Jacinto Octavio Picón Bouchet

Dulce y sabrosa


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unas cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con desprecio.

      En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo… tal vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser él.

* * *

      Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la Fonda de España. El criado de don Juan, que no la perdió de vista desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual llegó a las cuarenta y ocho horas.

      Así urdida la trama, amo y criado se encontraron casualmente en la puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a quienes el azar reúne, hablaron de este modo:

      El criado. – Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia… Yo me voy pasado mañana.

      El señor. – Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego, dirigiéndose al encargado:

      – ¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?

      El de la fonda. – Ninguno. ¿Qué más nos da?

      Don Juan tomó posesión del cuarto inmediato al de Cristeta.

      Un conquistador principiante o adocenado, hubiera incurrido en la inexperiencia de ir aquella misma noche al teatro de la villa en busca de la mujer asediada, para demostrarle su amor haciendo valer la presteza del viaje. Don Juan, con maquiavélica sagacidad, no se dejó ver. Salía de la fonda muy de mañana, comía fuera, paseaba lejos y regresaba tarde. No hubo compañero de Cristeta que tropezase con él.

      Luego transcurrieron unos cuantos días sin que ella recibiese cartas de su amartelado caballero, lo cual estimuló su impaciencia, y ya comenzaba a darse casi por olvidada, cuando una noche el desasosiego se le trocó en alegría.

      Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que, palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación. No pudo distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era don Juan.

      «¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas. Haciendo un esfuerzo llegó a su cuarto, aguardó a que subiese la doncella, despidiola en seguida sin consentir en que la desnudase, y apenas se vio sola, cerró la puerta con llave y la aseguró con el pestillo.

      No se había repuesto de la emoción sufrida, cuando una tosecilla seca y entrecortada confirmó sus sospechas. Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo.

      Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse. Su turbación fue grande: estaba segura de que había de venir a pasar algún tiempo en la misma ciudad, y le aguardaba impaciente, no por días, sino por horas; pero no imaginaba que viniese a la misma fonda, ni que se alojase en el cuarto de al lado.

      La sacudida nerviosa que experimentó fue indefinible mezcla de pudor alarmado y esperanza satisfecha. Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por mí!»

      De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos. Acababa de fijarse en una puerta de que hasta entonces no hizo caso, o en que no reparó, por hallarse clavada en ella, según es frecuente en las fondas, una percha, de la cual su doncella había colgado varías faldas y otras ropas largas ocultando la entrada; y era lo terrible que esta puerta ponía en comunicación el cuarto de Cristeta con el inmediato.

      Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero… ¿podrían abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por allí?

      «No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar unos minutos, que le parecieron siglos.

      ¿Se habría equivocado? ¿Sería Juan, u otro cualquiera que se le pareciese en el modo de toser? Si fuese él, ¡qué dulcísimo miedo! Si no, ¡qué tranquilidad… y qué desilusión!

      Era en verano, y el cuarto había permanecido todo el día cerrado; así que entre su propio sofoco y el calor de la habitación, Cristeta no respiraba a gusto.

      Sin mover ruido fue al balcón y lo abrió.

      ¡Qué hermosa noche! La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.

      De pronto oyó una voz suave y grata, que pronunciaba su nombre con sin igual ternura, y le pareció que ni antes, ni después, ni nunca en lo infinito del tiempo, se dijo ni dirá nombre de mujer con semejante acento.

      En el balcón inmediato al que ocupaba Cristeta estaba don Juan. Alargando un brazo cada amante, pudieron estrecharse las manos.

      – ¡Imprudente! – dijo ella – . ¡Quieres comprometerme!

      – Nadie sabe que he venido. Peor sería ir al teatro no habiendo aquí nadie de tu familia. Ni siquiera el bobalicón de tu tío.

      – ¡Pobrecillo! Bueno le dejé… El teatro le ha vuelto el juicio, o, mejor dicho, aquella corista… Mariquilla. Está loco. Pero el loco de atar eres tú. ¿Cómo te las has compuesto para que te den ese cuarto?

      – El cómo, no lo sé; el para qué, figúratelo. Estoy harto de verte ante testigos. Tengo hambre de estar solo contigo, de cogerte una mano, nada más que una mano, ¿entiendes? y comérmela a besos.

      – ¿Me quieres?

      – Más que tú a mí.

      – ¿Tú que sabes?

      – ¡Rica mía!

      – ¡Vida!

      – ¡Cariño!

      Y así siguieron largo rato, dulcísimamente entretenidos en aquel estupendo y delicioso dúo que por primera vez tuvieron Adán y Eva, y que probablemente sostendrán, pareciéndoles original, el postrer hombre y la última mujer que queden sobre el haz de la tierra.

      El poético canto de la alondra avisaba a Julieta y Romeo que era llegada la hora de la separación; mas como allí no había pájaros, el aire fresco de la madrugada fue quien impuso la separación a los amantes, recogiéndose ambos a sus cuartos al despuntar el día; y conste que, en obsequio al lector, el autor prescinde de describir la llegada de la aurora. Cristeta se sintió más enamorada que nunca, y don Juan más esperanzado con la victoria, a semejanza de los grandes capitanes que no arriesgan ni proponen batalla hasta después de haber irritado al enemigo en largos días de desear la lucha, porque de esta suerte queden la sangre fría y la calma triunfantes del entusiasmo y del coraje.

* * *

      Sabed ¡oh tímidas y pudorosas doncellas merecedoras del blanco azahar! que la