desde lo alto de la casa contemplaba el jardín; en el ángulo del parque los almendros, los primeros árboles cuyas hojas arrancaba el viento de septiembre, formando raro transparente sobre el fondo llameante del cielo teñido por los rojos destellos del sol poniente. En el parque había muchos árboles blancos, los fresnos y los laureles en los cuales habitaba una multitud de zorzales y de mirlos durante todo el otoño; y más lejos se destacaba un grupo de añosas encinas – el árbol que se despoja el último y reverdece el primero; que hasta en diciembre conservaba su rojiza hojarasca, cuando todo el bosque parecía muerto; que asilaba en sus nidos a las urracas y ofrecía elevado lugar de reposo a las aves de alto vuelo; en cuyas ramas se posaban los primeros cuervos que el invierno atraía al país.
Cada estación nos traía sus huéspedes y cada uno de ellos elegía el más adecuado alojamiento: los pájaros de primavera en los árboles en flor; los de otoño un poco más alto; los del invierno en la espesura, en los grupos de árboles de hoja perenne, en las encinas y en los laureles. Algunas veces, en pleno invierno, por la mañana, un ave más rara volaba en algún rincón muy solitario del bosque; su vuelo era ruidoso, torpe, pero rápido; era una chocha-perdiz llegada por la noche; subía chocando las alas con las ramas desnudas de los árboles y se deslizaba entre ellos; apenas se le veía un momento, el tiempo preciso para mostrar su pico largo y recto. Después ya no se volvía a encontrarla hasta el año siguiente por la misma época y en el sitio mismo, al punto que parecía ser el mismo emigrante que retornaba.
Las tórtolas llegaban en mayo, al mismo tiempo que las abubillas o cucos. En las noches serenas y tibias oíase su arrullo, suave y lento, cuando en el aire había un hálito de juventud que parecía exhalarse de la activa expansión de la savia nueva. En las profundidades de la espesura, sobre el límite del jardín, en los cerezos blancos, en las alheñas en flor, en los tilos cargados de aromosos ramos, toda la noche – durante aquellas largas noches en que yo dormía poco, cuando brillaba la luna o a veces caía la lluvia, lenta, caliente, silenciosa, como lágrimas de gozo, – para mi delicia y mi tormento gorjeaban o no los ruiseñores. Callaban si el tiempo era triste; y si brillaba el sol recomenzaban sus trinos prometiendo el próximo verano. Después de la cría ya no se les oía. Y muchas veces, a fines de junio, cuando el sol abrasaba, en la espesura del bosque solía encontrar un pajarito mudo, de color oscuro, azorado, que erraba sólo revoloteando de rama en rama: era la avecilla de primavera que nos abandonaba.
En la campiña, los prados, próximos a madurar, amarilleaban; los sarmientos más viejos crepitaban; las viñas mostraban sus primeros botones. Las mieses, aun verdes, se extendían a lo lejos por todo el llano, ondulantes, teñidas de amaranto y de rojo. Un mundo sin fin de insectos, de mariposas, de pájaros se agitaba, se multiplicaba bajo aquel sol de junio en indescriptible expansión de vida. Las golondrinas surcaban el aire, y por las noches, cuando los vencejos cesaban de perseguirse lanzando agudos chillidos, salían los murciélagos, y aquel raro enjambre que parecía resucitado en las cálidas noches, comenzaba su incierto revoloteo en derredor de las viviendas. Desde que comenzaba la recolección del heno la vida del campo era de constante fiesta. Era el primer trabajo colectivo que obligaba a reunirse en el mismo sitio numerosos grupos de trabajadores.
Estaba yo presente cuando se guadañaban los prados, cuando se hacinaba el heno, y gozaba dejándome llevar sobre alguna carreta que regresaba al poblado. Tendido en lo más alto de la enorme carga como niño en un gran lecho, mecido por el dulce movimiento del vehículo rodando sobre la hierba cortada, miraba desde más alto que de ordinario un horizonte que me parecía infinito. Veía el mar extendiéndose hasta perderse de vista, por encima de la línea verdosa de los campos cultivados; los pájaros pasaban volando más cerca de mí; experimentaba la sensación de un ambiente más amplio, de una extensión más vasta que me hacía perder por un momento la noción de la vida real.
