tan descarada de hacer patente su habilidad. ¿Á qué equivale esto, comadres, sino á burlarse de nuestros piadosos magistrados, y vanagloriarse de lo que esos dignos caballeros creyeron que sería un castigo?
– Bueno fuera, – exclamó la más cariavinagrada de aquellas viejas, – que despojásemos á Madama Ester de su hermoso traje, y en vez de esa letra roja tan primorosamente bordada, le claváramos una hecha de un pedazo de esta franela que uso para mi reumatismo.
– ¡Oh! basta, vecinas, basta, – murmuró la más joven de las circunstantes, – hablad de modo que no os oiga. ¡No hay una sola puntada en el bordado de esa letra que no la haya sentido en su corazón!
El sombrío alguacil hizo en este momento una señal con su vara.
– Buena gente, haced plaza; ¡haced plaza en nombre del Rey! exclamó. Abridle paso, y os prometo que Madama Ester se sentará donde todo el mundo, hombre, mujer ó niño, podrá contemplar perfectamente y á su sabor el hermoso adorno desde ahora hasta la una de la tarde. El cielo bendiga la justa Colonia de Massachusetts, donde la iniquidad se vé obligada á comparecer ante la luz del sol. Venid acá Madama Ester, y mostrad vuestra letra escarlata en la plaza del mercado.
Inmediatamente quedó un espacio franco al través de la turba de espectadores. Precedida del alguacil, y acompañada de una comitiva de hombres de duro semblante y de mujeres de rostro nada compasivo, Ester Prynne se adelantó al sitio fijado para su castigo. Una multitud de chicos de escuela, atraídos por la curiosidad y que no comprendían de lo que se trataba, excepto que les proporcionaba medio día de asueto, la precedía á todo correr, volviendo de cuando en cuando la cabeza ya para fijar las miradas en ella, ya en la tierna criaturita, ora en la letra ignominiosa que brillaba en el seno de la madre. En aquellos tiempos la distancia que había de la puerta de la cárcel á la plaza del mercado no era grande; sin embargo, midiéndola por lo que experimentaba Ester, debió de parecerle muy larga, porque á pesar de la altivez de su porte, cada paso que daba en medio de aquella muchedumbre hostil era para ella un dolor indecible. Se diría que su corazón había sido arrojado á la calle para que la gente lo escarneciera y lo pisoteara. Pero hay en nuestra naturaleza algo, que participa de lo maravilloso y de lo compasivo, que nos impide conocer toda la intensidad de lo que padecemos, merced al efecto mismo de la tortura del momento, aunque más tarde nos demos cuenta de ello por el dolor que tras sí deja. Por lo tanto, con continente casi sereno sufrió Ester esta parte de su castigo, y llegó á un pequeño tablado que se levantaba en la extremidad occidental de la plaza del mercado, cerca de la iglesia más antigua de Boston, como si formara parte de la misma.
En efecto, este cadalso constituía una parte de la maquinaria penal de aquel tiempo, y si bien desde hace dos ó tres generaciones es simplemente histórico y tradicional entre nosotros, se consideraba entonces un agente tan eficaz para la conservación de las buenas costumbres de los ciudadanos, como se consideró más tarde la guillotina entre los terroristas de la Francia revolucionaria. Era, en una palabra, el tablado en que estaba la picota: sobre él se levantaba la armazón de aquel instrumento de disciplina, de tal modo construído que, sujetando en un agujero la cabeza de una persona, la exponía á la vista del público. En aquella armazón de hierro y madera se hallaba encarnado el verdadero ideal de la ignominia; porque no creo que pueda hacerse mayor ultraje á la naturaleza humana, cualesquiera que sean las faltas del individuo, como impedirle que oculte el rostro por un sentimiento de vergüenza, haciendo de esa imposibilidad la esencia del castigo. Con respecto á Ester, sin embargo, como acontecía más ó menos frecuentemente, la sentencia ordenaba que estuviera de pie cierto tiempo en el tablado, sin introducir el cuello en la argolla ó cepo que dejaba expuesta la cabeza á las miradas del público. Sabiendo bien lo que tenía que hacer, subió los escalones de madera, y permaneció á la vista de la multitud que rodeaba el tablado ó cadalso.
