deseos de mi espíritu. Además, la manera poco ceremoniosa con que le declararon cesante, y el haber sido considerado como enemigo por sus adversarios políticos, fué en cierto modo agradable al ex-Inspector de Aduana, puesto que su apatía en los asuntos de la política, – su tendencia á divagar, á merced de su voluntad, por el vasto y apacible campo en que todo el género humano puede codearse sin reparo, antes que ceñirse á los estrechos senderos en que los hermanos de un mismo hogar tienen que separarse unos de otros, – había hecho que sus mismos correligionarios le mirasen con cierta sospecha, dudando si en realidad les pertenecía. Pero ahora, después de haber obtenido la corona del martirio, la duda desapareció. Por otra parte, á pesar de lo poco heroica que es su naturaleza, parecía más decoroso verse también arrastrado en la caída del partido á que estaba afiliado, que no permanecer de pie cuando tantos hombres, mucho más meritorios, iban cayendo día tras día; y, por último, era eso preferible á quedarse cuatro años más en su puesto, á la merced de una Administración hostil, para verse á la postre obligado á definir su posición de nuevo, y mendigar tal vez la buena voluntad de los vencedores.11
Entretanto, la prensa periódica había tomado por su cuenta el asunto de mi cesantía, y durante un par de semanas me exhibió ante el público en mi nuevo estado de persona decapitada, deseando yo que me dejaran en paz y me enterrasen al fin, como conviene á un hombre políticamente muerto. Esto, hablando naturalmente en el sentido figurado, porque en la realidad, todo este tiempo en que se trataba de mí en los periódicos como del Inspector decapitado, tenía yo muy bien asegurada la cabeza en los hombros, y había llegado á la excelente conclusión de que no hay mal que por bien no venga; y empleando algunos cuantos reales en tinta, papel y plumas, abrí mi olvidado escritorio, y me convertí de nuevo en hombre de letras.
Entonces fué cuando dediqué toda mi atención á las lucubraciones de mi antiguo predecesor el Inspector de Aduana Sr. Pue; y como mis facultades intelectuales se hallaban un tanto entorpecidas por la falta de conveniente uso durante largo tiempo, pasó también alguno antes de que me fuera dado trabajar en mi narración de una manera algo satisfactoria. Y con todo, á pesar de que la obra absorbía por completo mis pensamientos, ésta se presenta á mi vista con un aspecto sombrío y grave, sin que la alegre un festivo rayo de sol, sin que se hagan sentir mucho en ella las dulces y familiares influencias que á menudo suavizan casi todas las escenas de la naturaleza y de la vida real, y debieran suavizar también la pintura que de ellas se hace. Este efecto poco halagüeño es quizás el resultado del período de agitación é incertidumbre en que la historia tomó forma; sin que indique carencia de buen humor en el espíritu del novelista, pues era más feliz mientras divagaba entre la lobreguez de estas tristes fantasías suyas, que en ninguna otra época desde que salió de la Antigua Mansión. Pero continuando con la metáfora de la guillotina política, si este bosquejo de la Aduana, que voy á terminar, pareciere por ventura demasiado autobiográfico para que lo publique en vida una persona que, como su autor, no es de mucho viso, téngase en cuenta que procede de un caballero que lo escribe desde ultratumba. ¡La paz sea con el mundo! ¡Mi bendición para mis amigos! ¡Mi perdón para mis enemigos! ¡Me encuentro en la región del reposo!
La vida de la Aduana yace en lo pasado, como si fuera un sueño. El octogenario empleado del resguardo, – que, siento decirlo, murió hace algún tiempo en consecuencia de la coz de un caballo, pues de lo contrario habría vivido de seguro eternamente, – así como todos los demás venerables personajes que se sentaban junto con él en la Aduana, se han convertido para mí en sombras: imágenes de rostros arrugados y cabezas blancas en canas, con quienes mi fantasía se ocupó algún tiempo y que ya ha arrojado á lo lejos para siempre. Los comerciantes, cuyos nombres me eran tan familiares hace sólo seis meses, estos hombres del tráfico que parecía ocupaban una posición tan importante en el mundo, – ¡cuán corto tiempo se ha necesitado para separarme de todos ellos, y aun para borrarlos de la memoria, hasta el punto de haberme sido preciso un esfuerzo para recordar el rostro y nombre de alguno que otro!