Apenas recolectados los forrajes comenzaban a amarillear los trigos. Y se reproducían el mismo trabajo, igual movimiento en estación más cálida, bajo sol más vivo, con alternativas de fuertes vientos o calma atmosférica que producía jornadas de espantoso calor y noches como auroras, precursoras de días de tormenta en que el ambiente, cargado de irritante electricidad, reaccionaba aparatosamente. Menos embriaguez y más abundancia: haces de mies cayendo sobre la tierra cansada de producir y consumida por el sol: he ahí el verano. El otoño de nuestro país ya lo conoce usted; es la estación bendita. Después el invierno; el círculo del año cerrándose sobre él. Entonces habitaba más en mi cuarto; mis ojos, siempre despiertos, se ejercitaban en penetrar las nieblas de diciembre y las tupidas cortinas de lluvia que cubrían la campiña de un lato más sombrío que la escarcha.
Cuando los árboles quedaban del todo despojados de sus hojas abarcaba yo mejor la extensión del parque. Nada lo engrandecía tanto como la bruma invernal cubriendo de un velo azulado la lejanía y falseando la noción exacta de la distancia. Ninguno o muy escaso ruido, pero cada nota más perceptible; por la noche, sobre todo, extrema sonoridad en el aire. El canto de un pinzón se prolongaba infinitamente en las alamedas desiertas y mudas, sin obstáculos a la vibración, embebidas de aire húmedo y penetradas de silencio. El recogimiento que caía entonces sobre Trembles era inexplicable; durante cuatro meses de invierno condensaba, concentraba, grababa con caracteres indelebles en mi espíritu aquel mundo alado, sutil, de visiones y de dones, de ruido y de imágenes que había vivido durante los otros ocho meses del año con una actividad que tanto asemejaba a un ensueño.
Entonces se apoderaba Agustín de mí. La estación le ayudaba: en ella le pertenecía casi del todo y expiaba lo mejor posible el largo olvido de tantos días sin empleo. Pero, ¿también sin provecho?..
Muy poco sensible a las cosas que nos rodeaban, mientras su discípulo estaba a tal punto absorbido en ellas; bastante indiferente al curso de las estaciones para equivocarse de mes como podía tergiversar la hora; invulnerable a tantas sensaciones de las cuales estaba yo acribillado, deliciosamente herido en todo mi ser; frío, metódico y tan correcto y regular de humor como era desigual el mío, Agustín vivía a mi lado sin preocuparse de lo que pasaba en mí ni sospecharlo siquiera. Salía poco, raras veces abandonaba su habitación en la cual trabajaba desde la mañana a la noche y sólo se permitía reposo en las noches de estío que no se velaba y porque le faltaba la luz del día. Leía, tomaba notas; por espacio de meses y meses le veía yo escribir en prosa y las más veces muchas cosillas en diálogo. Un calendario le servía para elegir series de nombres propios. Los estampaba en forma de lista con anotaciones; les asignaba una edad, señalaba los rasgos fisonómicos de cada uno, su carácter, alguna originalidad, una rareza, algo ridículo. Era el personal imaginado para los dramas o las comedias. Escribía muy de prisa, con una caligrafía simétrica, muy clara, y parecía dictarse los escritos a media voz. Algunas veces, cuando una observación más aguda surgía de la pluma, sonreía; y después de un párrafo largo y compacto en el cual alguno de sus personajes había hablado largo y tendido, reflexionaba un instante, como si tomara aliento, y oíale yo murmurar: «Vamos a ver, ¿qué replicamos?» Y cuando le venía el deseo de hacer confidencias, me llamaba y me decía: «Oiga esto, señorito Domingo.» Raras veces llegaba a comprenderle. ¿Cómo era posible que me interesara por asuntos de personas a quienes no conocía, a las cuales jamás había visto?
Todas aquellas complicaciones de diversas existencias tan perfectamente extrañas a la mía, me parecía que pertenecían a una sociedad imaginaria en la cual maldito si deseaba penetrar.
– Ya lo comprenderá usted más tarde – decía Agustín.
Bien se me alcanzaba que lo que tanto deleite encerraba para mi joven preceptor, era el espectáculo del juego de la vida, el mecanismo de los sentimientos, el conflicto de intereses, de ambiciones, de vicios; pero, lo repito, para mí era indiferente que el mundo fuese como un gran tablero de ajedrez – según decía Agustín, – que la vida fuese una partida mejor o peor jugada y que hubiese reglas para ese juego.
Con frecuencia Agustín escribía cartas y las recibía, muchas timbradas en París. Estas eran las que abría con más prisa y leía con mayor interés, animado el rostro por la emoción – él que de ordinario se mostraba tan discreto, – y la llegada de aquellas cartas estaba siempre seguida por cierto abatimiento que sólo duraba algunas horas o por una animación y una verbosidad extraordinaria que persistía por muchas semanas.
Una o dos