La escena aquella no carecía de esa cierta solemnidad pavorosa que producirá siempre el espectáculo de la culpa y la vergüenza en uno de nuestros semejantes, mientras la sociedad no se haya corrompido lo bastante para que le haga reir en vez de estremecerse. Los que presenciaban la deshonra de Ester Prynne no se encontraban en ese caso. Era gente severa y dura, hasta el extremo de que habrían contemplado su muerte, si tal hubiera sido la sentencia, sin un murmullo ni la menor protesta; pero no habrían podido hallar materia para chistes y jocosidades en una exhibición como esta de que hablamos: y dado caso que hubiese habido alguna disposición á convertir el castigo aquel en asunto de bromas, toda tentativa de este género habría sido reprimida con la solemne presencia de personas de tanta importancia y dignidad como el Gobernador y varios de sus consejeros: un juez, un general, y los ministros de justicia de la población, todos los cuales estaban sentados ó se hallaban de pie en un balcón de la iglesia que daba á la plataforma. Cuando personas de tanto viso podían asistir á tal espectáculo, sin arriesgar la majestad ó la reverencia debida á su jerarquía y empleo, era fácil de inferirse que la aplicación de una sentencia legal debía de tener un significado tan serio cuanto eficaz; y por lo tanto, la multitud permanecía silenciosa y grave. La infeliz culpable se portaba lo mejor que le era dado á una mujer que sentía fijas en ella, y concentradas en la letra escarlata de su traje, mil miradas implacables. Era un tormento insoportable.
Hallándose Ester dotada de una naturaleza impetuosa y dejándose llevar de su primer impulso, había resuelto arrostrar el desprecio público, por emponzoñados que fueran sus dardos y crueles sus insultos; pero en el solemne silencio de aquella multitud había algo tan terrible, que hubiera preferido ver esos rostros rígidos y severos descompuestos por las burlas y sarcasmos de que ella hubiese sido el objeto; y si en medio de aquella muchedumbre hubiera estallado una carcajada general, en que hombres, mujeres, y hasta los niños tomaran parte, Ester les habría respondido con amarga y desdeñosa sonrisa. Pero abrumada bajo el peso del castigo que estaba condenada á sufrir, por momentos sentía como si tuviera que gritar con toda la fuerza de sus pulmones y arrojarse desde el tablado al suelo, ó de lo contrario volverse loca.
Había sin embargo intervalos en que toda la escena en que ella desempeñaba el papel más importante, parecía desvanecerse ante sus ojos, ó á lo menos, brillaba de una manera indistinta y vaga, como si los espectadores fueran una masa de imágenes imperfectamente bosquejadas ó de apariencia espectral. Su espíritu, y especialmente su memoria, tenían una actividad casi sobrenatural, y la llevaban á la contemplación de algo muy distinto de lo que la rodeaba en aquellos momentos, lejos de esa pequeña ciudad, en otro país donde veía otros rostros muy diferentes de los que allí fijaban en ella sus implacables miradas. Reminiscencias de la más insignificante naturaleza, de sus juegos infantiles, de sus días escolares, de sus riñas pueriles, del hogar doméstico, se agolpaban á su memoria mezcladas con los recuerdos de lo que era más grave y serio en los años subsecuentes, un cuadro siendo precisamente tan vivo y animado como el otro, como si todos fueran de igual importancia, ó todos un simple juego. Tal vez era aquello un recurso que instintivamente encontró su espíritu para librarse, por medio de la contemplación de estas visiones de su fantasía, de la abrumadora pesadumbre de la realidad presente.
Pero sea de ello lo que fuere, el tablado de la picota era una especie de mirador que revelaba á Ester todo el camino que había recorrido desde los tiempos de su feliz infancia. De pie en aquella triste altura, vió de nuevo su aldea nativa en la vieja Inglaterra y su hogar paterno: una casa semi-derruida de piedra obscura, de un aspecto que revelaba pobreza, pero que conservaba aún sobre el portal, en señal de antigua hidalguía, un escudo de armas medio borrado. Vió el rostro de su padre, de frente espaciosa y calva y venerable barba blanca que caía sobre la antigua valona del tiempo de la reina Isabel de Inglaterra. Vió también á su madre, con aquella mirada de amor llena de ansiedad y de cuidado, siempre presente en su recuerdo y que, aún después de su muerte, con frecuencia y á manera de suave reproche, había sido una especie de preventivo en la senda de su hija. Vió su propio rostro, en el esplendor de su belleza juvenil é iluminando el opaco espejo en que acostumbraba mirarse. Allí contempló otro rostro, el de un hombre ya entrado en años, pálido, delgado, con fisonomía de quien se ha dedicado al estudio, ojos turbios y fatigados por la lámpara á cuya luz leyó tanto ponderoso volumen y meditó sobre ellos. Sin embargo, esos mismos fatigados ojos tenían un poder extraño y penetrante cuando el que los poseía deseaba leer en las conciencias humanas. Esa figura era un tanto deformada, con un hombro ligeramente más