Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 5


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conocía bien a aquella señorita, y, al verla, se quedó inmóvil en la puerta, con un aire de admiración tan estúpida, que aquélla y el capitán no pudieron menos de reírse. Faltó poco para que la bandeja, con su botella y sus copas, se escapara de las trémulas manos de Perico.

      – ¡Qué!, ¿conoces a esta señorita? – dijo el capitán poseído de satisfacción infantil, al notar el asombro que causaba en su asistente ver en el cuarto una mujer tan hermosa.

      – Sí, mi capitán, la conozco. He visto muchas veces a la señorita, aunque de paso, cuando iba en busca de mi tía Tomasa.

      Enriqueta sonreía complacida por aquella turbación respetuosa del sencillo muchacho.

      – En adelante – continuó el capitán – has de considerarla como tu dueña y obedecerla en todo.

      – Está bien, mi capitán – contestó Perico con la misma expresión que si recibiera una orden en el cuartel.

      Salió el asistente muy preocupado por aquel inesperado suceso, y calculando únicamente la parte que le haría perder en el afecto de su amo aquel ser que se introducía en la inquebrantable sociedad formada por el señor y el criado.

      El capitán sirvió a Enriqueta una copa de Jerez, en la que la joven apenas si mojó más de un bizcocho.

      Pasada ya la primera impresión, la grata novedad que en su ánimo había producido la presencia del hombre amado y aquella intimidad protectora, volvían a su memoria los tristes recuerdos, y el suicidio de su padre la obsesionaba de nuevo, haciéndola en ciertos momentos arrepentirse de su audaz resolución.

      Alvarez la veía palidecer y cómo de su rostro desaparecía aquella animación que tanto la hermoseaba poco antes.

      – ¿Qué tienes, vida mía? – preguntaba con ansiedad – .¿Por qué esa tristeza?

      Pero Enriqueta, con la cabeza inclinada, negábase a responder, y, por fin, comenzó a llorar.

      Aquel llanto desconcertó al capitán.

      – Pero, ¿qué te ocurre? – preguntó con angustia – .¿Te incomoda algo? ¿He podido yo ofenderte?

      No; ella no sentía el menor resentimiento contra él, y bien lo demostraba estrechando cariñosamente sus manos. Era que los más tristes recuerdos le asaltaban, que su imaginación evocaba sin cesar el trágico fin de su padre, y que a ella le parecía un crimen encontrarse en la misma noche en una casa extraña, en una habitación cerrada y al lado del hombre a quien quería. ¡Cómo sufría su honradez! ¡Qué dirían de ella al saberlo las gentes de su clase! ¿Y si su padre se levantara de la tumba y la viera en tal situación?

      Y mientras la joven, después de decir esto con voz entrecortada por los suspiros, gemía y lloraba, el capitán hacía esfuerzos por alejar de su imaginación tan tristes ideas.

      ¿Por qué recordar desgracias que ya no podían remediarse?

      Había que tener calma y despreciar lo que el mundo pudiera decir. Ellos se amaban, no tardarían en ser esposos, y todas las murmuraciones acabarían muy pronto: el día en que los dos se unieran con el lazo del matrimonio. Para conquistar la felicidad, había que despreciar lo que las gentes pudieran decir en sus murmuraciones.

      Además, él no pensaba oponer ningún obstáculo a la voluntad de su amada, ni quería que su honra sufriera en lo más mínimo. Si estaba arrepentida de su radical resolución, aún se hallaba a tiempo para remediar lo hecho; él lloraría su decepción, su dicha, que sólo había durado algunos instantes, pero se encontraba pronto a acompañarla a su casa, dejándola en poder de la baronesa.

      El infeliz decía esto con el mismo desaliento del que se cree en plena felicidad y, al despertar, conoce que todo ha sido un sueño. Se estremecía de temor al pensar que Enriqueta pudiera aceptar su proposición, alejándose de su lado para siempre; pero, a pesar de esto, seguía valerosamente instando a su amada a que se decidiera, si es que sentía escrúpulos y permanecía violenta en aquel lugar.

      La joven, al oír el nombre de su hermana, experimentó una reacción. ¿Volver a aquella casa para vivir en una guerra continua, ser martirizada, e ir, por fin, a encerrarse en un convento donde llorar un amor perdido voluntariamente? No; antes la deshonra y sufrir todos los mordiscos de la maledicencia social.

