ceremonia equivalía al levantamiento ritual de la momia de Osiris; estaba en posición horizontal, y era puesta en vertical, de manera que el dios iniciaba su victoria definitiva sobre la muerte…
Los misterios de Isis y el reino del más allá
La diosa Isis encarna perfectamente lo eterno femenino: Diosa-Madre asociada a la fecundidad y al misterio de la Vida, pero también a la luz estelar, al astro nocturno y a la ligereza fluídica del ambiente crepuscular. Está considerada a un mismo tiempo la esencia sutil y diáfana, y la sustancia matricial que contiene el germen divino. Plutarco escribió con referencia a esto: «Las vestiduras de Isis muestran todo tipo de colores mezclados, porque su poder se extiende sobre la materia que recibe todas las formas y que sufre todas las vicisitudes».
En Sais, en el frontón del templo, se podía leer, sobre la diosa tutelar Neith, confundida aquí con Isis: «Soy todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será, y mi velo jamás ha sido levantado por ningún mortal».
Para los egipcios, el mes de Famenot (séptimo mes del año) celebraba la entrada de «Osiris en la luna» (Plutarco, De Iside et Osiride), la unión sagrada de Isis y Osiris durante la luna llena primaveral (finales de febrero-principios de marzo).
A través de las numerosas representaciones de la barca solar en el Libro de los Muertos,[82] que constituye la guía del más allá, el simbolismo de la unión del Sol y de la Luna, o de Osiris e Isis, se deja traslucir perfectamente. Esta conciliación de los principios opuestos y, como consecuencia, complementarios – según el antiguo adagio Contraria sunt complementa– debía permitir al iniciado alcanzar la iluminación salvadora.
En ocasiones, Isis y Osiris fueron representados en la barca solar, como, por ejemplo, en Abydos: Isis, arrodillada, se enfrenta aquí a su esposo y parece estar en un éxtasis total. Esta escena refleja una emotiva gracia y una profunda serenidad.
Durante el Imperio Nuevo, los teólogos egipcios desarrollaron la síntesis religiosa Osiris-Ra – expresión del fenómeno conocido como «de solarización»–, lo que aseguró un prestigio considerable al culto de Isis y Osiris. A ello cabe añadir que en el periodo tolemaico y de helenización de Egipto, a principios del siglo ii a. de C., Tolomeo I Soter decidió asentar su reinado sobre una divinidad suprema reconocida tanto por egipcios como por griegos, el dios Serapis (en realidad, Oserapis, por una contracción entre Osiris y Apis), y los misterios del nuevo dios reforzaron los de Osiris e Isis.
Estos misterios, a todas luces, prolongaron un determinado número de ceremonias del antiguo Egipto. Su propagación comprendía grandes fiestas públicas, pero también ritos propiamente secretos, a los que Apuleyo se refiere directamente en La Metamorfosis o El asno de oro en su libro XI.
Las dos grandes fiestas públicas guardaban relación – sobre todo en el periodo romano– con el mito de Osiris e Isis, reactualizándolo ritualmente. Se trataba de Navigium – o Barco de Isis–, vinculado a la navegación de primavera, e Inventio (descubrimiento de fragmentos del cuerpo de Osiris), que se desarrollaba tradicionalmente del 29 de octubre al 1 de noviembre. A estos días de lamentaciones, que sugerían la búsqueda por Isis de los restos fúnebres de Osiris, seguía sin transición la fiebre de celebración vinculada a la reconstitución y a la resurrección del dios.
El carácter propiamente secreto revestido por la iniciación del misto (iniciado) llevaba a este, tras abluciones purificadoras, a renacer en Osiris resucitado:
He alcanzado los confines de la muerte; tras pisar el umbral de Proserpina, he regresado traído por los elementos. En plena noche, he visto el sol brillar; he podido contemplar, frente a frente, a los dioses infernales y a los dioses celestiales, y los he adorado de cerca.
