Miguel Cane

En viaje (1881-1882)


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Habló dos horas sobre la virtud, sencilla y alegremente, con elevación, con irresistible elocuencia por momentos. Pero cada diez minutos asomaba su cabeza juguetona le mot pour rire; él daba el ejemplo, dejaba el manuscrito, comenzaba por sonreír, miraba a Julio Simon, que se retorcía a carcajadas en un banco próximo, sobre todo cuando el trait había rozado de cerca la política y todo el voluminoso cuerpo de Renán se agitaba como si Momo le hiciese cosquillas. Reíamos todos a la par y los ujieres mismos se unían al gozoso coro. Cuando concluyó, dándonos las gracias por haber ido a oírlo bajo aquella temperatura, lo que constituía un acto de verdadera virtud, cuando se disipó la triple salva de nutridos aplausos y me encontré en la calle tenía todavía en el oído la voz jocosa y en los ojos las ondulaciones tumultuosas de aquel vientre que se agitaba con el último soplo de la risa, gala del cura de Meudon, más franca y comunicativa que el inextinguible reír de los dioses de Homero.

      CAPITULO III

      Quince días en Londres

De París a Londres. – Merry England. – La llegada. – Impresiones en Covent-Garden. – El foyer. – Mi vecina. – Westminster. – La Cámara de los Comunes. – Las sombras del pasado. – El último romano. – Gladstone orador. – Una ojeada al British Museum. – El Brown en Greendy

      ¡Oh, portentosa comodidad de la vida europea! Luego al hotel, paso un momento al salón de lectura, tomo el Times para buscar si hay telegramas de Buenos Aires, leo la buena noticia de la organización definitiva de la compañía del ferrocarril Andino y me pongo de buen humor, pensando que en breve, la dulce y querida Mendoza estará ligada al Plata por la arteria de hierro. Antes de dejar el diario, echo una mirada a los anuncios de teatro: Covent-Garden: sábado, última representación del Demonio, de Rubinstein, con la Albani, Lasalle, etc.; lunes, Don Juan; miércoles, Dinorah; viernes, Etoile du Nord, por la Patti. Dispongo de quince días libres antes de tomar el vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengo hambre de música; París está insoportable… Un telegrama a Londres a un amigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, heme volando en el tren del Norte en dirección a Calais. Mis únicos compañeros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, recién casados, que van a pasar una semana en Londres, como viaje de boda. No hablan palabra de inglés, no tienen la menor idea de lo que es Londres, ni dónde irán a parar, ni qué harán. Victimas predestinadas del guía, su porvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870, en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover. Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de la salvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo de que los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y que desaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos. Los alrededores de Chatham son admirables, y la ciudad, coquetamente tendida sobre las márgenes del río, levanta su fresca cabeza sobre los raudales de esmeralda que la rodean. Todos los campos cultivados; bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en las campiñas de la Normandía que acabo de atravesar. Estaciones a cada paso, que adivinamos por el ruido al cruzar como el rayo su frente, sin distinguir más que una masa informe. El tren ondea y a favor de la curva, vemos a lo lejos una mole inmensa, coronada de humo opaco. Empezamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra nosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad. Y andamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación, volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobre otro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada. Es la inevitable y primera sensación que causa Londres; la inmensidad, el ruido, el tumulto, producen los efectos del desierto; uno se siente solo, abandonado, en aquel momento adusto y de un aspecto severo… ¡Charing-Cross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo al amigo que espera en la estación, un salto al cab, que sale como una saeta, cruzamos doscientas calles serpeando entre millares de carruajes, saludo al pasar Waterloo Place y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en lo alto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerda, que hace tan equívoca la ocupación a que se entrega; enfilamos Regent's Street, veo el eterno Morning-House de Oxford Corner, que me orienta, y un momento después me detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seis y media de la tarde; a las siete y media se alza el telón en Covent-Garden.

      Covent-Garden, en los grandes días de la season, tiene un aspecto especial. El mundo que allí se reune pertenece a las clases elevadas de la sociedad, por su nombre, su talento o su riqueza. Dos mil personas elegidas entre los cuatro millones de habitantes de Londres, un centenar de extranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de la tierra: he ahí la concurrencia. Se nota una comodidad incomparable; la animación discreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa del carácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in the right place… Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradas que indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa; aquí y allí, los grandes nombres de Inglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de la inteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. El aspecto de la platea es admirable: más de la mitad está ocupada por señoras cuyos trajes de colores rompen aquella desesperante monotonía del frac negro en los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojos y los detienen, son aquellas deliciosas cabezas de mujeres; no hablo aún de los rostros, que pueden ser bellos e irregulares. Me refiero a la cabeza, levantándose, suelta, desprendida, el pelo partido al medio, cayendo en dos hondas tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa, como en aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. El cabello, rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores; pueden contarse sus hilos uno a uno, y la sencillez severa y elegante del peinado, saliendo de la rueda trivial y caprichosa, que cambia a cada instante, hace pensar que el dominio del arte no tiene límites en lo creado.

      Henos en el foyer. Qué vale más, ¿este espactáculo de media hora o el encanto de la música, intenso y soberano bajo una interpretación maravillosa? Quedémonos en este rincón y veamos desfilar todas esas mujeres de una belleza sorprendente. Marchan con firmeza; la estatura elevada, el aire de una distinción suprema, los trajes de un gusto exquisito y simple. Pero sobre todo, ¡qué color incomparable en aquellos rostros, en cuyo cutis parece haberse «disuelto la luz del día»; con qué tranquilidad pasan mostrando los hombros torneados, el seno firme, los brazos de un tejido blanco y unido, la mirada serena, los labios rosados, la frescura de una boca húmeda y un tanto altiva!.. Tengo a mi lado, en el stall contiguo, una señora que no me deja oír la música con el recogimiento necesario. Debe tener treinta años y el correcto gentleman que la acompaña es indudablemente su marido. Han cambiado pocas, pero afectuosas palabras durante la noche. Por mi parte, tengo clavado el anteojo en la escena… pero los ojos en las manos de mi vecina, largas, blancas, transparentes, de uñas arqueadas y color de rosa. Sostiene sobre sus rodillas una pequeña partitura de Don Juan, deliciosamente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas negras y largas proyectan una sombra impalpable sobre el párpado inferior. El pelo es de aquel rubio oscuro con reflejos de caoba que tiene perfumes para la mirada… La Patti acaba de cantar su dúo con Mazzetto; aplaudimos todos, incluso mi vecina, que deja caer su Don Juan. Al inclinarme a tomarlo, al mismo tiempo que ella, rozó casi con mis labios su cabello… Recojo el libro, se lo entrego y obtengo en premio una sonrisa silenciosa. Cotogni está cantando con inefable dulzura la serenata, mientras en la orquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins en la sombra de los bosques… ¡Pero el inglés que acompaña a mi vecina, debe ser un hombre feliz!

      De nuevo en el foyer; he ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada,