exclamó Tristán. No es flaqueza de ánimo, que yo conozco bien á este muchacho. Su corazón es tan entero como el tuyo ó el mío; lo que hay es que tiene en su mollera mucho más de lo que tú tendrás nunca debajo de ese puchero de peltre que te cubre el cráneo y por consiguiente ve más allá y siente más hondo que nosotros, y se afecta con lo que no puede afectarnos.
– No hay duda que para mirar con indiferencia correr la sangre se requiere aprendizaje, asintió Simón, después de reirse de la irrespetuosa salida de su recluta.
– Estos religiosos extranjeros me parecen gente muy santa, observó Roger, pues de lo contrario no se impondrían tan cruel martirio en satisfacción de pecados ajenos.
– Pues yo me río de ellos y de sus azotes, salmos y melindres, dijo Tristán. ¿Á quién aprovecha la sangre que derraman? Déjate de simplezas, Roger, que después de todo esos frailes pueden ser muy bien como algunos que tú y yo conocemos, ¿eh? Más les valiera dejar tranquilas sus espaldas y no meterse á redentores sino ser algo más humildes, que á la legua se les trasluce el orgullo.
– ¡Por el rabo de Satanás, recluta, jamás creí que con esa cabeza color de zanahoria pudieras tú pensar cosas tan discretas! Diga lo que quiera el sabio Roger, ni este arquero, ni por lo visto este mameluco rojo, creerán jamás que al buen Dios le guste ver á los hombres, frailes ó no frailes, abriéndose las carnes con un rebenque. De seguro que mira con mejores ojos á un soldado franco y alegre como yo, que nunca ofendió al vencido ni volvió la espalda al enemigo.
– Pensáis como podéis, y creéis decir bien, repuso Roger. Pero ¿acaso imagináis que no hay en el mundo otros enemigos que los guerreros franceses, ni más gloria que la que pueda alcanzarse combatiéndolos? Vos tendríais por esforzado campeón al que en un solo día venciese á siete poderosos rivales. Pues ¿qué me decís del justo que ataque, venza y subyugue á esos otros siete y más poderosos enemigos del alma, los pecados capitales, con algunos de los cuales ha de durar su lucha años enteros? Esos campeones que yo admiro son los modestos servidores de Dios que mortifican la carne para dominar el espíritu. Los admiro y los respeto.
– Sea en buen hora, mon petit, y nadie te lo ha de impedir mientras yo ande cerca. Para predicador no tienes precio. Como que me recuerdas al difunto padre Bernardo, que fué un tiempo capellán de la Guardia Blanca y que era un ángel con verrugas y cabellos canos. Por cierto que en la batalla de Brignais lo atravesó con su pica un soldado tudesco al servicio del rey de Francia, sacrilegio por el cual obtuvimos que el Papa de Avignón excomulgara al matador. Pero como nadie le conocía y sólo sabíamos de él que era bajo y rechoncho y manejaba la pica como un ariete, es de temer que la excomunión no le haya alcanzado, ó lo que es peor, que haya recaído sobre algún otro maldito tudesco de los muchos que dejan su tierra para dejar después el pellejo en Francia.
Rióse Roger de los fantásticos conocimientos canónicos del veterano, á quien preguntó si la valiente Guardia Blanca había llegado en efecto hasta Avignón y doblado la rodilla ante el sucesor de San Pedro.
– No lo dudes, chiquillo, contestó Simón. Dos veces he visto yo al Papa Urbano con mis propios ojos. Es, ó era, porque en el campamento se habló hace poco de su muerte, un viejecillo chiquitín, con ojos muy grandes, nariz encorvada y un mechón de pelo blanco en la barba. La primera vez le sacamos diez mil ducados, pero gritó y se enfureció de mala manera. La segunda entrevista fué para pedirle veinte mil ducados más, y te aseguro que armó un cisco feroz. Tres días de reyertas y cabildeos nos costó antes de que nuestro capitán nos llamara para recibir y conducir las talegas que contenían las doblas de oro. Yo he creído siempre que hubiéramos salido mejor librados saqueando el palacio del Papa, pero los jefes ingleses se opusieron á ello. Recuerdo que un cardenal vino á preguntarnos si preferíamos recibir quince mil ducados con una indulgencia plenaria para cada arquero, ó veinte mil ducados con la maldición de Urbano V. En todo el campo no hubo más que una opinión: veinte mil ducados. Sin embargo nuestro capitán acabó por ceder y recibimos la bendición apostólica contra toda nuestra voluntad y un sin fin de indulgencias. Quizás valiera más así, porque bien las necesitábamos los arqueros blancos por aquel entonces.
