de matarnos, nos hizo cortar tres dedos de cada mano para que no pudiésemos despacharle más soldados ó atravesarle á él mismo los hígados de un flechazo. ¡Quiera Dios que estos dos hijos míos paguen un día con creces la deuda de su padre! Entre tanto, el rey me ha dado esa casita y algunas tierras acá en el sur, y de su producto vivimos. ¡Á ver, muchachos! ¿Cuál es el precio de los dos pulgares de vuestro padre?
– Veinte vidas escocesas, contestó el mayor.
– ¿Y por los otros cuatro dedos que me faltan?
– Diez vidas más, dijo su hermanito.
– Total treinta. Cuando puedan doblar mi gran arco de guerra, los enviaré á la frontera, para que se alisten á las órdenes del invencible Copeland, gobernador de Carlisle. Y os aseguro que como lleguen á verse frente á frente de mi verdugo y á menos de cuatrocientos pasos, no cortará más dedos ingleses el viejo zorro de Douglas.
– Así viváis para verlo, camarada, dijo Simón. Y vosotros, mes enfants, tened presente el consejo de un arquero veterano y que sabe su oficio: al tender el arco, la mano derecha pegada al cuerpo, para tirar de la cuerda no sólo con la fuerza del brazo, sino con ayuda del costado y muslo derechos. Y por vuestra vida, aprended también á disparar formando curva, pues aunque de ordinario la flecha va derecha al blanco, os hallaréis muchas veces atacando á gentes parapetadas tras las almenas ó en lo alto de una torre, ó á enemigos que ocultan pecho y cara con el escudo y á quienes sólo matan las flechas que les caen del cielo. No he tendido un arco hace dos semanas, pero eso no quita que os pueda dar una lección práctica, para que sepáis cómo taladrarle los sesos á un escocés, aunque sólo le veáis las plumas de la gorra.
Diciendo esto, asió Simón el poderoso arco que á la espalda llevaba, tomó tres flechas y señaló á los niños, que ávidamente seguían todos sus movimientos, un altísimo árbol y más allá, en un claro del bosque, un tronco carcomido de un pie de diámetro y no más de dos ó tres de altura. Midió el arquero la distancia con mirada de águila y en seguida lanzó las tres flechas una tras otra, con increíble rapidez y apuntando á lo alto. Las flechas pasaron rozando las ramas más elevadas del árbol y dos de ellas fueron á clavarse en el tronco de que hemos hablado, describiendo una curva enorme y perfecta. La tercera flecha rozó el seco tronco y penetró profundamente en la tierra, á dos pulgadas de aquél.
– ¡Soberbio! exclamó el mutilado arquero. ¡Aprended, muchachos, que este es buen maestro!
– Á fe mía que si empezara á hablaros de arcos y ballestas no acabara en todo el día, dijo Simón. En la Guardia Blanca tenemos tiradores capaces de asaetear uno por uno todos los encajes y junturas de la armadura mejor construida. Y ahora, pequeñuelos, id á traerme mis flechas, que algo cuestan y mucho sirven y no es cosa de dejarlas clavadas en los troncos secos del camino. Adiós, camarada; os deseo que adiestréis ese par de halconcillos de manera que un día puedan traeros buena caza y le saquen también los ojos al pajarraco con quien tenéis pendiente tan grave cuenta.
Dejando atrás al mutilado arquero, siguieron la senda que se estrechaba al penetrar en el bosque, cuyo silencio interrumpió de pronto el ruido de una carrera precipitada entre la maleza. Un instante después saltó al camino una hermosa pareja de gamos, y aunque los viajeros se detuvieron, el macho, alarmado, saltó de nuevo y desapareció á la izquierda del camino. La hembra permaneció unos instantes como asombrada, mirando al grupo con sus grandes y dulces ojos. Contemplaba Roger con admiración el soberbio animal, pero Simón no pudo resistir el instinto del cazador y preparó su arco.
–¡Tête Dieu! exclamó en voz baja. No vamos á tener mal asado en la comida.
– ¡Teneos, amigo! dijo Tristán posando la mano sobre el arco de Simón, á tiempo que el gamo desaparecía á todo correr. ¿No sabéis que la ley es rigorosísima? En mi mismo pueblo de Horla recuerdo á dos cazadores á quienes sacaron los ojos por matar esos animales. Confieso que no me fuisteis muy simpático la primera vez que os ví y oí, pero desde entonces he aprendido á estimaros y ¡por la cruz de Gestas! no quisiera ver el cuchillo de los guardabosques jugándoos una mala partida.
