mia, bien venida seais á esta casa.
Hemos rezado mucho por la salud de nuestros maridos. Esperamos que logren buena fortuna gracias á nuestras oraciones. ¿Han vuelto?
Todavía no, pero delante de ellos vino un criado á anunciar su venida.
Nerissa, véte y dí á los criados que no cuenten nada de nuestra ausencia. Vosotros haced lo mismo, por favor.
¿No ois el son de una trompa de caza? Vuestro esposo se acerca. Fiad en nuestra discrecion, señora.
Esta noche me parece un dia enfermo: está pálida: parece un dia anubarrado.
(Salen Basanio, Antonio, Graciano y acompañamiento.)
Si amanecierais vos, cuando él se ausenta, seria de dia aquí al mismo tiempo que en el hemisferio contrario.
¡Dios nos ayude! ¡Bien venido seais á esta casa, señor mio!
Gracias, señora. Esa bienvenida dádsela á mi amigo. Este es aquel Antonio á quien tanto debo.
Grande debe ser la deuda, pues si no he entendido mal, por vos se vió en gran peligro.
Por grande que fuera, está bien pagada.
Con bien vengais á nuestra casa. El agradecimiento se prueba con obras, no con palabras. Por eso no me detengo en discursos vanos.
(A Nerissa.) Te juro por la luna, que no tienes razon y que me agravias. Ese anillo se lo dí á un pasante de letrado. ¡Muerto le viera yo, si hubiera sabido que tanto lo sentirias, amor mio!
¿Qué cuestion es esa?
Todo es por un anillo, un mal anillo de oro que ella me dió, con sus letras grabadas que decian: «Nunca olvides mi amor.»
No se trata del valor del anillo, ni de la inscripcion, sino que cuando te lo dí, me juraste conservarlo hasta tu muerte y llevarlo contigo al sepulcro. Y ya que no fuera por amor mio, á lo menos por los juramentos y ponderaciones que hiciste, debias haberlo guardado como un tesoro. Dices que lo diste al pasante de un letrado. Bien sabe Dios que á ese pasante nunca le saldrán las barbas.
Sí que le saldrán, si llega á ser hombre y á tenerlas. Con esta mano se le dí. Era un rapazuelo, sin bozo, tan bajo como tú, pasante de un abogado, grande hablador. Me pidió el anillo en pago de un favor que me habia hecho, y no supe negárselo.
Pues hiciste muy mal (si he de decirte la verdad) en entregar tan pronto el primer regalo de tu esposa, que ella colocó en tu dedo con tantos juramentos y promesas. Yo dí otro anillo á mi esposo, y le hice jurar que nunca le perderia ni entregaria á nadie. Estoy segura que no lo hará ni por todo el oro del mundo. Graciano, mucha razon tiene tu mujer para estar enojada contigo. Yo me volveria loca.
¿Qué podré hacer? ¿Cortarme la mano izquierda y decir que perdí el anillo defendiéndome?
Pues tambien á mi amo Basanio le pidió su anillo el juez, y él se lo dió. Luego, el pasante, que nos habia servido bien en su oficio, me pidió el mio, y yo no supe cómo negárselo, porque ni el señor ni el criado quisieron recibir más galardon que los dos anillos.
¿Y tú qué anillo le diste, Basanio? Creo que no seria el que yo te entregué.
Si yo tuviera malicia bastante para acrecentar mi pecado con la mentira, te lo negaria, Pórcia. Pero ya ves, mi dedo está vacío. He perdido el anillo.
No: lo que tienes vacía de verdad es el alma. Y juro á Dios que no he de ocupar tu lecho, hasta que me muestres el anillo.
Ni yo el de éste, hasta que me presente el suyo.
Amada Pórcia, si supieras á quién se lo dí, y por qué, y con cuánto dolor de mi alma, y sólo porque no quiso recibir otra cosa que el anillo, tendrias lástima de mí.
Y si tú supieras las virtudes de ese anillo, ó el valor de quién te lo dió, ó lo que te importaba conservarle, nunca le hubieras dado. ¿Por qué habia de haber hombre tan loco, que defendiéndolo tú con alguna insistencia, se empeñara en arrebatarte un don tan preciado? Bien dice Nerissa: ella está en lo cierto; sin duda diste el anillo á alguna dama.
¡No, señora! lo juro por mi honor, por mi alma, se lo dí á un doctor en derecho que no queria aceptar 3,000 ducados, y que me pidió el anillo. Se lo negué, bien á pesar mio, porque se fué desairado el hombre que habia salvado la vida de mi mejor amigo. ¿Y qué he de añadir, amada Pórcia? Tuve que dárselo: la gratitud y la cortesía me mandaban hacerlo. Perdóname, señora; si tú misma hubieras estado allí (pongo por testigos á estos lucientes astros de la noche), me hubieras pedido el anillo para dárselo al juez.
¡Nunca se acerque él á mi casa! Ya que tiene la prenda que yo más queria, y que me juraste por mi amor guardar eternamente, seré tan liberal como tú: no le negaré nada, ni siquiera mi persona ni tu lecho. De seguro que le conoceré. Ten cuidado de dormir todas las noches en casa, y de velar como Argos, porque si no, si me dejas sola, te prometo por mi honra (pues todavía la conservo) que he de dormir con ese abogado.
Y yo con el pasante. ¡Conque, ojo!
Bueno, haz lo que quieras, pero si cojo al pasante, he de cortarle la pluma.
Por mí son todas estas infaustas reyertas.
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