más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar». Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de gato.
Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa que se fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que más contribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la raya partida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía una colegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar la conversación que anteriormente tuvieron:
– Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapado usted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de la grandeza!
– Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel… también de esos que… en fin, véalo usted.
Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a don Juan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra revista, y en la escena en que se hacía referencia a la última Exposición de Bellas Artes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, la Pintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnica blanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la época del Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Escultura debía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudez posible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todo esto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:
– ¡Y la estatua… soy yo!
Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre el diván:
– Da grima. ¡No haga usted eso!
Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos de sentir sorpresa.
¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ella saliese a escena más o menos ligera de ropa?
– No tengo más remedio – dijo – que conformarme. No estoy, ni acaso llegue a verme nunca, en situación de imponerme a una empresa.
– Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajará usted lo menos posible.
Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió a completarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo a entender, repuso:
– ¡Pues buen modo de protegerme!
En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto de Cristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha que había producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tener que aceptarle ni rechazarle categóricamente.
Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que no le era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respecto de él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fuera grosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él la pusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndole claramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinó esperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto que sea, algún día se clareará, y según sus intenciones… veremos. Una cómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: lo otro no debe ser, no me conviene, no quisiera… Malo es que esté ya tan preocupada. En fin…¡Dios dirá!»
Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podía haber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella, el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo la empresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron el cuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútiles, como jarroncillos bomboneras, muñecos de loza y sortijeros. Cada uno de los que la regalaron, deseoso de mostrar su largueza o buen gusto, envió el obsequio al teatro. Una sola persona se lo mandó a casa; y consistió el regalo en un magnífico neceser de costura, formado por una gran caja de piel de Rusia, colocada sobre un precioso mueblecito, y provista de tijeras, pasacintas, devanaderas, carretes y dedal, todo de plata: nada faltaba de cuanto puede desear una mujer aficionada a hacer labores. Cristeta recibió el presente por la tarde, antes de ir al teatro, y abrió la caja con alegría infantil mezclada de sorpresa, como Margarita debió de abrir el estuche de las joyas. En uno de los casilleros destinados al hilo había una tarjeta de don Juan, y bajo su nombre estas palabras escritas con lápiz:
«B. L. P. a su amiga la señorita de Moreruela y le envía ese humilde recuerdo».
Cristeta lo apreció todo de una ojeada: amiga… señorita… humilde recuerdo… ¡Cuánta finura y qué poca ostentación!
La estanquera se quedó pasmada: el tío tomó las piezas del costurero una por una, pensando con respeto en el hombre que hacía regalo de tres o cuatro o seis libras, de plata. Cristeta se dio a reflexionar en aquello con más calma. Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación. Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar. Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo de dar puntada? Esto no podía explicarse.
El resultado de las anteriores y análogas cavilaciones fue que, llegada la noche, cuando don Juan entró a saludarla en su cuarto del teatro, apenas pudieron hablar a solas, le dijo ella sin disimular su pensamiento ni prever la respuesta:
– Muchas, muchísimas gracias; pero señor Todellas, ¿cómo diablo ha regalado usted eso a una infeliz que no tiene tiempo para coserse una cinta? ¡Y cuidado que es lujoso y bonito!… Sobre todo de buen gusto.
Entonces don Juan se puso muy serio, se aproximó a la cómica, como quien sacando fuerzas de flaqueza ha hecho propósito de osadía, y dijo con voz sabiamente turbada:
– Cristeta, perdóneme usted la torpeza; arrincónelo usted si no le sirve; pero mí regalo obedece a una idea que no puedo desechar.
– ¿Qué idea es esa? – preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida turbación de don Juan.
– Pues bien, Cristeta, lo diré, aunque se ría usted de mí: cuando pienso en usted, cosa que me ocurre con muchísima frecuencia, no veo con los ojos de la imaginación esta mujer que ahora tengo delante, no me acuerdo de la actriz ni del teatro, ni me gusta figurármela a usted haciendo de ninfa, ni de chula, ni de paje…; me exaspera la idea de que todo el mundo pueda contemplar…; en fin, cuando yo la veo a usted con los ojos del alma, se me antoja que es usted una señorita que vive recogida en su casa, sin que nadie pueda saber todo lo hermosa que es, sin que nadie la profane con deseos ni miradas. Lo confieso; me hace daño… hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo… y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja.
Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo. La verdad es que en el fondo del alma sintió aquella satisfacción dulce y apacible que en las novelas románticas experimentan las zagalas galanteadas por grandes y poderosos señores. El diálogo terminó así:
– ¡Válgame Dios, y qué formal se pone usted para decirme esas cosas! ¿No conoce usted que todo eso tan fino se despega de estos sitios?
– Pues para probar que hablo seriamente, me voy a permitir darle a usted un consejo.
– Diga usted.
– Haga usted una prueba… doble. La empresa está ya convencida de que usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese usted a hacer el papel de la pieza nueva… ese de la estatua. ¿A que no le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que no han de verla otra