Артур Конан Дойл

La guardia blanca


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No hubo hombre de armas ni paje ó escudero inglés que no hiciera prisionero por lo menos á un rico barón, conde ó alto caballero francés. Ahí está mi primo Roberto, un gañán como hay pocos, que al empezar la retirada del enemigo en Poitiers puso sus manazas sobre el paladín francés Amaury de Chateauville, dueño y señor de cien villas y castillos, quien tuvo que aprontar cinco mil libras de oro por su rescate, amén de dos caballos soberbios con riquísimas preseas. Cierto que el zafio de Roberto no tardó en quedarse sin blanca, gracias á una mozuela francesa, linda como una perla y más lista que una ardilla. Pero esas son cuentas suyas, y además ¿no se han hecho las doblas para gastarlas, sobre todo en compañía de un buen palmito? ¿Verdad, ma belle?

      – Bien dicen que nuestros valientes arqueros vuelven al país no sólo ricos sino corteses, replicó la Rojana, á quien habían impresionado vivamente la franqueza, el buen humor y la generosidad de su nuevo huésped.

      – ¡Á vuestra salud, ojos de cielo! fué la réplica del galante soldado, levantando su vaso y sonriendo á la ventera.

      – Una cosa no veo yo muy clara, señor arquero, dijo el estudiante de Exeter. Y es que habiendo firmado nuestro buen príncipe el tratado de Bretigny con el soberano francés, después de nuestras recientes y grandes victorias, nos habléis de guerra con Francia y de rescates y botines…

      – Lo cual quiere decir que yo miento, barbilindo, interrumpió el soldado, asiendo por las patas el enorme capón asado que delante tenía, como si fuese una maza de combate.

      – Líbreme Dios de semejante atrevimiento, exclamó apresuradamente el jovencillo. De allá venís vos, y quizás traigáis nuevas nunca oídas todavía en Inglaterra. La tregua con Francia no ha de ser eterna…

      – Ni mucho menos. Pero aun cuando es muy cierto, como decís, que hoy por hoy no estamos á rompernos los huesos con los soldados del rey Carlos, vuestra pregunta prueba que sois novicio en achaques de guerra. Habéis de saber que en tierra de Francia continúan los cintarazos, porque andan como siempre divididos y en armas brabantinos, nanteses, gascones y aventureros de todas clases, sin contar numerosas bandas de rufianes sin bandera, que cercan y saquean ciudades y dan y reciben cuchilladas sin cuento. Y malo sería que cuando cada quisque tiene la mano en la garganta del vecino y cada baroncillo marcha al frente de su mesnada contra el primero que se le ponga en el camino, no tuvieran medios de ganarse la vida en aquel río revuelto los quinientos arqueros ingleses que forman la invencible Guardia Blanca. No son tantos ahora, porque el caballero de Montclus se llevó un centenar de ellos en su expedición á Milán contra el Marqués de Monferrato; pero cuento reclutar yo mismo aquí no pocos muchachos ganosos de honra y provecho, y completar con ellos las filas del cuerpo más lucido que hoy campea bajo la bandera de San Jorge. Lo único que nos falta es que Sir León de Morel se avenga á dejar su castillo una vez más y á empuñar la espada, poniéndose al frente de nuestros arqueros.

      – No sería poca fortuna para ellos, observó el físico, porque exceptuando á nuestro príncipe y al noble señor de Chandos, no hay en todo el reino mejor lanza, ni valor más probado que el de Sir León de Morel.

      – Habláis como un libro, que yo le he visto batir el cobre y apenas hay quien le iguale. Nadie lo diría, con su cuerpecillo de paje, sus corteses maneras y su suave voz; pero ¡por mi espada! desde que nos embarcamos en Orvel hasta el sitio de París, y de esto hace ya casi veinte años, no hubo caballero inglés que diera mejor ejemplo, ni escaramuza, emboscada, asalto ó salida en que él no figurase en primera línea. En busca suya voy al castillo de Monteagudo, antes de reclutar mi gente, para entregarle una carta de Sir Claudio Latour, rogándole que ocupe el mando vacante por la partida de Montclus. Pero no quisiera presentarme a él solo, sino por lo menos con un buen par de futuros arqueros blancos… ¿Qué dices tú á eso, ganapán? preguntó Simón dirigiéndose á un atlético leñador.

      – Mujer y tres hijos tengo en mi cabaña, replicó éste y no puedo dejarlos por servir al rey.

      – ¿Y tú, mocito?

      – Yo soy hombre de paz, contestó Roger, y además tengo otra misión muy distinta.

