Claudine Badej-Rodriguez

Cuando el carácter se vuelve difícil con la edad


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de la palabra. Ahora que tienen tiempo, pueden cuidar de los niños, acompañar a nuestro hijo adolescente a su clase de hip-hop los miércoles, cortar el césped y llenarnos la despensa. Después de todo, andamos agobiados, y ellos pueden ayudarnos, ¿no?

      Si bien algunos padres pueden estar encantados de ejercer de forma regular su papel de abuelos, es posible que otros se muestren algo más reacios y no quieran encerrarse en esa función de «mamá mermelada» y «papá jardinero». Tal vez deseen disfrutar de ese nuevo tiempo libre a su manera, aunque de vez en cuando les guste llevar a nuestros hijos al cine o ayudarnos en algo. Encerrarlos únicamente en la categoría de abuelos significa olvidarnos de que son antes que nada un hombre y una mujer, con sus propios deseos y proyectos. Si transmitimos a nuestros padres que de ahora en adelante deben representar sobre todo su papel de abuelo y abuela, que es su deber, es posible que se lo tomen a mal y que se vuelvan algo desagradables. Si creemos que hemos enfocado las cosas de esta forma, debemos arreglarlo con el siguiente planteamiento: ¿les gusta ayudarnos? ¿tienen ganas de hacerlo o se muestran contrariados? Para conservar una buena relación con nuestros padres a veces es mejor continuar con las soluciones que se habían acordado antes de que se jubilaran.

      ¡Hola, somos nosotros!

      ¿Y si se trata de unos padres algo invasores, de esos que siempre han centrado todo en la familia? Desde el primer día de inactividad, correremos el riesgo de que se presenten en nuestra casa sin avisar para pasar su primera semana de vacaciones, es decir, su primer mes. Algunos, sin decir nada, parecen clamar, para culpabilizarnos: «Hemos trabajado mucho y ahora tenemos derecho a disfrutar de ti, de tu familia y de nuestros nietecitos». Es el momento de ser claros y de no dejarnos atrapar por esa espiral de culpabilidad. Si su presencia nos resulta pesada, mejor decirlo enseguida antes que esperar a que la situación se vuelva insostenible; en ese caso corremos el riesgo de decir cosas terribles a causa de los nervios. Es mejor explicarles con calma que estamos encantados de verlos de vez en cuando pero que nosotros tenemos nuestra propia vida de familia o de pareja; así, pueden venir todos los miércoles, cada quince días, una vez al mes… Nos corresponde a nosotros fijar esto hablando con ellos, y no a ellos imponer sus visitas bajo el pretexto de que es para ayudarnos. ¡Estamos en nuestra casa! ¿Y si nos proponen, con demasiada frecuencia, cuidar de nuestros hijos sin instalarse en nuestra casa? Se lo agradeceremos amablemente diciéndoles lo que apreciamos su ayuda, pero les explicaremos que también es importante que nosotros mantengamos una parte de nuestras obligaciones y que, por lo que a ellos respecta, así pueden conservar tiempo para sí mismos. Procuraremos no tratarlos con brusquedad para evitar menospreciarlos con frases como: «No necesitamos a nadie para ocuparnos de nuestros hijos». A veces, algunos abuelos quieren recuperar lo que creen que se perdieron con sus hijos (es decir, nosotros) y pueden vivir muy mal el ver que los alejan; si creen que les impedimos «rectificar», se sentirán frustrados. El hecho de tener esto en cuenta puede ayudarnos a repartir el pastel, considerando sus apremiantes demandas y nuestros propios deseos. En definitiva, puede ser el sentimiento de soledad, la falta de relaciones sociales o incluso los celos (inconscientes) lo que los lleve a mostrarse invasores. Envidian nuestras actividades, nuestras relaciones, y tienen nostalgia de su vida anterior. En este caso, tendremos que echarles una mano para que expresen su malestar si lo desean, y deberemos armarnos de una buena dosis de paciencia y diplomacia… ¡mientras esperamos que recobren la energía para conquistar otros territorios más allá de nuestra casa!

      ¡Lo sentimos! ¡Estamos en las Bahamas!