El piadoso Roger escuchaba horrorizado aquellos detalles. Las creencias de toda su vida, su profundo respeto por la dignidad pontificia, la veneración que profesaba al jefe visible de la Iglesia, todo le impulsaba á protestar contra la escandalosa irreverencia del soldado. Parecíale que con solo escuchar el impío relato había pecado él mismo; que el sol debía ocultar sus brillantes rayos tras negras nubes y trocar el campo sus alegres galas por la desolación y la tristeza del desierto. Sólo recobró un tanto la perdida calma cuando se hubo postrado de hinojos ante una de las toscas cruces inmediatas al camino y orado fervorosamente, pidiendo para el arquero y para sí mismo el perdón del Cielo.
CAPÍTULO VIII
LOS TRES AMIGOS
TRISTÁN y Simón siguieron andando. Al terminar Roger sus oraciones recogió bastón y hatillo y corriendo como un gamo no tardó en llegar á una cabaña situada á la izquierda del sendero y rodeada de una cerca, junto á la cual estaban el arquero y su recluta, mirando á dos niños de unos ocho y diez años respectivamente; plantados ambos en medio del jardinillo que cercaba la casa, silenciosos é inmóviles, fija la vista en los árboles del otro lado del camino y teniendo en la mano izquierda, extendido horizontalmente el brazo, unos largos palos á manera de pica ó alabarda, parecían dos soldados en miniatura. Eran ambos de agraciadas facciones, azules ojos y rubio cabello; el bronceado color de su tez era claro indicio de la vida que hacían al aire libre en la soledad del frondoso bosque.
– ¡De tal palo tal astilla! gritaba regocijado el buen Simón al llegar Roger. Esta es la manera de criar chiquillos. ¡Por mi espada! yo mismo no hubiera podido adiestrarlos mejor.
– Pero ¿qué es ello? preguntó Roger. Parecen dos estatuas. ¿Les pasa algo?
– No, sino que están acostumbrando y fortaleciendo el brazo izquierdo para sostener debidamente, cuando sean hombres, el pesado arco de combate. Así mismo me enseñó mi padre y seis días de la semana tenía que aguantarme en esa posición lo menos una hora por día, sosteniendo á brazo tendido el pesado bastón herrado de mi padre, hasta que el brazo me parecía de plomo. ¡Hola, bribonzuelos! ¿cuánto os falta todavía?
– Hasta que el sol salga por encima de aquel roble más alto y nos haga cerrar los ojos, contestó el mayor.
– ¿Y qué váis á ser vosotros? ¿Pecheros, leñadores?
– ¡No, arqueros! dijeron ambos á una voz.
– ¡Bien contestado, granujas! Ya se echa de ver que vuestro padre es de los míos. Pero ¿qué haréis cuando seáis soldados?
– Matar escoceses, dijo el chiquitín frunciendo el ceño.
– ¡Acabáramos! ¿Y qué entuerto os han hecho los pobres súbditos del rey Roberto? Sé que las galeras de España y Francia no han andado muy lejos de Southampton en estos últimos tiempos, pero dudo que los escoceses asomen por aquí ahora ni en muchos años.
– Pues nosotros, insistió el mayor de los niños, aprendemos á manejar el arco para matar escoceses, y no franceses ni españoles, porque aquéllos fueron los que cortaron los dedos á nuestro padre, para que no pudiera volver á manejar su arco.
– Muy cierto es eso, dijo una voz sonora detrás de los caminantes.
Era el que hablaba un rudo campesino de alta estatura, que al acercarse levantó ambas manos, á cada una de las cuales le faltaban el pulgar y los dos primeros dedos.
– ¡Por San Jorge! ¿Quién os ha maltratado de esa manera, camarada? preguntó Simón.
– Bien se echa de ver, repuso el otro, que sois nacido lejos de la tierra maldita de Escocia y que aunque soldado, no os han conducido nuestras banderas á las guaridas de aquellos lobos. De lo contrario reconoceríais desde luego en estas mutilaciones la barbarie de Douglas el Diablo, ó el Conde Negro, como también le llaman.
– ¿Os hizo prisionero?
– Sí, por mi mal. Nací en el norte, en Beverley, cerca