Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 5


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ahora que su padre no existía, ella quedaba libre en sus compromisos, no tenía ya por quién violentar su pasión ni sacrificarla, y venía a buscar su amor, huyendo de su hermana y del poderoso jesuíta, de aquellos seres tétricos, que la causaban terror, sin poder explicarse el por qué.

      Ella era una huérfana desamparada, que veía su libertad en peligro, y corría a ponerse bajo el amparo del único hombre que la amaba y podía protegerla.

      Y al hablar así interrogaba con triste mirada al capitán, como temerosa de que aquel hombre no la amara ya y la abandonase a su triste suerte.

      – ¡Oh, sí, pobre Enriqueta mía! Yo te protegeré. Descuida; tu hermana y todos los jesuítas juntos no lograrán meterte en un convento; me basto yo para todos.

      Y Alvarez levantaba con arrogancia su cabeza, como si tuviera enfrente a toda la Compañía de Jesús y la desafiara con sus ojos.

      Tan grande era la fe que le inspiraba su amor, que no veía en el porvenir obstáculo alguno; y él, pobre, humilde y sin otra protección que la que a sí mismo se pudiera proporcionar, creíase capaz de vencer a aquellos poderosos enemigos que perseguían a Enriqueta.

      – Has hecho bien, vida mía, en venir a buscarme. No entrarás en un convento, y vivirás eternamente conmigo. Serás mi esposa. Tu hermanastra, ya sabemos que se opondrá; pero como ella desea hacerte monja, y tú, antes que entrar en un convento, quieres unirte al hombre que tanto te ama, es seguro que saldremos vencedores, a pesar de la ayuda que prestará a la baronesa ese padre Claudio, redomado perillán, que un día me ofreció su protección, y que ahora conozco es uno de nuestros más temibles enemigos. Yo no conozco las leyes; pero, ¡qué diablo!, algo habrá en ellas que se pueda aplicar al presente caso y que libre a una huérfana de las persecuciones de esa gentuza devota, que, sin duda, al preocuparse tanto de tu salvación eterna, va en busca de tus millones.

      Enriqueta sentíase dominada por la optimista confianza que demostraba su amado y comenzaba ya a tranquilizarse.

      Se felicitaba de su enérgica resolución, que la había arrastrado allí, y creía que en adelante no tendría ya que luchar con nadie. La ley protegería sus amores, se casaría ella con el capitán y serían eternamente felices. Era aquello un cuento de color de rosa, que Enriqueta se relataba a sí misma, allá en su imaginación.

      La joven, acariciada por tales ilusiones, comenzó a considerarse ya como en su propia casa, en un nido de amor fabricado por ellos, para ocultar al mundo los arrebatos de su pasión, y librando sus manos de las del capitán, que las oprimía cariñosamente, quitóse la mantilla, y, después de colocarla doblada sobre una silla, volvió a ocupar aquel sillón, con una graciosa majestad de dueña de casa.

      Alvarez la contemplaba embelesado, y al ver en su propia habitación, en aquel desarreglado cuarto de soltero, a la misma a quien algún tiempo antes sólo veía furtivamente bajando de su coche en el vestíbulo del teatro Real o a la puerta de algún palacio, donde se verificaba aristocrática fiesta, dudaba que aquello fuera verdad y hacía esfuerzos de pensamiento para convencerse de que estaba despierto.

      Enriqueta, tranquilizada ya, paseaba su vista por la habitación, fijándose en todos los detalles, con esa complacencia que inspira lo perteneciente al ser amado.

      Aquel nido de amor resultaba bastante desarreglado y tenía demasiado humo. Varias veces tosió por no poder respirar bien en una pesada atmósfera, que olía a tabaco.

      – Abriré, vida mía – dijo el capitán dirigiéndose al cerrado balcón – . Debe incomodarte el humo del cigarro.

      – No; no abras. Fuma cuanto quieras. Me parece, envuelta en este humo, que estoy rodeada de ti por todas partes.

      Enriqueta decía la verdad. Todo lo que era de aquel hombre, al que tan injustamente había abandonado, y al que amaba ahora con un recrudecimiento de pasión, agradábale en extremo; le parecía un avance en su intimidad, y por esto, aquel humo que producía grande molestia en sus pulmones, parecíale a su imaginación grato perfume que causaba vértigos de placer.

