se acostara temprano, pues no tenía el pulso en caja, y era muy posible que le entrase una poca fiebre al llegar74 la noche… (que ya había llegado).
VII
EXPECTACIÓN
Serían las tres de la madrugada,75 y la noble señora, aunque, en efecto, se sentía muy mal, continuaba a la cabecera de su enfermo huésped, desatendiendo los ruegos de la infatigable Angustias, quien no sólo velaba también, sino que todavía no se había sentado en toda la noche.
Erguida y quieta como una estatua, permanecía la joven al pie del ensangrentado lecho, con los ojos fijos en el rostro blanco y afilado, semejante al de un Cristo de marfil, de aquel valeroso guerrero a quien admiró tanto por la tarde, y de esta manera esperaba con visible zozobra a que el sinventura76 despertara de aquel profundo letargo, que podía terminar en la muerte.
La dichosísima77 gallega era quien roncaba,78 si había que roncar, en la mejor butaca de la sala, con la vacía frente clavada en las rodillas, por no haber79 caído en la cuenta de que aquella butaca tenía un espaldar muy a propósito para reclinar en él el occipucio.80
Varias observaciones o conjeturas habían cruzado81 la madre y la hija, durante aquella larga velada, acerca de cuál podría ser la calidad originaria del Capitán, cuál su carácter, cuáles sus ideas y sentimientos. Con la nimiedad de atención que no pierden las mujeres ni aun en las más terribles y solemnes circunstancias, habían reparado en la finura de la camisa, en la riqueza del reloj, en la pulcritud de la persona y de las coronitas de marqués de los calcetines del paciente. Tampoco dejaron de fijarse en una muy vieja medalla de oro que llevaba al cuello bajo sus vestiduras, ni en que aquella medalla representaba a la Virgen del Pilar de Zaragoza; de todo lo cual se alegraron sobre manera, sacando en limpio que el Capitán era persona de clase y de buena y cristiana educación. Lo que naturalmente respetaron fue el interior de sus bolsillos, donde tal vez habría cartas o tarjetas que declarasen82 su nombre y las señas de su casa; declaraciones que esperaban en Dios podría hacerles él mismo cuando recobrase el conocimiento y la palabra, en señal de que le quedaban días que vivir…
Mientras tanto, y aunque la refriega política había concluido por entonces, quedando victoriosa la monarquía, oíase de tiempo en tiempo, ora algún tiro remoto y sin contestación, como solitaria protesta de tal o cual republicano no convertido por la metralla, ora el sonoro trotar de las patrullas de caballería que rondaban, asegurando83 el orden público; rumores ambos lúgubres y fatídicos, muy tristes de escuchar desde la cabecera de un militar herido y casi muerto.
VIII
INCONVENIENTES DE LA "GUÍA DE FORASTEROS"
Así las cosas, y a poco de sonar las tres y media en el reloj del Buen Suceso, el Capitán abrió súbitamente los ojos; paseó una hosca mirada por la habitación, fijola sucesivamente en Angustias y en su madre, con cierta especie de terror pueril, y balbuceó desapaciblemente:
– ¿Dónde diablos estoy?
La joven se llevó un dedo a los labios, recomendándole que guardara silencio; pero a la viuda le había sentado muy mal84 la segunda palabra de aquella interrogación, y apresurose a responder:
– Está usted en lugar honesto y seguro, o sea en casa de la generala Barbastro, Condesa de Santurce, servidora de usted.
– ¡Mujeres! ¡Qué diantre!.. – tartamudeó el Capitán, entornando los ojos como si volviese a su letargo…
Pero muy luego se notó que ya respiraba con la libertad y fuerza del que duerme tranquilo.
– ¡Se ha salvado! – dijo Angustias muy quedamente. – Mi padre estará contento de nosotros.
– Rezando estaba por su alma… – contestó la madre. – ¡Aunque ya ves que el primer saludo de nuestro enfermo nos ha dejado mucho que desear!
– Me sé de memoria – profirió con lentitud el Capitán, sin abrir los ojos – el Escalafón del Estado Mayor General del Ejército español, inserto en la Guía de Forasteros,85 y en él no figura, ni ha figurado en este siglo ningún general Barbastro.
– ¡Le diré a usted!.. exclamó vivamente la viuda. – Mi difunto marido…
– No le contestes ahora mamá, – interrumpió la joven, sonriéndose. – Está delirando, y hay que tener cuidado con su pobre cabeza. ¡Recuerda los encargos del doctor Sánchez!
El Capitán abrió sus hermosos ojos; miró a Angustias muy fijamente, y volvió a cerrarlos, diciendo con mayor lentitud:
– ¡Yo no deliro nunca, señorita! ¡Lo que pasa es que digo siempre la verdad a todo el mundo, caiga que caiga!86
Y dicho esto, sílaba por sílaba, suspiró profundamente, como muy fatigado de haber hablado tanto, y comenzó a roncar de un modo sordo, cual si agonizase.
– ¿Duerme usted, Capitán? – le preguntó muy alarmada la viuda. El herido no respondió.
IX
MÁS INCONVENIENTES DE LA "GUÍA DE FORASTEROS"
– Dejémosle87 que repose… – dijo Angustias en voz baja, sentándose al lado de su madre. – Y supuesto que ahora no puede oírnos, permíteme,88 mamá, que te advierta una cosa… Creo que no has hecho bien en contarle que eres Condesa y Generala…
– ¿Por qué?
– Porque… bien lo sabes, no tenemos recursos suficientes para cuidar y atender a una persona como ésta, del modo que lo harían Condesas y Generalas de verdad.
– ¿Qué quiere decir de verdad? – exclamó vivamente la guipuzcoana. – ¿También tú vas a poner en duda mi categoría? ¡Yo soy tan Condesa como la del Montijo, y tan Generala como la de Espartero!
– Tienes razón; pero hasta que el Gobierno resuelva en este sentido el expediente de tu viudedad, seguiremos siendo muy pobres…
– ¡No tan pobres! Todavía me quedan mil reales de los pendientes de esmeraldas, y tengo una gargantilla de perlas con broches de brillantes, regalo de mi abuelo, que vale más de quinientos duros, con los cuales nos sobra para vivir hasta que se resuelva mi expediente, que será antes de un mes, y para cuidar a este hombre como Dios manda, aunque la rotura de la pierna le obligue a estar acá dos o tres meses… Ya sabes que el Oficial del Consejo opina que me alcanzan los beneficios del artículo 10 del Convenio de Vergara;89 pues, aunque tu padre murió con anterioridad, consta que ya estaba de acuerdo con Maroto…
– Santurce… Santurce… Tampoco figura este condado en la Guía de Forasteros– murmuró borrosamente el Capitán, sin abrir los ojos.
Y luego, sacudiendo de pronto su letargo, y llegando hasta incorporarse en la cama, dijo con voz entera y vibrante, como si ya estuviese bueno:
– ¡Vamos claros, señora! Yo necesito saber dónde estoy y quiénes son ustedes… ¡A mí no me gobierna ni me engaña nadie! ¡Diablo, y cómo me duele esta pierna!
– Señor Capitán, ¡usted nos insulta! – exclamó la Generala destempladamente.
– ¡Vaya, Capitán! Estese usted quieto y calle… – dijo al mismo tiempo Angustias con suavidad,