Ministro de la Guerra, D. Ramón María Narváez…9
Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos lamentables acontecimientos.10
II
NUESTRA HEROÍNA
En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían11 solas, esto es, sin la compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas12 mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y estado social, puesto que éranse que se eran13 una señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya, joven, soltera, natural de Madrid, y bastante guapa, aunque de tipo diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su padre),14 y una doméstica,15 imposible de filiar o describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada, hasta cierto punto,16 en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que pertenecía a la especie humana…
La mencionada joven parecía el símbolo o representación, viva y con faldas,17 del sentido común: tal equilibrio había entre su hermosura y su naturalidad, entre su elegancia y su sencillez, entre su gracia y su modestia. Facilísimo18 era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio, pero imposible que nadie dejara de admirarla19 y de prendarse de sus múltiples encantos,20 luego que fijase en ella la atención.21
No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas, aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas no bien se presentan en un salón, teatro, o paseo, y que comprometen o anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre, sea el mismísimo Preste Juan de las Indias…22 Era un conjunto sabio y armónico de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa regularidad no entusiasmaba al pronto, como no entusiasman la paz y el orden; o como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos choca ni maravilla hasta que23 formamos juicio de que,24 si todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase25 que aquella diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud, en tal forma y manera, que no se la creyese pagada26 de sí misma, ni presuntuosa, ni incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles27 de Dios diciendo a todo el mundo: Esta casa se vende… o se alquila.
Pero no nos detengamos en floreos ni dibujos,28 que es mucho lo que tenemos que referir, y poquísimo el tiempo de que disponemos.
III
NUESTRO HEROE
Los republicanos disparaban29 contra la tropa desde la esquina de la calle de Peregrinos, y la tropa disparaba contra los republicanos desde la Puerta del Sol, de modo30 y forma que las balas de una y otra procedencia pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo, si ya no era que iban a dar en31 los hierros de sus rejas, haciéndoles vibrar con estridente ruido e hiriendo de rechazo persianas, maderas y cristales.
Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y expresión, era el terror que sentían la madre… y la criada. Temía la noble viuda, primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último término por sí propia; y temía la gallega, ante todo, por su querido pellejo;32 en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas, pues la tinaja del agua estaba casi vacía y el panadero no había parecido con el pan de la tarde y, en tercer lugar, un poquitillo por los soldados o paisanos hijos de Galicia33 que pudieran morir o perder algo en la contienda. – Y no hablamos del terror de la hija, porque, ya lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su alma, más varonil que femenina, era el caso que la gentil doncella, desoyendo34 consejos y órdenes de su madre, y lamentos o aullidos de la criada, ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en cuando a las habitaciones que daban35 a la calle, y hasta abría las maderas de alguna reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la lucha.
En una de estas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que las tropas habían ya avanzado hasta la puerta de aquella casa, mientras que los sediciosos retrocedían hasta la plaza de Santo Domingo, no sin continuar haciendo fuego36 por escalones, con admirable serenidad y bravura. – Y vio asimismo que a la cabeza de los soldados, y aun de los oficiales y jefes, se distinguía, por su enérgica y denodada actitud y por las ardorosas frases con que los arengaba a todos, un hombre como de cuarenta años, de porte fino y elegante, y delicada y bella, aunque dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de nervios; más bien alto que bajo, y vestido medio37 de paisano, medio de militar. Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con tres galoncillos de la insignia de Capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de oficial de infantería, y canana y escopeta de cazador… no del Ejército, sino de conejos y perdices.
Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan singular personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por considerarlo38 sin duda más temible que todos los otros, o suponerlo general, ministro o cosa así, y el pobre capitán, o lo que fuera, cayó al suelo, como herido de un rayo y con la faz bañada en sangre, en tanto que los revoltosos huían alegremente muy satisfechos de su hazaña, y que los soldados echaban39 a correr detrás de ellos, anhelando vengar al infortunado caudillo…
Quedó,40 pues, la calle sola y muda, y, en medio41 de ella, tendido y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado todavía, y a quien manos solícitas y piadosas42 pudieran tal vez librar de la muerte… – La joven no vaciló un punto: corrió adonde estaban su madre y la doméstica; explicoles el caso; díjoles que en la calle de Preciados no había ya tiros; tuvo que batallar, no tanto con los prudentísimos reparos de la generosa guipuzcoana, como con el miedo puramente animal de la informe43 gallega, y a los pocos minutos las tres mujeres transportaban en peso a su honesta casa, y colocaban en la alcoba de honor de la salita principal, sobre la lujosa cama de la viuda, el insensible cuerpo de aquel que, si no fue el verdadero protagonista de la jornada del 26 de Marzo, va a serlo de nuestra particular historia.
IV
EL PELLEJO PROPIO Y EL AJENO
Poco tardaron en conocer44