Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas y teatro


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tanto fué el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés. Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los demás:

      –Esta debe ser, sin duda, la Gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.

      –Ella es-replicó Andrés-, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.

      –Así lo dicen-dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando-; pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy; pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.

      –¡Por vida de don Juanico mi hijo-dijo el anciano-, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!

      –Y ¿quién es don Juanico su hijo? – preguntó Preciosa.

      –Ese galán que está a vuestro lado-respondió el caballero.

      –En verdad que pensé-dijo Preciosa-que juraba vuesa merced por algún niño de dos años. ¡Mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde, o se le trueca.

      –Basta-dijo uno de los presentes-; que sabe la Gitanilla desrayas.

       A lo que respondió Preciosa.

      –Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino: yo sé del señor don Juanico, sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el bayo, y otro el que le ensilla; el hombre pone, y Dios dispone; quizá pensará que va a Oñez, y dará en Gamboa.

      A esto respondió don Juan:

      –En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición; pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.

      –Calle, señorito-respondió Preciosa-, y encomiéndese a Dios; que todo se hará bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que como hablo mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en persuadirte a que no te partieses, sino que sosegases el pecho, y te estuvieses con tus padres, para darles buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas llevar los trabajos de la guerra, cuanto más que harta guerra tienes en tu casa: hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.

      –Otra vez te he dicho, niña-respondió el don Juan que había de ser Andrés Caballero-, que en todo aciertas sino en el temor que tienes que no debo de ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda; la palabra que yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida; pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas.

      Subió, en esto, la gitana vieja, y dijo:

      –Nieta, acaba; que es tarde, y hay mucho que hacer y más que decir.

      –Por vida de Preciosita-dijo el padre de Andrés-que bailéis un poco con vuestras compañeras; aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.

      Apenas hubo oído esto la vieja cuando dijo:

      –Ea, niñas, haldas en cinta y dad contento a estos señores.

      Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos, con tanto donaire y desenvoltura, que tras los pies se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de Preciosa como si allí tuvieran el centro de su gloria.

      Despidiéronse las gitanas, y al irse dijo Preciosa a don Juan:

      –Mire, señor: cualquiera día desta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere; que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.

      –No es tan libre la del soldado, a mi parecer – respondió don Juan-, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.

      –Más veréis de lo que pensáis-respondió Preciosa-, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.

      Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas. Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.

      Llegóse, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno; halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. El les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas. Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno dellos:

      –Esta se podrá vender el jueves en Toledo.

      –Eso no-dijo Andrés-, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.

      -¡Par Dios, señor Andrés! – dijo uno de los gitanos-, que aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformáramos de manera que no la conociera ni el dueño que la ha criado.

      –Con todo eso-respondió Andrés-, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrado donde aun los huesos no parezcan.

      –¡Pecado grande! – dijo otro gitano-: ¿a una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a un negro fugitivo.

      –En ninguna manera consentiré-dijo Andrés-que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación: yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.

      –Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero-dijo otro gitano-, muera la sin culpa, y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado (cosa no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas, de la espuela.

      Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le