      Los dos amantes, con las manos cogidas, las miradas fijas y embriagándose con sus alientos, entregábanse a esa charla insustancial del amor, compuesta las más de las veces por palabras estúpidas, pero que despiertan hondo eco en el corazón.

      Ambos sentían verdadera ansia por saber lo que había sido del otro, durante el tiempo que permanecieron alejados.

      Enriqueta, con graciosa ingenuidad, pedía cuentas al capitán sobre su conducta en dicho tiempo, y contrayendo lindamente su entrecejo con cómico furor, le preguntaba cuántas novias había tenido desde que ella accedió a escribir aquella maldita carta por satisfacer a su padre.

      Esteban, por su parte, le asediaba a preguntas sobre el género de vida que su hermana la había hecho sufrir desde el rompimiento amoroso: interesábale también saber cómo ella había llegado hasta allí, y escuchaba con atención el relato de Enriqueta, verdadera odisea callejera que comprendía desde que salió, loca de dolor, de su elegante vivienda, hasta que entró en aquella modesta casa de huéspedes.

      Enriqueta había sufrido mucho en aquella peregrinación por las calles de Madrid, que nunca había corrido sola. Recordaba la calle y el número de la casa donde vivía Alvarez, por habérselo oído a éste y a Tomasa en varias ocasiones; pero no sabía a punto fijo a qué lado de Madrid se hallaba; y conocedora únicamente de las principales vías de la capital, vagó sin rumbo fijo y sin darse cuenta de lo que hacía, antes de que se le ocurriera rogar a un viejo guardia que la orientara.

      Para hacer mayor su desdicha, estaba en las primeras horas de la noche, el momento en que el vicio levanta todas sus esclusas y lanza en plena sociedad tropeles de desgraciadas, pasto cotidiano de las virtudes hipócritas. Su aspecto misterioso de enlutada joven, con el rostro cubierto, hacía que se fijaran en ella con marcada predilección los transeúntes, y dos mozalbetes la siguieron mucho tiempo, asediándola con infames proposiciones y deslizando en su oído palabras cuyo solo recuerdo la hacía enrojecer.

      ¡Qué repugnante himno de obscenidades, de insultos y de horribles proposiciones la había acompañado en su desesperada carrera por las calles de Madrid, siempre en busca de aquel protector, de aquel hombre amado, que le parecía ahora más adorable, comparándolo con el tropel de lobos lujuriosos que le salían al paso! ¡Qué repugnancia le producían aquellos hombres, que ella, desde su carruaje y a la luz del sol, había visto siempre graves, estirados y con todo el aspecto de virtuosos incorruptibles! Estaba horrorizada y aceleraba su paso, marchando siempre en la dirección indicada por el viejo guardia, y así, después de muchas cavilaciones y no pocos equívocos, consiguió encontrar la tan buscada casa de huéspedes, amparándose en ella como en un refugio contra la impudencia pública.

      El capitán Alvarez estaba admirado del valor y la energía de una criatura tan delicada y débil, y esto aumentaba su amor. Aquel hombre, nacido para la guerra, sentía inmensa satisfacción al ver que su futura compañera era tan fuerte como él.

      Hablaban los dos amantes sin pausa alguna, como si temieran que acabasen sus existencias antes que ellos pudiesen decirse todo cuanto pensaban, y así transcurrió veloz el tiempo, sin que llegasen a notarlo.

      El “cuc-cuc” que la patrona de la casa tenía en lo que llamaba la gran sala, dió las diez.

      – ¡Cómo pasa el tiempo! – murmuró Alvarez.

      Y después, como si quisiera reparar una distracción lamentable, dijo a Enriqueta:

      – Pero tú no habrás comido. ¿Quieres algo? Habla con entera confianza: piensa que en adelante hemos de vivir juntos.

      No; Enriqueta no quería nada, no sentía la menor necesidad; pero Alvarez creía que era una prueba de que la joven iba a quedarse allí y a no desvanecerse como las apariciones fantásticas de las leyendas el que comiese algo, y mostró tal empeño, repitiendo varias veces lo que su asistente podría traer a aquellas horas, que al fin accedió a tomar una copa de Jerez con bizcochos.

      Salió el capitán a dar sus órdenes al asistente, que, muy preocupado por aquella visita extraña, estaba ya dos horas paseándose y atisbando cerca de la habitación.

      Cuando