– Tengo por oficio arriesgar mi pellejo, repuso Simón encogiéndose de hombros.
Sin embargo, volvió á poner la flecha en su aljaba, se echó el arco al hombro y continuó andando entre sus dos amigos. Iban subiendo una cuesta y pronto llegaron á un punto elevado desde el cual pudieron ver á la izquierda y detrás de ellos el espeso bosque y hacia la derecha, aunque á gran distancia, la alta torre blanca de Salisbury, cuyas alegres casitas rodeaban la iglesia y se extendían por la ladera. La vegetación poderosa, el aire puro de la montaña, el canto de multitud de pajarillos y la vista de los ondulantes prados que más allá de Salisbury se divisaban, eran espectáculo tan nuevo como interesante para Roger, que hasta entonces había vivido en la costa. Respiraba con delicia y sentía que la sangre corría con más fuerza por sus venas. El mismo Tristán apreció la belleza del paisaje y el robusto arquero entonó, ó por mejor decir, desentonó algunas picantes canciones francesas, con voz y berridos capaces de no dejar un solo pájaro en media milla á la redonda.
Tendiéronse sobre la hierba y tras breve silencio dijo Simón:
– Me gusta el compañero ese que hemos dejado allá abajo. Se le ve en la cara el odio que guarda á su verdugo, y á la verdad, me placen los hombres que saben preparar una venganza justa y mostrar un poco de hiel cuando llega la ocasión.
– ¿No sería más humano y más noble mostrar un poco de amor al prójimo? preguntó Roger.
– Sermoncico tenemos, dijo Simón. Pero á bien que en eso de amor al prójimo estoy contigo, padre predicador; porque supongo que incluirás al bello sexo, que no tiene admirador más ferviente que yo. ¡Ah, les petites, como decíamos en Francia, han nacido para ser adoradas! Me alegro de ver que los frailes de Belmonte te han dado tan buenas lecciones, muchacho.
– No, no hablo del bello sexo ni de amor mundano. Lo que quise decir fué que bien pudo el vengativo campesino tener en su corazón menos odio á sus enemigos.
– Es imposible, contestó Simón moviendo la cabeza negativamente. El hombre ama naturalmente á los suyos, á los de su raza. Pero ¿cómo puede comprenderse que un inglés sienta el menor afecto por escoceses ó franceses? No los has visto tú en una de sus correrías, hendiendo cabezas y sajando cuerpos de hermanos nuestros. ¡Por el filo de mi espada! preferiría darle un abrazo al mismo Belcebú antes que estrechar la mano de uno de esos bergantes, aunque se llame el rey Roberto, ó Douglas el Diablo de Escocia, ó sea el mismísimo condestable Bertrán Duguesclín de Francia. Voy sospechando, mon garçon, que los obispos saben más que los abades, ó por lo menos dejan muy atrás á tu abad de Belmonte, porque yo mismo he visto con estos ojos al obispo de Lincoln agarrar con ambas manos un hacha de dos filos y atizarle á un soldado escocés tamaño hachazo que le partió la cabeza en dos, desde la coronilla hasta la barba. Con que si esa es la manera de mostrar amor fraternal, tú dirás.
Ante argumento tan irresistible como el hachazo del obispo se quedó Roger sin réplica y no poco escandalizado.
– ¿Es decir que también habéis hecho armas contra los escoceses? preguntó por fin.
– ¡Pues bueno fuera! El primer flechazo que tiré desde las filas, y á matar, fué allá por Milne, un pedregal escocés lleno de cañadas y vericuetos. Nos mandaban Berwick y Copeland, el mismo que después hizo prisionero al rey de aquellos montañeses. Buena escuela, recluta, buena escuela es aquella para gente de guerra, y siento que antes de llevarte á Francia no hayas dado un paseo por aquellos riscos.
– Tengo entendido que son los escoceses buenos guerreros, observó Tristán.
– Fuertes y sufridos; no adelantan durante el combate, pero tampoco huyen, sino que se aguantan á pie firme, dando cada toque que saca chispas de cascos y coseletes. Con el hacha y la espada de combate no tienen igual, pero son muy malos ballesteros, y lo que es con el arco, no se diga. Además, los escoceses son por lo general muy pobres, aun sus jefes, y pocos de ellos pueden comprarse una cota de malla tan modesta como la que yo llevo puesta. De aquí que luchen con gran desventaja contra nuestros caballeros, muchos de los