Jacinto Octavio Picón Bouchet

Dulce y sabrosa


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interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar la situación, añadió – : ¿Imagina usted que voy a creer en esas delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este teatro?

      No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro. Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:

      – La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo, que seamos verdaderos amigos… y ¡quién sabe! tal vez para el otoño empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.

      Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y encarándose con don Juan, repuso ásperamente:

      – Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena, aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra… y yo…

      – Es usted injusta, cruel y mal pensada – dijo don Juan, poniéndose en pie y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.

      Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:

      – ¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!… ¡Imposible!… Además, tengo una contrata para salir fuera este verano.

      – Pero no irá usted sola.

      – Probablemente con mi tío.

      – Y yo detrás.

      – Veremos…; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le habrá quitado a usted eso de la cabeza.

      – No vaya usted a creer que es un capricho.

      Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:

      – Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.

* * *

      Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin, una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás el estanquero.

      Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le dijo:

      – Pase… como extraordinario.

      Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra entretejidas.

      Capítulo VI

En el cual don Juan despliega su astucia, y don Quintín se hace la ilusión de que pueden volver «aquellos tiempos»

      La noticia del viaje a provincias llenó al pronto de júbilo a don Juan, quedando luego su alegría algo mermada con la perspectiva de que Cristeta fuese bajo la guarda de don Quintín; así que resolvió evitar a todo trance dicha compañía, pero sin contar con la complicidad de aquélla.

      Don Juan decidió poner en práctica uno de sus más profundos axiomas, que dice: «Conviene a veces, para lograr una mujer buena, utilizar los servicios de otra maleada». No se crea por esto que pensó en recurrir a ninguna corredora de alhajas, prendera a domicilio, o cualquiera otra congénere de la famosa vieja que perdió a Melibea: no buscó quien hiciese de demonio tentador, sino simplemente quien le despejase el camino.

      Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he aquí cómo lo consiguió.

      Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro, esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado generoso y conocerla bien, podía fiarse.

      Iba la muchacha a entrar en el portal de su casa, cuando la detuvo llamándola por su nombre: volvió el rostro la chica, acercose el caballero y cambiaron unas cuantas frases, que denotaban gran confianza. Hablaron en broma de lo pasado, como quien revuelve cenizas sin temor a encontrar rescoldo, y, por fin, don Juan, con aquel tono autoritario, propio del hombre que tiene seguridad de haberse portado bien con la mujer a quien habla, le dijo:

      – La verdad: ¿tienes algún lío? Porque no quiero comprometerte.

      – ¡No pasa un alma! Suba usted y hablaremos.

      – ¿Aún me llamas de usted?

      – Ya sabe usted que nunca pude acostumbrarme a otra cosa. Vamos arriba.

      Y comenzaron a subir la escalera, no con la impaciencia de antaño, sino como dos buenos amigos que traen entre manos un negocio. Media hora duró la conversación, y debieron de entenderse, porque al despedirse, don Juan decía:

      – Marearle un poco, mucha conversación, nada de hacerle concesiones, de cuando en cuando una dedadita de miel… y, sobre todo, que lo sepa su mujer.

      – Vaya usted descuidado: le voy a volver tarumba.

* * *

      Aquella misma noche, en un momento en que don Quintín salió del cuarto de Cristeta para que ésta se mudase de traje, y mientras estaba sentado leyendo el periódico bajo el mechero de gas que había en el corredor, se le acercó la corista a quien por la tarde habló don Juan.

      Venía hecha la caricatura de una gran señora, con traje de baile muy escotado y guantes hasta el codo, uno de ellos sin abotonar.

      – Vamos, don Quintín, hágame usted el favor de echarme estos botoncitos – dijo al estanquero, presentándole la mano y acercándosele mucho.

      No tuvo más remedio que acceder: púsose en pie, y cruzando las piernas y sujetando entre ellas el periódico, comenzó a meter botones en los ojales.

      Sus dedos eran demasiado gruesos y torpes para aquella operación: además, ojales y botones, aquéllos por chicos y éstos por grandes, parecían preparados con diabólica astucia; y entretanto sus miradas venían a caer precisamente en medio del escote de la corista, cuyos rizos le rozaban al menor movimiento, cosquilleándole en la frente.

      Nunca había visto tan de cerca mujer engalanada de aquel modo. A lo que más se asemejaba era a las figuras de grandes damas que adornaban algunas novelas de las que él solía leer en sus ratos de ocio. Doña Frasquita fue en sus buenos tiempos una real moza; varias criadas que logró conquistar le dejaron recuerdos de índole picaresca; pero jamás soñó, en sus largos monólogos de estanquero aburrido, tener tan cerca de sí una señora como aquélla. Si Mariquita, que así se llamaba, no era pura ni a juzgar por su aspecto podía ceñirse justificadamente la corona de azahar, en cambio estaba guapísima. Sus ojos eran tan expresivos, que parecían habladores; su boca tenía sonrisas entre mimosas y burlonas; y en conjunto, por su talle y rostro recordaba los tipos de aquellas muchachas diabólicamente hermosas que algunos pintores han trazado en torno de los santos combatidos de voluptuosas tentaciones.

      Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le antojaba efluvio de diosa.

      Entre aspirar aquellas que le parecían suavísimas emanaciones y hacer esfuerzos por ajustarle el guante, lo menos tardó diez minutos en meter los catorce botones por sus correspondientes ojales; hecho lo cual se dejó caer sudoroso sobre la silla, diciendo:

      – ¡Qué trabajos!

      A lo que ella repuso:

      – Para otras fatigas tendrá usted más habilidad.

      Y