Артур Конан Дойл

La guardia blanca


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al caminante y alumbraban de noche dos hachones encendidos. De la ventana central proyectaba una larga barra á manera de asta, de cuya punta pendía enorme rama seca, señal cierta de que el sediento viajero hallaría en la venta toda clase de bebidas, y en especial la dorada cerveza y el buen vino que tanto contribuían á la justa fama del establecimiento.

      Á su puerta se detuvo el joven, contemplando distraídamente un caballo ensillado que allí esperaba piafando, atado á una gruesa argolla fija en la pared. Era la primera vez que el descendiente de los Clinton de Munster entraba en un mesón y preguntábase qué clase de gentes serían sus compañeros de hospedaje y qué recibimiento le harían. Pero pensó también que si la distancia á Munster no era larga, en cambio él no conocía á su hermano, de quien tenía los peores informes; y que lo derecho era pasar la noche en el albergue de Dunán y presentarse de día en casa de su pariente, que ni lo esperaba, ni sabía de él, ni jamás le había mostrado el menor interés.

      La viva luz que iluminaba la puerta del mesón, las carcajadas que desde ella se oían y el rumor de vasos entrechocados hicieron vacilar un momento al inexperto viajero, que hasta entonces había pasado sus noches en la pulcra y callada celda del convento. Pero hizo un esfuerzo y diciéndose que era aquella una posada pública en la que él tenía tanto derecho á entrar como cualquier otro, franqueó la puerta y se halló en la sala común.

      Aunque era la noche una de las primeras del otoño y nada fría, ardían en el hogar gruesos leños cuyo humo salía en parte por la chimenea y en parte invadía también la estancia y oprimía las gargantas de cuantos en ella se encontraban. Sobre el fuego se veía un gran caldero cuyo contenido hervía á borbotones y despedía el más apetitoso olor. Sentados en torno una docena ó más de toscos bebedores, quienes al ver á Roger prorrumpieron en voces tales que éste se quedo indeciso, mirándolos á través del humo que llenaba el local.

      – ¡Otra tanda, otra tanda! gritó un gandul zarrapastroso. ¡Venga mi cerveza y que pague la tanda el recienllegado!

      – Esa es la ley del Pájaro Verde, aulló otro. ¡Cómo se entiende, tía Rojana! ¿Parroquiano nuevo y vasos vacíos?

      – Un momento, mis buenos señores, un momento. Si no he preguntado lo que queréis es porque ya lo sé, y escanciando estoy la cerveza para los leñadores, aguamiel para el músico, sidra para el herrero y vino para todos los demás. Llegaos aquí, buen hidalgo, dijo á Roger, y sed muy bienvenido. Sabed que ha sido siempre costumbre del Pájaro Verde que el último en llegar pague una convidada. ¿Os conformáis á ello?

      – Me guardaré yo de contravenir los usos de vuestra casa, señora ventera. Pero no estará de más decir que si mi voluntad es buena mi bolsa no está muy henchida; sin embargo, daré con gusto hasta un ducado por obsequiar á los presentes.

      – ¡Bravo! gritaron todos á una voz, chocando y vaciando sus vasos.

      – ¡Bien dicho, frailecico mío! exclamó un vozarrón sonoro, á tiempo que una pesada mano caía sobre el hombro de Roger. Volvióse éste y vió á su lado á Tristán de Horla, su compañero de claustro, expulsado de la abadía aquella mañana.

      – ¡Por la cruz de Gestas! Malos días se le preparan á Belmonte, continuó el fornido exnovicio. En veinticuatro horas han dicho adiós á sus vetustos paredones dos de los tres hombres que había en todo el convento. Porque hace tiempo que te conozco, Roger amigo, y á pesar de tu carita de muñeca llegaras á ser todo un hombre. El otro á quien me refiero es el buen abad. Ni él es mi amigo ni yo le debo favores, pero tiene un corazón animoso y sangre de pura raza y vale mucho más que la partida de gansos que tiene á sus órdenes. ¿No es así, Rogerito?

      – Los monjes de Belmonte son unos santos…

      – Santos calabacines, que sólo entienden de darse buena vida y llenar el buche. ¿Crees tú que estos brazos míos y esa cabeza tuya nos fueron dados para llevar semejante vida? Mucho hay que hacer y que ganar en el mundo, amigo, pero no para los que se encierran entre cuatro paredes.

      – Pues entonces ¿por qué te hiciste novicio?

