Giuseppe Lepore

Cómo se cura la diabetes


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insulina en condiciones de máxima analogía, con la función fisiológica de secreción del páncreas sano en una persona normal.

      Se han conseguido grandes progresos en este sentido con la introducción en el campo terapéutico (por ahora sólo en el ámbito hospitalario, si bien parece que se han aplicado en algunos «ambulatorios piloto») de las llamadas bombas de insulina que la infunden por vía subcutánea en la pared abdominal a un ritmo constante y en la dosis necesaria para regular la glucemia y que puede aumentar en las situaciones que así lo requieran (como por ejemplo, antes de las comidas). Los resultados del control glucémico son muy buenos, existe sin embargo un peligro real de hipoglucemia severa, sobre todo nocturna.

      En otro frente de acción, se ha llevado a cabo la construcción de un instrumento extremadamente sofisticado conocido con el nombre de páncreas artificial con la capacidad de efectuar, a intervalos de un minuto, la determinación de la glucemia y administración en el flujo sanguíneo de la cantidad de insulina y glucosa necesarias para obtener un valor de glucemia objetivo, sin perjudicar nunca la fisiología del páncreas.

      En los últimos años ha entrado en la práctica clínica el trasplante de páncreas, que teóricamente es la terapia idónea de la diabetes mellitus puesto que permite restablecer la secreción pancreática de insulina y normalizar, por tanto, los niveles de glucemia.

      La dificultad técnica ligada a este tipo de intervención quirúrgica es la necesidad de efectuar tratamiento antirrechazo con posibles efectos secundarios que han limitado este campo terapéutico sólo a los diabéticos insulindependientes con insuficiencia renal terminal, que son sometidos a doble trasplante: de páncreas y renal.

      Hasta hoy se han practicado unos dos mil trasplantes de páncreas, cada vez con mejores resultados.

      El trasplante de islotes de Langerhans, es decir, sólo del componente endocrino del páncreas, ofrece perspectivas interesantes, lo que nos permite seguir una intervención quirúrgica técnicamente fácil aun cuando, por desgracia, existen todavía algunos problemas por solucionar que hacen de esta una técnica experimental.

      La investigación en este campo sigue, de todos modos, sin descanso, por lo que el futuro parece muy prometedor y se vislumbra el día en que esta enfermedad crónica e incurable podrá tratarse de forma radical.

      Definición

      Para la gran mayoría de personas, incluidos algunos diabéticos, la respuesta a esta pregunta resulta extremadamente sencilla: es «azúcar en la sangre». Una respuesta totalmente cierta e indiscutible, aunque también es cierto que todos tenemos azúcar en la sangre: sanos y enfermos, diabéticos y no diabéticos. La diferencia radica en la energía producida por ese azúcar.

      Varios textos científicos, incluso los menos recientes, señalan una intolerancia a los carbohidratos (azúcares y almidones) que constituyen una parte esencial de nuestra alimentación. Por lo que respecta a esta «intolerancia», quizá sería mejor hablar de una «asimilación defectuosa».

      La fuente principal de energía de la que dispone el organismo es la glucosa, es decir, el azúcar que circula en el flujo sanguíneo y que llega a todas las partes del cuerpo.

      Los fisiólogos han demostrado que la molécula de carbohidrato ingerida, por muy complicada y voluminosa que sea, se desintegra gracias a las enzimas digestivas (acción ya emprendida en la cavidad oral) en una molécula mucho más simple: un azúcar monosacárido y pesado (glucosa, fructosa y galactosa, fácilmente convertibles unos en otros y destinados a transformarse en glucosa, el único circulante) que atraviesan las paredes intestinales pasando al flujo sanguíneo. De este modo, el sistema circulatorio transporta la glucosa a todas las células y con cuya combustión aportan la energía necesaria para la función vital de los tejidos y, en consecuencia, de todo el organismo.