      Y Enriqueta, con un ademán, indicó a su amado que no estaba dispuesta a salir de allí.

      Aquello dió a Alvarez nuevas fuerzas para seguir persuadiendo a su amada, instándola a que desechase todos sus escrúpulos. ¿Por qué temer a su padre? Los muertos nunca volvían a este mundo, y, además, si el conde veía desde la tumba lo que a su hija la ocurría, tal vez se tranquilizara y durmiera mejor el sueño eterno contemplándola al lado de un hombre honrado, que sabría protegerla. Esto siempre le satisfacería más que verla sometida a la dirección de la baronesa con su cohorte de jesuítas, que bien pudieran ser los verdaderos autores de su muerte.

      Y al llegar aquí, Alvarez manifestó que, aunque carecía de pruebas, tenía la convicción de que doña Fernanda y el padre Claudio habían sido los que por sus fines particulares habían declarado loco al conde sin estarlo. ¿Quién sabe si su suicidio había sido hijo de la desesperación, propia de quien con sano entendimiento se ve encerrado en un manicomio? El capitán se expresaba así únicamente por aumentar el odio que Enriqueta sentía contra la baronesa y el poderoso jesuíta; ignoraba que aquello era la verdad de todo lo ocurrido.

      Tanto se extremó Alvarez en desvanecer los escrúpulos de Enriqueta, que al fin ésta pareció más tranquila. Únicamente, miró a su adorador con timidez, como si no se atreviera a formular una exigencia.

      – ¿Qué quieres? – dijo con acento apasionado Esteban – . Ordena lo que gustes, que te obedeceré inmediatamente. Pide, vida mía… pero no me abandones.

      – Esteban – contestó la joven con gravedad – . Sé bien lo que el mundo dirá de esta audaz aventura, de la que tú no tienes culpa alguna. Pero aunque todos me injurien con sus murmuraciones, quiero tener mi conciencia tranquila. Me basta ser honrada para ti, aunque a los ojos de los demás no lo parezca. ¡Júrame, por la memoria de mi padre, que me respetarás, que no te acercarás a mí hasta el instante en que seamos esposos! Si no te sientes capaz de este juramento, me iré inmediatamente.

      – Te lo juro – se apresuró a contestar el capitán con solemne acento.

      El no había pensado, ni por un solo momento, aprovecharse de aquella desesperación de su amada, que la arrastraba hacia él; era en todos sus actos un caballero y respetaba su amor lo suficiente para no mancharlo, valiéndose de los medios que le proporcionaban las circunstancias.

      Hablaba el capitán con tal calor e ingenuidad, que la joven le contemplaba con admiración, comparándolo interiormente con aquellos hombres que en la calle la habían insultado con infames proposiciones.

      – Sí, alma mía – siguió diciendo el capitán – : juro respetarte y puedes descansar tranquila con la seguridad de que no intentaré nada contra ti. Mañana mismo comenzaré a ocuparme de nuestro casamiento; no faltará quien me ilustre sobre tal punto y pronto serás mi esposa. Yo no sé cómo se arreglan esta clase de asuntos, pero no he de descansar hasta dejarlo todo ultimado. Entretanto, vivirás aquí, pero separada de mí. Dormirás en esta habitación, yo ya pediré a la patrona que me coloque en otro sitio de la casa. Nuestra situación no es muy hermosa, pero, ¡qué diablo!, todo se arreglará con el tiempo, y ya verás cómo un porvenir feliz nos compensa de todos los contratiempos actuales. ¡Si supieras cuan brillante porvenir me está reservado!

      Y Esteban Alvarez, poseído de entusiasmo, dió a conocer a su amada todas sus gloriosas ambiciones, que iba a ver realizadas después de la revolución que se estaba fraguando. El general Prim lo estimaba como uno de sus más inteligentes y atrevidos subalternos; la revolución tenía en él su más activo y audaz agente; estaba decidido a hacer heroicidades en la próxima lucha por la libertad; en una palabra, era un hombre que, o dejaría su cadáver tendido a la puerta de su cuartel, o llegaría a general muy joven.

      Y Alvarez, al hablar así, estaba magnífico,