Pronto, igualmente, mi antigua ciudad nativa se me presentará al través de la bruma de los recuerdos que la envolverá por todas partes, como si no fuera una porción de este mundo real y positivo, sino una gran aldea allá en una región nebulosa, con habitantes imaginarios que pueblan sus casas de madera, y pasean por sus feas callejuelas y su calle principal tan uniforme y poco pintoresca. Desde ahora en adelante cesa de ser una realidad de mi vida: soy un ciudadano de otro lugar cualquiera. No lo sentirán mucho las buenas gentes de Salem, pues aunque me he empeñado en llegar con mis tareas literarias á ser algo á los ojos de esos paisanos míos, y dejar una memoria grata de mi nombre en esa que ha sido cuna, morada y cementerio de tantos de mis antepasados, – nunca encontré allí la atmósfera genial que requiere un hombre de letras para que se sazonen debidamente los frutos de su inteligencia. Haré algo mejor entre otras personas; y apenas tengo que añadir que aquellas, que me son tan familiares, no echarán de menos mi ausencia.
I
LA PUERTA DE LA PRISIÓN
UNA multitud de hombres barbudos, vestidos con trajes obscuros y sombreros de copa alta, casi puntiaguda, de color gris, mezclados con mujeres unas con caperuzas y otras con la cabeza descubierta, se hallaba congregada frente á un edificio de madera cuya pesada puerta de roble estaba tachonada con puntas de hierro.
Los fundadores de una nueva colonia, cualesquiera que hayan sido los ensueños utópicos de virtud y felicidad que presidieran á su proyecto, han considerado siempre, entre las cosas más necesarias, dedicar á un cementerio una parte del terreno virgen, y otra parte á la erección de una cárcel. De acuerdo con este principio, puede darse por sentado que los fundadores de Boston edificaron la primera cárcel en las cercanías de Cornhill, así como trazaron el primer cementerio en el lugar que después llegó á ser el núcleo de todos los sepulcros aglomerados en el antiguo campo santo de la Capilla del Rey. Es lo cierto que quince ó veinte años después de fundada la población, ya la cárcel, que era de madera, presentaba todas las señales exteriores de haber pasado algunos inviernos por ella, lo que le daba un aspecto más sombrío que el que de suyo tenía. El orín de que estaba cubierta la pesada obra de hierro de su puerta, la dotaba de una apariencia de mayor antigüedad que la de ninguna otra cosa en el Nuevo Mundo. Como todo lo que se relaciona de un modo ú otro con el crimen, parecía no haber gozado nunca de juventud. Frente á este feo edificio, y entre él y los carriles ó rodadas de la calle, había una especie de pradillo en que crecían en abundancia la bardana y otras malas hierbas por el estilo, que evidentemente encontraron terreno apropiado en un sitio que ya había producido la negra flor común á una sociedad civilizada, – la cárcel. Pero á un lado de la puerta, casi en el umbral, se veía un rosal silvestre que en este mes de Junio estaba cubierto con las delicadas flores que pudiera decirse ofrecían su fragancia y frágil belleza á los reos que entraban en la prisión, y á los criminales condenados que salían á sufrir su pena, como si la naturaleza se compadeciera de ellos.
La existencia de este rosal, por una extraña casualidad, se ha conservado en la historia; pero no trataremos de averiguar si fué simplemente un arbusto que quedó de la antigua selva primitiva después que desaparecieron los gigantescos pinos y robles que le prestaron sombra, ó si, como cuenta la tradición, brotó bajo las pisadas de la santa Ana Hutchinson12 cuando entró en la cárcel. Sea de ello lo que fuere, puesto que lo encontramos en el umbral de nuestra narración, por decirlo así, no podemos menos que arrancar una de sus flores y ofrecérsela al lector, esperando que simbolice alguna apacible lección de moral, ya se desprenda de estas páginas, ó ya sirva para mitigar el sombrío desenlace de una historia de fragilidad humana y de dolor.
II
LA PLAZA DEL MERCADO
EL pradillo frente á la cárcel, del cual hemos hecho mención, se hallaba ocupado hace unos doscientos años, en una mañana de verano, por un gran número de habitantes de Boston, todos con las miradas dirigidas á la puerta de madera de roble con puntas de hierro. En cualquiera otra población de la Nueva Inglaterra, ó en un período posterior de su historia, nada bueno habría augurado el aspecto sombrío de aquellos rostros barbudos; se habría dicho que anunciaba la próxima ejecución de algún criminal notable,