
Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señorita Moreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejó pasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; de modo que al verle entrar en su