Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas y teatro


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día volvería con su manada a dar contento a aquellos tan liberales señores.

      Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor Teniente, como habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de Mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa; y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores; y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara decía:

      –¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de esmeraldas!

      La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:

      –¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.

      Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:

      –¡Por Dios, tan linda es la Gitanilla, que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?

      –De tres o cuatro maneras-respondió Preciosa.

      –Y ¿eso más? – dijo doña Clara-. Por vida del Tiniente, mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.

      –Dénle, dénle la palma de la mano a la niña, y con que haga la cruz-dijo la vieja-, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.

      Echó mano a la faldriquera la señora Tenienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual visto por Preciosa dijo:

      –Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos, la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o, por lo menos, de a cuatro; que soy como los sacristanes: que cuando hay buena ofrenda, se regocijan.

      –Donaire tienes, niña, por tu vida-dijo la señora vecina.

      Y volviéndose al escudero, le dijo:

      –Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele; que en viniendo el doctor mi marido os le volveré.

      –Sí tengo-respondió Contreras-; pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís, que cené anoche; dénmelos; que yo iré por él en volandas.

      –No tenemos entre todas un cuarto-dijo doña Clara-, ¿y pedís veinte y dos maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.

      Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:

      –Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?

      –Antes-respondió Preciosa-se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.

      –Uno tengo yo-replicó la doncella-; si éste basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.

      –¿Por un dedal tantas buenasventuras? – dijo la gitana vieja-. Nieta, acaba presto; que se hace noche.

      Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora Teniente y dijo la buenaventura; y en acabándola encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya, y así se lo rogaron todas; pero ella las remitió para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían reales de plata para hacer las cruces. En esto, vino el señor Tiniente, a quien contaron maravillas de la Gitanilla; él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y poniendo la mano en la faldriquera. hizo señal de querer darle algo; y habiéndola espulgado, y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía, y dijo:

      –¡Por Dios que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica; que yo os le daré después.

      –¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?

      –Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.

      A lo cual dijo doña Clara:

      –Pues porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.

      –Antes si no me dan nada-dijo Preciosa-, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores; pero trairé tragado que no me han de dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced, señor Tiniente; coheche, y tendrá dineros, y no haga usos nuevos; que morirá de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.

      –Así lo dicen y lo hacen los desalmados-replicó el Teniente-; pero el juez que da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio será el valedor para que le den otro.

      –Habla vuesa merced muy a lo santo, señor Teniente – respondió Preciosa-; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.

      –Mucho sabes, Preciosa-dijo el Tiniente-. Calla, que yo daré traza que sus Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.

      –Querránme para truhana-respondió Preciosa-, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían; pero en algunos palac|más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.

      –Ea, niña-dijo la gitana vieja-, no hables más; que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado; no te asotiles tanto, que te despuntarás; habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías; que no hay ninguna que no amenace caída.

      –¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! – dijo a esta sazón el Tiniente.

      Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo la doncella del dedal:

      –Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal; que no me queda con qué hacer labor.

      –Señora doncella-respondió Preciosa-, haga cuenta que se la he dicho, y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.

      Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas, y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras. Porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.

      Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversas colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole y pusiéronsele a mirar muy de espacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo. El se llegó a ellas, y hablando con la gitana mayor, le dijo:

      –Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.

      –Como no nos desviemos mucho, ni no nos tardemos mucho, sea en buen hora-respondió la vieja.

      Y llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así en pie, como estaban, el mancebo les dijo:

      –Yo