      Desde el momento en que, en general, la cantidad de carbohidratos ingeridos, y consiguientemente la cantidad de glucosa producida en la transformación, es superior a la necesidad inmediata del organismo, el excedente se almacena bajo la categoría «material de reserva», es decir, en forma de grasa o glucógeno (sustancia que produce la glucosa) en la musculatura y, sobre todo, en el hígado, donde puede llegar a ocupar el 2 o el 4 % del volumen total del órgano. Cuando las necesidades fisiológicas lo requieren, el glucógeno se transforma nuevamente en glucosa y pasa al flujo sanguíneo. Sucede, por tanto, que en el organismo se produce la siguiente reacción de forma constante:

      De este modo, en la sangre se mantiene constante la proporción de un gramo de glucosa por un litro de sangre que, con ligeras oscilaciones, es la más indicada para el desarrollo de la economía del organismo.

      En el paciente diabético tal equilibrio está alterado: la glucosa, ya sea ingerida directamente o a través de la transformación de los carbohidratos procedentes de la alimentación, no es absorbida por las células ni almacenada como reserva en forma de glucógeno o grasa. El organismo rechaza, consiguientemente, el exceso, eliminándolo a través de la orina y provoca la llamada glucosuria, uno de los signos más característicos de la enfermedad, que permite un diagnóstico precoz aun antes de aparecer otros signos más evidentes y peligrosos.

      ¿Por qué el organismo enfermo no está, entonces, en disposición de mantener este equilibrio metabólico indispensable para la salud?

      Para responder a esta pregunta nos basaremos en la definición de la enfermedad dada por Alan J. Garber y Oliver E. Owen:

      «La diabetes mellitus es una enfermedad compleja, caracterizada esencialmente por una insuficiencia absoluta o relativa de secreción de insulina o bien por una insensibilidad o resistencia de los tejidos al efecto metabólico de la insulina. La hipoglucemia es la consecuencia inevitable de este déficit en la secreción y acción de la insulina.»

      En esta definición resulta claramente expresada, aunque entre líneas, la tendencia actual, más definida y aceptada cada día, de no considerar la diabetes como una única enfermedad, sino como un conjunto de varias formas producidas por diversos mecanismos y, si existen, por diversas causas de transmisión con el origen común en el metabolismo anormal de los carbohidratos y el déficit o la ausencia total de secreción, o bien de la eficacia reducida de la insulina.

      En el intento de simplificar al máximo los datos acerca de la producción y los mecanismos de acción de la hormona citada, es imprescindible dar una idea aproximada del órgano que la produce: el páncreas.

      El páncreas (del griego pan, «todo», y kreas, «carne») toma este nombre por su aspecto externo, perfectamente liso; tiene una forma alargada y se encuentra en el abdomen en posición retroperitoneal entre el estómago y la columna vertebral, en posición transversal. Es una glándula voluminosa situada profundamente, en contacto con la primera y la segunda vértebras lumbares. Comprende las partes siguientes: cabeza, cuerpo y cola. Puede distinguirse una parte más grande, llamada cabeza, situada en su parte derecha y en conexión con el duodeno en el que recoge el jugo pancreático que desempeña un papel determinante en las funciones digestivas, es una parte más sutil, separada por un estrangulamiento y caracterizada por una extremidad libre y flotante llamada cola. Su parte interna está dispuesta en forma de racimo, separada por pequeños lóbulos de tejido conectivo en los cuales se encuentran los cordones celulares llamados islotes de Langerhans en honor al científico que los descubrió. Las células beta de los islotes de Langerhans producen la importantísima secreción endocrina que ejerce una función fundamental en el metabolismo de los azúcares y que conocemos con el nombre de insulina.

      Aunque hacía tiempo que se conocían las alteraciones que presenta el páncreas en las necropsias de pacientes diabéticos (la idea de que la glucosuria está ligada a una enfermedad de este órgano se veía ya en las palabras de Eichorts en su Traité de Pathologie Interne publicado en París en 1889, donde se decía que en el páncreas se habían observado degeneraciones adiposas, proliferación de tejido conectivo y la formación de concreciones que llevaban a la degeneración quística), fue mucho más tarde cuando empezó a relacionarse formalmente la diabetes con una disfunción de los islotes de Langerhans. Heigberg estableció que el volumen relativo que estos ocupan en la masa total del órgano