a los que no pueden leer en inglés esas páginas maravillosas.
Sin embargo, nosotros creemos que si uno de nuestros talentos de primer orden, que si Víctor Hugo, de Vigny, Janin, Merimée, Nodier, Balzac, P. L. Jacob, Delatouche, etc., quisieran cambiar un año de su vida estudiosa por un año de existencia marítima, e intentasen entonces aplicar su potencia, su riqueza de ejecución a la pintura del mar, tendríamos ciertamente una gloria literaria más. Y, ¿por qué Lamartine no ha de ensayar conducir su musa por el mismo camino donde Byron ha conducido la suya en el segundo canto de Don Juan y en su Corsario? El temor de la imitación no sería racional; Cooper ha pintado americanos; vosotros podríais pintar las costumbres de los franceses, otros sitios, otros lugares, otras costumbres, otros combates…
Todo talento que se basa en la observación exacta de la Naturaleza, ¿no será siempre más sui generis, más personal, original, influyente?.. ¿No son así Corneille y Shakespeare, Goethe y Chateaubriand?
Pero yo me equivoco. Tenemos ya nuestro Cooper: un poeta que conmueve y atrae por la energía de su composición, por la verdad de sus descripciones. En presencia de sus obras el corazón se oprime… ¿Veis esas olas enormes que estallan y se rompen contra ese navío desmantelado… ese cielo sombrío y brumoso, esos rostros de mujeres llorosas, palpitantes, y que contrastan de una manera tan sublime con la actitud tranquila, fría, de un marino que manda siempre a la tempestad, aun en el momento de perecer?
Otras veces, al contrario, vuestra alma se dilata, se ensancha… La atmósfera es pura; ni una nube vela ese ardiente sol que desaparece en el horizonte entre un vapor rojizo. ¡Y después, qué calma! ¡qué dulce alegría anima a esos pescadores al dejar sus redes y sus barcas sobre esa playa resplandeciente a los últimos rayos del sol!
¿Oís los gritos de los niños… los cantos de los marineros? ¿Veis la noble cabeza del abuelo, del viejo marino que se hace llevar a la puerta de su choza para gozar aún del imponente espectáculo que siempre le emociona, aun después de tantos años?
Ese poeta, vosotros le conocéis, estoy seguro. ¿No habéis admirado el Kent, el Colombus, la Puesta del sol en el mar?.. ¿Ese poeta, pues, vuestro Cooper, no es Gudin? ¿Acaso en sus cuadros no hay el mismo colorido, la misma ingenuidad, la misma alteza de concepción que en las páginas del Piloto y del Corsario rojo?
¡Ah! si alguno de los escritores que hemos nombrado oyese nuestra débil voz, tendríamos una doble gloria en este género; poseyendo ya la poesía pintada, gozaríamos además de algunas deliciosas poesías escritas.
En cuanto al autor de este libro, su papel es poco más o menos el de un enano de la edad media, cuya historia quiero contaros.
«Un día, algunas bandas de salteadores y de arqueros galos, habían sitiado la abadía de San Cutberto, en Bretaña. Su jefe, Manostuertas, cabalgaba insolentemente a la vista de las murallas, pero, no obstante, fuera del alcance de los tiros de los hombres de armas de la abadía.
»Viendo esto los monjes desde lo alto de las murallas, invocaban piadosamente la intercesión de San Cutberto, cuando advirtieron, no sin extrañeza, al enano del prior que conducía o más bien arrastraba una ballesta prodigiosamente pesada y maciza.
» – ¡Dios me valga! – exclamó el prior – ; ¡el muy necio se ha atrevido a poner mano sobre la ballesta dedicada a nuestro señor San Cutberto, en la nave de nuestra iglesia!.. sobre la ballesta, ¡gran Dios!, que ese santo hizo caer de las manos de un gigante que la usaba para esperar a los mercaderes lombardos y a los peregrinos que pasaban por tierras de la abadía.