      – ¡No estáis vosotros malas gallinas! ¿Dónde están los hombres de Dunán, de Malvar, de Balsain? ¿No hay ya más que mujeres en Corvalle y Vernel? Pues entonces ¡rayos y truenos! ¿por qué no vestís guardapiés y cofia y os ponéis á manejar la rueca, que no á beber con hombres?

      En aquel momento cayó una pesada mano sobre el hombro de Simón, la manaza de Tristán de Horla, á quien se oyó decir con gran calma:

      – Sois un embustero de tomo y lomo, señor arquero, como lo prueban las patrañas que nos endilgáis hace media hora; y sois además un deslenguado y os abofetearé lindamente si repetís las palabras que acabáis de decir.

      – ¡Bravo, mon garçon! gritó el arquero riendo á carcajadas. Ya sabía yo que de haber un hombre en el corro no me costaría trabajo descubrirlo. ¿Conque tú quieres abofetearme, eh? Pues mira, otra cosa te propongo. Una lucha en regla. No á puñadas, porque yo tengo mi plan y no quiero echar á perder esa cara de pascua que Dios te ha dado. Nos plantamos aquí en medio de la sala, nos agarramos cómo y por dónde podamos, y si tú me derribas te regalo aquel soberbio cobertor de pluma, que gané en la toma de Narbona y que no tiene igual ni en la cámara del rey…

      – Qué me place, asintió Tristán, quitándose apresuradamente ropilla y jubón y dejando ver los poderosos músculos de su cuello, pecho y brazos. Venid, arquero; ya podéis despediros de vuestro cobertor, y por lo menos de un par de huesos que voy á romperos contra el suelo.

      – Eres todo un hombre, cabeza roja, exclamó el arquero con gran risa, poniendo á un lado su jarro y apretando el ancho cinto de cuero.

      – Esperad, un momento, dijo un montero. Ya sabemos lo que el soldado apuesta; pero si vos perdéis, amigo Tristán ¿qué ganará con ello el otro?

      – Yo nada tengo que apostar, replicó Tristán muy contrariado y mirando á Simón.

      – Sí tienes, gigante mío, sí tienes, dijo éste. Si me derribas, te llevas el cobertor de una princesa; pero si te derribo yo, me llevo tu cuerpo, sin ser el diablo, y lo alisto por cuatro años en la Guardia Blanca, con otros mocetones como tú que espero llevarme á Francia y que si escapan con vida me lo han de agradecer.

      – ¡Eso es! Justa es la propuesta, exclamaron tres ó cuatro voces.

      – Aceptado, y basta de charla, dijo Tristán adelantando el pie izquierdo, echando hacia atrás el cuerpo y abriendo y cerrando las enormes manos.

      El arquero, aunque de estatura mucho menor, tenía músculos de acero y era luchador experto. Acercóse con cauto paso á su adversario, que le miraba con ceño, erizada la roja cabellera y pronto á asirle entre sus garras. Sonrióse el arquero, y de pronto se lanzó sobre su contrincante con la velocidad del rayo, rodeó con su pierna la de Tristán y enlazándole la cintura con sus nervudos brazos, procuró hacer caer de espaldas al gigante. Pocos hombres hubieran resistido aquel ataque furioso, pero Tristán, sin perder pie, dió al arquero una sacudida terrible y lo arrojó contra la pared como disparado por una catapulta.

      –¡Ma foi! En poco ha estado que te ganaras el cobertor y me hicieras abrir con la cabeza una ventana más en esta honrada hostelería, dijo el sorprendido soldado, que á duras penas pudo conservar el equilibrio. Probemos otra vez.

      Y volviendo al centro de la estancia fingió repetir su ataque anterior; inclinóse Tristán para echarle mano, tomando así la actitud que deseaba Simón, quien con rapidez increíble lo asió por ambas piernas, ó más bien se lanzó contra ellas, obligando á Tristán á caer hacia adelante y sobre las espaldas del arquero y de ellas de cabeza al suelo. Graves consecuencias hubiera tenido el golpazo para nuestro exnovicio, á no haberlo dado de lleno en la panza del malhadado pintor, que seguía durmiendo la mona en su rincón, ajeno á cuanto en la venta ocurría. Despertóse sobresaltado y dando grandes gritos, hiciéronle coro los espectadores con sus carcajadas y bravos; pero sobre todo aquel estrépito se oyeron las voces estentóreas del vencido atleta, pidiendo que continuase la lucha.

      – ¡Otra vez, otra vez! ¡Venid,