      Por el contrario, algunos padres no paran. El último mes recorrían el Atlas; esta semana se van a las Bahamas. Y cuando regresen al redil será para lavar la ropa del viaje entre dos torneos de mus… ¡Y a nosotros, que esperábamos que nos ayudasen con los niños, nos cuesta disimular nuestra amargura! Seguramente estamos contentos de que se diviertan y disfruten su jubilación, pero, en el fondo, nos cuesta un poco aceptar su falta de disponibilidad. Siempre vamos justos de tiempo, nos cuesta hacernos cargo de todo, nos vemos siempre en un problema cuando uno de nuestros hijos se pone enfermo, estamos estresados… Y ellos no hacen más que hablarnos de su fantástica excursión. Incluso podemos llegar a pensar que, si nos dedican tan poco tiempo, es porque no nos quieren demasiado… Entonces, nos vienen a la memoria viejos recuerdos: el día en que nuestro padre se olvidó de venir a buscarnos al colegio, el espectáculo de baile al que nuestra madre no pudo asistir porque no encontró tiempo… Las emociones afloran, y el niño que duerme en nuestro interior se rebela. El tiempo que los demás nos dedican está simbólicamente asociado al afecto que nos profesan. Entonces, en nuestro interior, nos enfadamos con nuestros padres, a los que encontramos muy egoístas. Pero quizás es el momento de decirnos que no podemos forzarlos para que nos den lo que no tienen ganas de darnos, y que lo importante es que vivan la jubilación de la manera más satisfactoria para ellos. Hay ayudas acordadas de mala gana que son peor remedio que el hecho de organizarse solos… ¡como al fin y al cabo lo habíamos hecho hasta ahora! También puede ser que nuestros padres se encuentren en la fase eufórica de su jubilación, en la que quieren disfrutar de todo lo que no han podido hasta ese momento.

      ¡Moveos!

      Puede suceder también que nuestros padres, una vez jubilados, no hagan gran cosa. Si siempre han sido bastante caseros y su vida parecía gustarles, no hay motivo para inquietarse, aunque eso nos ponga de los nervios y nos entren ganas de zarandearlos porque preferimos verlos activos, luchadores, abiertos a los demás. Nuestros padres no harán nada cuya semilla no estuviera ya en ellos. No van a volverse curiosos cuando todos sus intereses han girado siempre en torno al bricolaje y a la televisión. Tomarse su desayuno al sol leyendo el periódico, hacer punto, ocuparse del jardín, hacer chapuzas en casa…; todo esto no tiene por qué ser menos importante que ir de actividad en actividad. Por el contrario, si siempre los hemos visto activos y con curiosidad por todo, y ahora se quedan pegados a la tele, nuestra inquietud puede llevarnos a proponerles: «¿Por qué no te compras un ordenador? Así te enviaría mensajes y tú podrías navegar por Internet», «¿Por qué no te apuntas a un club que organice excursiones? Te iría bien andar un poco…». A veces podemos llegar a ponernos un poco nerviosos, porque nos gustaría disponer del tiempo que ellos tienen: «¡Ay, si yo estuviese jubilado…! ¡Ni te cuento todo lo que haría!». Pero, cuidado: ya hemos dicho que la jubilación implica necesariamente un periodo de duelo por la vida anterior. La inactividad de nuestro padre puede ser solamente la señal de que el cambio está a punto de producirse, de que necesita retirarse y tomarse un respiro para zarpar de nuevo. De nada sirve entonces bombardearlo con ideas, consejos, informaciones sobre las actividades propuestas por una u otra asociación; corremos el riesgo de reforzar el sentimiento de culpabilidad que tal vez ya experimenta al sentirse así. Podemos limitarnos a mostrarle nuestra empatía diciéndole, por ejemplo: «Ciertamente, no debe ser fácil esta etapa. Entiendo que te haga falta un tiempo para adaptarte». Aunque no responda, porque le resulte difícil hablar del tema, habrá visto que lo comprendemos. Expliquémosle que los hiperactivos que se han jubilado rápidamente, sin ninguna dificultad, sortean esta etapa de transición, pero a veces un par de años después experimentan una tristeza inexplicable, precisamente porque no se han tomado el tiempo de pararse a reflexionar en esta nueva etapa de su vida. Porque la gran pregunta al jubilarse no es tanto: «¿Qué voy a hacer con mi tiempo?», sino: «¿Quién quiero ser hoy?». Es una auténtica crisis de identidad, similar a la que se vive en la adolescencia o en la mitad de la vida.

      Sin embargo, la jubilación mal vivida puede convertirse en resignación, terreno abonado para el aburrimiento y el ocio, donde uno se dedica sólo a matar el tiempo, y puede incluso que la depresión aceche. Si nuestro padre se pasa el día sentado en el sillón, con aspecto triste, sin ganas de nada y está siempre cansado, animémosle a consultar con un médico.

      Nuevos valores

      La forma en que se comportan nuestros padres una vez jubilados está ligada a los valores que han adquirido a lo largo de los años, a sus creencias sobre la vida y sobre la vejez.

      ¿Nunca se han dado caprichos? Esto es frecuente entre quienes se han volcado mucho en el trabajo y en el deber. Podemos tratar de animarlos a que se diviertan sin culpabilizarse. ¡Pero las creencias son resistentes! Si el trabajo y la actividad son valores esenciales a los que no son capaces de renunciar, las asociaciones tienen una gran demanda