» – Pero – dijo el enano – , ¿olvidáis, señor, que esta ballesta traspasaría la más sólida muralla de Granada a mil pasos de distancia?
»Y diciendo esto había apoyado entre las almenas el poderoso arco que armara el gigante, pero el pobre enano ni siquiera pudo hacer mover el rudo mecanismo que impulsaba el proyectil.
»Y el jefe de los salteadores, el condenado Manostuertas, injuriaba siempre con sus gestos, al prior, a la abadía y a los monjes.
»Mientras que el prior se burlaba del enano porque había osado poner sus débiles manos sobre un arma tan pesada… un caballero, vasallo del primado, y de brazo maravillosamente fuerte, asió la ballesta que el enano había dispuesto sobre la muralla, la cuerda de hierro se tendió, la flecha silbó y alcanzó a Manostuertas a pesar de su armadura.
»Por la noche, los arqueros galos, espantados de la muerte de su jefe, habían dejado libres todas las salidas de la abadía de San Cutberto.
»Y viendo las últimas lanzas de los salteadores brillar al sol poniente y después bien pronto desaparecer en el horizonte, el pobre enano se alababa de su loca e impotente tentativa, porque uno más fuerte que él había valerosa y felizmente realizado su idea.»
El lector ha comprendido el sentido de este apólogo. Nosotros nos consideraríamos muy dichosos, si algún escritor de nombre quisiera marchar por la vía que indicamos en estos ensayos.
PLICK Y PLOCK 2
KERNOK EL PIRATA
Got callet deusan Armoriq.
Era un hombre duro de la Armórica.
CAPÍTULO PRIMERO
EL DESOLLADOR Y LA BRUJA
Los desolladores e hiladores de cáñamo viven
separados del resto de los hombres…
La presencia de un loco en una casa defiende
a sus habitantes contra los malos espíritus.
En una noche de noviembre, sombría y fría, el viento del NO. soplaba con violencia, y las altas olas del Océano iban a estrellarse contra los bancos de granito que cubren la costa de Pempoul, mientras que las puntas destrozadas de aquellas rocas tan pronto desaparecían bajo las olas como destacaban su fondo negro sobre una espuma deslumbradora.
Colocada entre dos rocas que la protegían contra los efectos del huracán, se elevaba una cabaña de miserable apariencia; pero lo que hacía verdaderamente horrible su aspecto, eran una multitud de huesos, de cadáveres de caballos y de perros, de pieles ensangrentadas y de otros despojos que anunciaban bien claramente que el propietario de aquel chamizo era desollador.
Se abrió la puerta y apareció en ella una mujer cubierta con una manta negra que la tapaba enteramente y no dejaba ver más que su cara amarilla y arrugada, casi oculta por mechones de pelo blanco. Llevaba una lámpara de hierro en una mano y con la otra trataba de resguardar la llama, que el viento agitaba.
– ¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët! – gritó con un acento de cólera y de reproche – ; ¿dónde estás, maldito niño? ¡Por San Pablo! ¿no sabes que se acerca la hora en que las cantadoras de la noche3 se disponen a errar por la playa?
No se oyó más que el mugido de la tempestad que parecía redoblar su furor.
– ¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët! – gritó una vez más.
Pen-Ouët prestó por fin oído.
El idiota estaba inclinado sobre un montón de huesos a los cuales daba las formas más variadas y extravagantes. Volvió la cabeza, se levantó con aire descontento, como el niño que abandona a disgusto sus juegos, y se dirigió a la cabaña, no sin llevarse una hermosa cabeza de caballo, de huesos blancos y pulidos, que él apreciaba mucho, sobre todo desde que había introducido en su interior unos guijarros que resonaban de la manera más agradable, cuando Pen-Ouët sacudía aquel instrumento de nuevo género.
– ¡Entra, pues, maldito! – exclamó su madre, empujándole con tanta violencia que su cabeza fue a dar contra la pared, y la sangre salió.
Entonces el idiota se echó a reír a carcajadas, con una risa estúpida