Así, el misto aparecía al día siguiente de esta noche iluminadora con la frente adornada con una corona de palma, teniendo ante él la estatua que representaba a Isis, que le desvelaba secretamente sus misterios[83] y lo llevaba gradualmente hacia su propia «adivinación». El misto se volvía por tanto en ese sentido parecido a su dios Osiris, tal como fuera reanimado por Isis y tal como resucitara gracias a la intervención constante de la diosa.
Y si el que, mediante la muerte, sufría la iniciación última – el faraón, y luego más tarde los dignatarios, e incluso el pueblo en el Imperio Nuevo– tenía que morir y resucitar en Osiris, la presencia de Isis era todavía indispensable, puesto que las palabras y el aliento misterioso de Isis (con la cruz símbolo de vida, el ankh) conferían la vida eterna a los difuntos.
Se añadía así un valor soteriológico a la función de la pareja divina, que asumió todavía mayor importancia con la democratización del ritual funerario, ya que entonces todo difunto, no sólo el faraón, podía aspirar a convertirse en «heredero de los dioses».[84]
La identificación entre el viaje nocturno del Sol (Ra) y el difunto asociado a Osiris se había establecido desde el punto de vista simbólico y teúrgico. «Los muertos se alegran cuando brillas para el gran dios Osiris, señor de la eternidad», proclama el himno a Ra.
El viaje funerario realizado en el dominio del Duat y el Amenti, con sus doce etapas fundamentales, debía conducir al difunto a su liberación total, evitando de ese modo la «segunda muerte».[85]
El motivo del embalsamamiento del difunto, a semejanza del de Osiris, era básicamente la separación completa del Ka – o «doble espiritual» (psíquico)– de la corporeidad y su conservación. Este principio, sin embargo, debía diferenciarse del alma propiamente dicha, sin duda el Ba, representado por un ave con cabeza humana.
Se celebraba el juicio del alma, y la escena utilizada con mayor frecuencia era la de una balanza, en uno de cuyos platillos se ponía el corazón del difunto,[86] mientras que en el otro reposaban los símbolos de la justicia (Maat): el ojo o la pluma. Los dioses Horus, Anubis, Tot y Neftis también estaban presentes en la mayoría de escenas que ilustra el Libro de los Muertos, como muestran numerosos papiros: Ani, Anhai, Hunefer, etc.
Horus y la teocracia faraónica
El dios Horus, representado por un halcón o un gavilán, heredó el carácter solar vinculado a su padre Osiris. Horus era evocado con frecuencia en Egipto, en ocasiones bajo el aspecto de un gavilán visto de perfil, con la cabeza situada bajo una serpiente que formaba el círculo solar (Horus-Ra),[87] y en ocasiones con la cabeza coronada con la tiara faraónica. Horus, heredero de Osiris, representa simbólicamente el arquetipo de faraón, heredero este mismo del dios Amón. De hecho, el fenómeno de «solarización» de Amón, convertido por este motivo en Amón-Ra, no hizo más que acentuar bajo el Imperio Nuevo los aspectos que vinculaban tradicionalmente al faraón con la divinidad solar. Veamos a modo de ejemplo lo que se escribió sobre el faraón Ramsés III:
El hijo de Amón-Ra, que reina en su corazón, al que ama más que todas las cosas y que está cerca de él. Él es la imagen resplandeciente del señor del universo y una creación de los Neteru de Heliópolis… Su padre divino lo creó para aumentar su esplendor. Es el huevo inmaculado, la simiente refulgente que ha sido cuidada por las dos grandes Diosas de la magia. El propio Amón lo ha coronado en su trono en Heliópolis, en el Alto Egipto. Ha sido elegido como pastor de Egipto y defensor de los hombres. Él es el Horus que protege a su padre; el hijo mayor del dios «Toro de su madre»; Ra lo ha engendrado con el fin de crearse una posteridad brillante sobre la tierra, para la salvación de los hombres y a viva imagen suya.
Por tanto, el faraón era considerado un «rey-sacerdote», hijo de Amón-Ra. A. Moret escribe en su estudio Du caractère religieux de la royauté pharaonique:[88]
Egipto ha conocido por