Fromentin Eugène

Fiebre de amor (Dominique)


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que nos separaban de Ormessón, y ya llegaba el sol al ocaso cuando Agustín, que no cesaba de mirar por la ventanilla, le dijo a mi tía:

      – Señora, ya se distinguen las torres de San Pedro.

      El paisaje era llano, pálido, monótono y húmedo: una ciudad baja, erizada de campanarios comenzaba a destacarse detrás de una cortina de árboles.

      Los mimbrerales alternaban con los prados, los álamos blancos con los sauces amarillentos. A la derecha corría lentamente un río deslizando sus aguas turbias entre las riberas manchadas de limo. A la orilla había barcos cargados de maderas y viejas chalanas rajados en el fondo como si jamás hubiesen flotado. Algunos gansos que bajaban de los prados al río corrían delante del carruaje lanzando salvajes graznidos.

      Llegamos a un puente que cruzó el carruaje al paso; después entramos en un largo bulevar en que la oscuridad era completa, y luego el ruido de las herraduras de los caballos, chocando sobre un pavimento más duro, me advirtió que entrábamos en la ciudad. Calculaba yo que doce horas habrían transcurrido desde el momento de la partida, que doce leguas me separaban de Trembles; pensaba que todo había concluido, que todo estaba irremisiblemente acabado, y entré en casa de mi tía como quien franquea el umbral de una cárcel.

      Era una casa muy grande, situada, si no en el barrio más desierto, en el más serio de la ciudad, rodeada de conventos y dotada de un jardincito que languidecía en la sombra de las altas paredes que lo circundaban. Había amplias habitaciones sin aire y con escasa luz, severos vestíbulos, una escalera de piedra que giraba en oscuro hueco y muy poca gente para animar todo aquello. Sentíase la frialdad de las viejas costumbres y la rigidez de los habitantes de provincia, la ley de la etiqueta, el desahogo, un gran bienestar material y el aburrimiento. El piso alto tenía vistas sobre cierta porción de la ciudad, es decir, humeantes techumbres, los dormitorios del convento vecino y los campanarios; y en aquella parte de la casa estaba la habitación en que fui alojado.

      Dormí mal; mejor dicho, no dormí. Los relojes de las torres hacían vibrar sus campanas cada cuarto o cada media hora, todos con distinto timbre; ni uno solo recordaba el de la rústica iglesia de Villanueva tan reconocible por su ronco sonido. De pronto percibíase rumor de pasos en la calle. Una especie de ruido semejante a una carraca agitada violentamente, resonaba en medio de aquel silencio particular de las ciudades que pudiera llamarse el sueño del ruido, y llegaba a mis oídos una singular voz de hombre, lenta, temblona, que canturreaba deteniéndose en cada sílaba: ¡La una, las dos, las tres!..

      Agustín entró en mi cuarto muy de mañana.

      – Deseo presentarle a usted en el colegio y decirle al provisor el buen concepto que de usted tengo formado. Esa recomendación sería nula – añadió con modestia, – si no fuera dirigida a un hombre que en otro tiempo me demostró tener en mí mucha confianza y parecía apreciar mi celo.

      La visita se efectuó tal como él había dicho. Pero yo estaba fuera de mí mismo: me dejé llevar y traer, atravesé patios y vi las aulas con absoluta indiferencia por aquellas nuevas sensaciones.

      Aquel mismo día, a las cuatro, Agustín, en traje de camino se trasladó a la plaza, en donde esperaba ya el coche de París, llevando por sí mismo todo su equipaje contenido en una pequeña valija de cuero.

      – Señora – le dijo a mi tía, que conmigo le acompañaba. – Una vez más le agradezco el interés que no se ha desmentido por espacio de cuatro años. He procurado lo mejor que he podido despertar en Domingo el amor al estudio y las aficiones que corresponden a un hombre. Puede estar seguro de encontrarme en París cuando venga, siempre fiel a la amistad, en cualquier momento, igual que hoy. Escríbame usted – añadió estrechándome entre los brazos con verdadera emoción. – De mi parte prometo hacer otro tanto. Animo y buena suerte. Todo le favorece para alcanzarla.

      Apenas había ocupado su asiento en la alta banqueta, cuando el mayoral tomó las riendas.