      – Justa es la pregunta, á fe mía y no difícil la respuesta. Porque la rubia Margot, de la Granja Real, se casó con Gandolfo el Zurdo, un pillete de siete suelas, dejando plantado á Tristán de Horla, no obstante sus promesas y otras cosas que yo me sé. Y estando dicho Tristán enamorado como un bolonio, se metió en el convento, en lugar de pedir al rey una alabarda ó un arco y de dar al Zurdo un pie de paliza como para él solo. Con la calma vino la reflexión, le pegué un susto al soplón Ambrosio, hice que me quitaran el hábito blanco, se enfureció el abad, y por él lo siento, dejé para siempre el monasterio y aquí me tienes más contento que unas pascuas.

      Echáronse á reir sus oyentes, á tiempo que llegaba la patrona con dos grandes jarros de vino y cerveza y tras ella una sirvienta con platos y cucharas que distribuyó á los parroquianos. Dos de éstos que vestían el verde sayo de los guardabosques retiraron el caldero del fuego é hicieron plato á los restantes y todos atacaron con apetito el humeante potaje. Roger se instaló en un ángulo algo apartado del fuego, donde podía comer y beber con sosiego á la vez que observar los hechos y dichos de aquella extraña reunión, iluminada por la luz del hogar y tres ó cuatro antorchas colocadas en aros de hierro fijos en las ennegrecidas paredes. Además de los guardabosques y algunos robustos jayanes que ganaban su vida carboneando y cortando leña en los vecinos montes, veíase allí á un músico de rubicunda nariz, á un alegre estudiante de Exeter, y más allá un sujeto de enmarañados cabellos y luenga barba, envuelto en tosco tabardo y un joven, al parecer montero ó paje, cuyo raído jubón no reflejaba gran crédito sobre la munificencia de su señor, quienquiera que fuese. Junto á él comía con apetito el alegre exnovicio, á cuya derecha quedaban tres rudos mozos de labranza. En el rincón más apartado del hogar roncaba un parroquiano, rendido por las frecuentes libaciones á que sin duda se había entregado antes de la llegada de los otros huéspedes.

      – Ese es Ferrus el pintor, dijo la tía Rojana señalando con el cucharón al dormido bebedor. ¡Y yo, tonta de mí, que le creí y le dí de beber antes de que me pintara la muestra prometida y ahora me quedo sin muestra y sin el vino que se me ha tragado ese perdulario! Figuraos, continuó la indignada ventera dirigiéndose á Roger, que Ferrus me ofreció esta mañana pintarme una enseña con un pájaro verde, nombre que ha llevado por luengos años esta honrada venta, á condición de darle todo el vino que quisiese durante su trabajo; ¡y ved aquí lo que ese farsante ha pintado y quiere que cuelgue yo á la puerta de mi casa!

      Diciendo esto presentó la buena mujer un tablero en el que sobre fondo rojizo y nada limpio se contoneaba una especie de gallina moribunda pintarrajeada de verde, con un ojo saltón y amarillento colocado más cerca del pescuezo que del pico; era éste encorvado y enorme, y de él pendía un cartelón pintado de blanco con esta inscripción en letras negras: ¡Al Pagaro Berde!

      Aquella obra maestra del pintor ambulante fué acogida con grandes risas, y el mismo Roger no pudo menos de convenir con la ventera en que aquel papagayo bizco y aquella ortografía fantástica perjudicarían á la buena fama del mesón y moverían á risa á los señores que allí se detuviesen á descansar y refrescar durante sus frecuentes cacerías.

      – Sería la ruina de mi casa, exclamó la tía Rojana.

      – No os apuréis, buena mujer, que yo espero mejorar algo el cuadro, dijo Roger, si vos me dáis los colores y pinceles del artista Ferrus.

      – El cielo os prospere si así lo hacéis, lindo señor, dijo ella sorprendida y encantada con aquella oferta; y en un santiamén le llevó y abrió el zurrón de Ferrus, admirando la prontitud y habilidad con que Roger manejó colores, paleta y pinceles y borrando el espantajo verde comenzó á pintar el fondo de la nueva muestra.

      – El barón de Ansur tendrá que arar él mismo sus campos, si quiere grano, voceaba en tanto uno de los bebedores, con zamarra y gruesas botas de cuero. Lo que es yo no vuelvo á poner el pie en sus tierras. Doscientos años hace que toda mi parentela suda la gota gorda para que los señores de Ansur tengan buen vino en sus mesas y copas de oro en que beberlo y brocados y sedas con que vestirse. ¡Voto á tal que desde hoy me quito la librea y no vuelvo á trabajar