por el viento.
El calor es violento y todos anhelamos saltar a tierra, cuando se nos anuncia que la Pointe-à-Pitre está en cuarentena porque hace allí estragos la fiebre amarilla. Para nosotros no habría inconveniente en descender, por cuanto en los puertos de la costa del Caribe, a donde nos dirigimos, habita con tanta frecuencia ese huésped temible, que lo consideran ya como de la casa. Pero, como de la Guadalupe sale el anexo que debe conducir a sus destinos a los pasajeros para Cayena y en este punto serían sujetados a cuarentena, se evita el contacto en su obsequio. Este aislamiento no impide – lo que me hace sonreír sobre la eficacia de las cuarentenas en todas partes del mundo – que nos proveamos de víveres en abundancia, especialmente de frutas. Vuelvo a ver el sabroso aguacate, que los franceses llaman avocat, los peruanos palta, que varía de denominación en cada estado de Colombia y que Humboldt llamó tan exactamente manteca vegetal. Aparece la chirimoya, el clásico fruto tropical, con su gusto a pomada, y el mango indigesto, que trasciende desde lejos a esencia de trementina. Los miramos con ojos ávidos, porque el calor incita, pero la prudencia vence y absteniéndonos, nos evitamos una fiebre segura.
Por la tarde levamos anclas nuevamente, y dos horas después nos detenemos en Basse-Terre, en el costado opuesto de la isla. El aspecto es menos brillante que el de la Pointe-à-Pitre, y tampoco nos es posible bajar a tierra. Al caer la noche continuamos viaje, y al alba tocamos por breves momentos en Saint-Pierre, la capital comercial de la Martinica, como Fort-de-France es su capital política. Apenas clareaba, seguimos la marcha, de manera que me sería imposible dar la menor idea de ese puerto, que aseguran ofrece un bellísimo cuadro a la mirada.
Por fin, henos en Fort-de-France, el antiguo Port-Royal, el teatro de tantas y tenaces luchas entre ingleses y franceses, la patria de la dulce Josefina Beauharnais, cuya estatua, en el lascivo traje del Directorio, se levanta en la plaza; he ahí el punto donde pasó su juventud aquella mademoiselle d'Aubigné, que debía casarse en primeras nupcias con un rimador paralítico y mendicante y en segundas con un señor Borbón, que reinó sesenta años en Francia bajo el nombre de Luis XIV.
De un lado de la bahía, el viejo fuerte Real, grave aun con el equívoco reflejo de su importancia pasada, pues rara vez consiguió detener los desembarcos ingleses. Del otro, inmensos depósitos de carbón. Atrás, montañas áridas y tristes. Es del otro lado de la isla, en la tierra alta, donde se vuelven a ver los extensos cafetales y las llanuras verdeadas por la robusta caña de azúcar. Allí la naturaleza es tan bella como fecunda y sustenta la reputación admirable de la soberbia Antilla francesa.
Los pasajeros para las Guayanas nos han dejado ya, y estamos en completa libertad para bajar o no a tierra. Preguntamos si hay fiebre, deseando secretamente una respuesta negativa; pero, a pesar de cerciorarnos de que la enfermedad fatal reina en Fort-de-France, nos resolvemos a descender, persuadidos de que el buque, inmóvil y pegado a tierra, bajo un calor de 37°, no es el refugio más seguro para evitar el contagio. El nuevo gobernador ha bajado pomposamente hace dos horas.
No olvidaré nunca el aspecto de la plaza, la sabane, como allí le llaman, en el momento que penetramos en ella, después de ascender una ligera cuesta. Toda la población baja, el soberano pueblo, está reunido, con motivo de la recepción del gobernador, que en ese momento pasaba en un landó, vestido de toda etiqueta, con un funcionario negro como las penas a su lado, y otro no más rubio al frente. ¡Cómo comprendí aquella mirada que me dirigió, aquel saludo cortés, pero tan impregnado de profunda desolación! Me saqué el sombrero y saludé con respeto a aquel mártir, que salía de los salones de París, para ir a reinar sobre la isla tropical.
Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar una idea de aquel curiosísimo cuadro. El joven pintor venezolano, que iba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos y me sostenía que no podría recuperar por mucho tiempo la percepción dei rapporti, esto es, de las medias tintas y las gradaciones insensibles de la luz, por el deslumbramiento de aquella brutal crudeza. Había en la plaza unas quinientas negras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percal de los colores más chillones: rojos, rosados, blancos. Todas escotadas y con los robustos brazos al aire; los talles, fijados debajo del áxila y oprimiendo el saliente pecho, recordaban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre ardiente, más intenso aún que el llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué sé yo! En las orejas, unas gruesas arracadas de oro, en forma de tubos de órgano, que caen hasta la mitad de la mejilla. Los vestidos de larga cola y cortos por delante, dejando ver los pies… siempre desnudos. Puedo asegurar que, a pesar de la distancia que separa ese tipo de nuestro ideal estético, no podía menos de detenerme por momentos a contemplar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de las negras martiniqueñas. Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza… Una noche de las que permanecimos en Fort-de-France, encontré mi lecho en el hotel tan inhabitable o tan habitado, que me vestí en silencio, gané la calle, y a riesgo de perderme, me puse en camino hacia el vapor. Declaro que hay que resistir menos asaltos desde la porte Saint-Martin hasta la Avenida de la Opera, a las 11 de la noche en los bulevares de París, o de 11 a 12 en la vereda del Critérium en Londres, que en aquella marcha incierta bajo una noche oscura. Las hurís africanas se suceden unas a otras y en un francés imposible, grotesco, os invitan a pasar el puente del Sirat; basta, para no sucumbir, recordar el procedimiento de Ulises y taparse, no ya los oídos, sino las narices, lo que es más eficaz. Pululan, salen de todas partes, hasta que es necesario apartarlas con violencia. Por fin llegué a bordo, guiado por una luz eléctrica, colocada sobre el puente… Así que subí, el oficial de guardia me llamó y me mostró el cuadro más original que es posible concebir. Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las que venían cargadas, mientras las que habían depositado su carga, descendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filas de hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasis caía un rayo de luz, movía la cabeza, como en un deleite indecible, mientras batía, con ambas manos y de una manera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimía entre las piernas colocadas horizontalmente. Era un redoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba. Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco. «Es simplemente un empleado de la compañía, a sueldo como cualquiera de nosotros; – me dijo el joven oficial – hace cuatro horas que está tocando y tocará hasta el alba con brevísimos momentos de reposo. Una vez quisimos suprimirlo; pero cuando llegó el día, no se había hecho la mitad de la faena de costumbre. Por otra parte, usted mismo ya a advertirlo». Llamó a un marinero, le dio una orden, y éste descendió en dirección al negro del tambor. «¿Ve usted el movimiento, el entusiasmo con que todas esas negras trabajan? Mire aquella especialmente; tiene 18 años y pasa, no sólo por una de las más bellas, sino de las más altivas y pendencieras. Véala usted mecer las caderas lascivamente mientras sube; ha bebido un poco de cacholí, pero lo que más la embriaga es su propio canto, al compás del eterno redoblar». En esto se hizo el silencio; las negras todas se miraron unas a otras, los cantos empezaron a morir en sus labios; algunas se detenían, colocaban el canasto en tierra, se sentaban sobre él y cruzando sus piernas, inclinaban la cabeza como perdidas en una melancolía nostálgica. Las hormigas que viajaban sobre las tablas se hacían raras; el movimiento cesaba en tierra, cuando por uno de los boquetes de la cubierta apareció la cara sudorosa y ennegrecida de uno de los contramaestres, quien, levantando en alto un candil, gritó con voz de trueno: «¡Du charbon, sang-Dieu! Et toi, cré nom d'un fainéant, fais donc rouler ton machin!» El oficial sonrió, el tambor se hizo oír de nuevo y el trabajo empezó a recuperar su animación anterior.
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