      – ¡Adiós! – repitió con una expresión en el rostro que revelaba a la vez ternura y satisfacción.

      El mayoral hizo chasquear la fusta sobre los cuatro caballos del tiro y el carruaje partió camino de París.

      El día siguiente a las ocho de la mañana estaba ya instalado en el colegio. Entré el último para evitar la oleada de alumnos y no hacerme examinar en el patio con esa mirada no siempre benevolente que son observados los recién llegados. Caminaba resueltamente fijos los ojos en una puerta pintada de amarillo, sobre cuyo marco había un letrero que decía: «Segunda». Junto a ella estaba un hombre de cabello entrecano, pálido y serio, cuyo semblante no expresaba ni dureza ni bondad.

      – Vamos, vamos, un poco más de prisa.

      Aquella excitación a la puntualidad, la primera, palabra de disciplina que me dirigía un desconocido, me impresionó: alcé la vista y le examiné. Tenía aspecto de fastidio, reflejaba indiferencia, y ni se acordaba ya de lo que me había dicho. Recordé la recomendación de Agustín. Un relámpago de estoicismo y de decisión iluminó mi espíritu.

      – Tiene razón – pensé; – me he retrasado medio minuto. – Y entré.

      El profesor subió a la cátedra y empezó a dictar. Era una composición preliminar. Por primera vez mi amor propio tenía que luchar con ambiciones rivales. Observé a mis nuevos camaradas y me sentí perfectamente solo. A través de la ventana de pequeños cristales veía los árboles agitados por el viento, cuyas ramas rozaban contra las oscuras paredes del edificio. Aquel rumor familiar del viento húmedo cruzando entre las hojas crecía y disminuía a intervalos en medio del silencio de los patios. Yo lo escuchaba sin demasiada amargura, con una especie de triste arrobamiento cuya dulzura era extremada algunos momentos.

      – ¿No trabaja usted? – me dijo de pronto el profesor. – Está bien… Allá usted…

      Callose luego y ya no llegó a mis oídos nada más que el ruido de las plumas corriendo sobre el papel.

      Un poco más tarde el alumno a cuyo lado estaba mi puesto, me deslizó hábilmente un papelito; contenía una frase del dictado con estas palabras:

      «Ayúdeme, si puede; trate de evitarme decir un disparate.»

      En seguida le pasé la traducción, buena o mala, pero copiada de mi propia versión con un signo de interrogación que quería expresar: «No respondo de nada; examínela usted.»

      Me dirigió una sonrisa de agradecimiento, y sin más continuó escribiendo. Algunos instantes después me dirigió un segundo mensaje que decía: «¿Es usted nuevo?»

      La pregunta me demostraba que también lo era él. Tuve un momento de alegría contestando «sí» a mi compañero de soledad.

      Era un muchacho de mi edad poco más o menos, pero de complexión débil, rubio, delgado, con hermosos ojos azules de dulce mirar, la tez pálida y delicada, como suelen tenerla los niños criados en las ciudades. Vestía con elegancia y su traje tenía una forma particular en la cual no reconocía yo la mano de nuestros sastres provincianos.

      Salimos juntos.

      – Le estoy muy agradecido – me dijo mi nuevo amigo. – Tengo horror al colegio y me tiene sin cuidado. Hay en él un montón de hijos de tenderos que llevan las manos sucias, a quienes nunca miraré como amigos. Nos tomarán entre ojos, pero me es igual. Estando unidos llegaremos al objeto. Cuanto más se les deprime más le respetan a uno. Disponga de mí para todo lo que quiera, menos para encontrar el sentido de las frases. El latín me aburre, y si no fuera porque es necesario para ser uno recibido bachiller, en la vida me ocuparía de él.

      Luego me explicó que se llamaba Oliverio D'Orsel, que había venido de París porque razones de familia le trajeron a Ormessón en donde acabaría los estudios, que vivía en la calle de los Carmelitas con su tío y dos primas y que a pocas leguas de la ciudad poseía una propiedad de la cual le venía el apellido D'Orsel.

      – Vaya – añadió, – tenemos ya una clase en tiempo pasado. No pensemos en ella hasta la noche.

      Y nos separamos.

      Caminaba con soltura haciendo crujir su calzado finísimo, buscando