una encarnación divina. El hecho de que el faraón fuera la base de la organización social permitía acabar con el caos y dar paso a la armonía. El faraón ostentaba todo el poder terrenal.
Ya desde el principio, los reyes de Egipto tuvieron la brillante idea de aglutinar a la sociedad egipcia en un proyecto trascendente: la construcción de pirámides, grandes templos e hipogeos. Proteger al dios-guía faraón en su pirámide, templo o hipogeo permitía movilizar a la población en torno a un objetivo de naturaleza espiritual. A través del culto a los muertos, los egipcios podían participar en la inmortalidad del faraón y convertirse a su vez en inmortales. Los egipcios poseían una perspectiva que trascendía el tiempo, pues aspiraban al paraíso (los campos de Ialu) y a la eternidad. ¿Para qué sublevarse por la tierra si lo esencial se desarrollaba en el más allá y durante toda la eternidad?
Esta unidad extrema que mantenía el pueblo con sus soberanos permitió construir todo un modelo de civilización, aunque cabe señalar que también abundaron los tiempos de revuelta, sobre todo durante las famosas plagas de Egipto.
La egipcia era una economía de trueque desprovista de todo instrumento monetario, incluso durante el reinado ptolemaico, cuando la moneda se utilizó exclusivamente para pagar al ejército. Todas las actividades eran remuneradas en especie. A cada persona se le asignaba una tarea concreta y nadie destacaba. Los artesanos nunca firmaban sus obras de arte y todo era colectivo. Sin embargo, esta situación no era idílica, pues el 85 % de los campesinos se veían obligados a pagar pesados impuestos en especie. Para evolucionar en esta sociedad inmutable existían tres posibilidades: el oficio de las armas, la escuela de los escribas del templo y el comercio internacional, que estaba muy controlado. De los más de tres millones de habitantes que poseía Egipto al comienzo del Nuevo Imperio (el de Ramsés II), sólo una pequeña élite formada por unas 200 000 personas sabía leer y escribir, lo que representaba entre el 5 y el 10 % de la población.
El faraón delegaba su poder en los visires (había tres en la época clásica) y los nomarcas (una figura similar a nuestros prefectos), pues Egipto estaba dividido en 42 nomos (distritos). Esta rígida organización del Estado garantizaba su estabilidad. Sin embargo, para que el sistema funcionara se necesitaba un faraón autócrata y poderoso. Como la religión se integraba en la vida cotidiana, se desarrolló un clero muy poderoso al servicio de los dioses y los santuarios. Beneficiándose de la generosidad del faraón – la victoria del rey era una señal inequívoca del amor de Amón–, el clero se convirtió en el primer propietario terrenal del país y, en ocasiones, el sumo sacerdote llegó a rivalizar con el faraón.
Las tres condiciones necesarias para la estabilidad política eran una buena cosecha, una política de grandes construcciones y las guerras de conquista.
La política extranjera del faraón era ambiciosa y perseguía principalmente dos objetivos: asegurar en Siria-Palestina las vías de comunicación del comercio hacia el conjunto de Oriente Medio y garantizar la explotación de las minas, principalmente las de oro de Uauat y el reino de Kush, mediante la ocupación militar de la región de Nubia.
Como Egipto siempre había tenido la capacidad de asimilar a los pueblos extranjeros, los libios, griegos y nubios también participaron en esta gran aventura. El nacionalismo permitió que Egipto defendiera los valores comunes y se resistiera valerosamente a los asirios y los persas, antes de ser salvado por un macedonio. Con la dinastía ptolemaica, este país experimentó un último despertar antes de desaparecer…, pero no para siempre, sino hasta la llegada de Napoleón Bonaparte.
Para comprender Egipto
«Egipto es una región situada al noreste de África que limita al norte con el mar Mediterráneo, al este con Arabia y el mar Rojo, al sur con la región de Nubia y al oeste con Libia y los desiertos que comunican con el Sáhara». Esta descripción de Egipto del siglo XIX se corresponde, a grandes rasgos, con la del Egipto de la antigüedad.
Egipto tiene 880 km de longitud (de norte a sur) y 500 km de ancho (de este a oeste). Ocupa una superficie de unos 500 000 km2, pero las áreas productivas y pobladas apenas corresponden a la décima parte de esta extensión. Podría decirse que Egipto se sitúa íntegramente en el valle del Nilo, pues sólo allí hay ciudades y es donde se han desarrollado todos los grandes acontecimientos de su historia. Al este y al oeste del valle sólo hay desiertos y montañas estériles y deshabitadas.
Egipto se sitúa en el centro del antiguo continente, en el punto en el que se unen Europa, Asia y África. Ha sido el escenario principal de muchos de los grandes acontecimientos de la historia, y prácticamente todos los demás han tenido repercusiones en esta región. Egipto fue la primera nación civilizada de la historia. Mientras las tribus prehistóricas poblaban Europa, Egipto ya contaba con un gobierno, erigía monumentos y mantenía una legislación.
Abraham, José y Moisés pasaron una temporada en esta región, en la que se formó el pueblo de Dios. La Biblia pasó por Egipto para convertirse en un libro universal. Jesucristo vivió aquí durante su infancia y los cristianos construyeron sus primeros monasterios en estas tierras.
En Egipto nacieron las ciencias, las artes, la astronomía, la mecánica, la arquitectura, la escritura y la pintura. Egipto conquistó Asia durante el gobierno de Sesostris y Grecia recibió de esta región a sus fundadores, legisladores y primeros grandes hombres, desde Platón hasta Pitágoras. Alejandro Magno convirtió Egipto en el centro de su imperio y Julio César fundó el suyo en esta región, hasta que la muerte de Pompeyo puso fin a la república romana.
Egipto dio vida a Orígenes, el primer padre de la Iglesia, y a Arrio, cuya herejía dividió el cristianismo hasta la Edad Media. Durante la conquista de Jerusalén, el Egipto musulmán dio paso a las Cruzadas. Bastaba con que una persona creyera en el viejo dios Nilo para que San Luis, poderoso rey de Occidente y abanderado de la fe cristiana, rindiera armas en Damieta.
Bonaparte, su lejano sucesor, quiso dominar esta tierra por la fuerza y convertirla en la base del Imperio de Oriente, anexionando también a la India, pero se vio obligado a regresar a Occidente para fundar otro imperio mejor adaptado a sus medios.
Durante el siglo XIX, Egipto fue testigo de las disputas de franceses, ingleses y turcos por sus tierras. Los primeros cruzaron el canal de Suez y los segundos establecieron allí un protectorado, hasta que Egipto obtuvo su independencia.
El Nilo, cuyas inundaciones convirtieron a Egipto en el granero del Imperio romano, nunca ha dejado de fluir, pero ahora existen presas que controlan sus desbordamientos.
Para remontarse en la historia, los egiptólogos contemporáneos utilizan tres métodos complementarios:
• La datación relativa de los objetos descubiertos. En un país como Egipto, donde la reutilización siempre ha sido la regla, este método, si se empleara en solitario, proporcionaría resultados curiosos. Este tipo de datación puede usarse junto a otras cronologías relativas cuando los objetos egipcios están relacionados con objetos extranjeros que se hayan podido datar correctamente.
• La datación absoluta. Este método tiene en cuenta los elementos de datación (eventos del calendario o astronómicos) que pueden fijarse de forma precisa en el conjunto del planeta.
• La datación científica. La egiptología también utiliza los métodos de datación radiométricos (termoluminiscencia, datación con carbono 14, paleomagnetismo), métodos científicos que permiten confirmar la cronología adquirida, pero que, como tienen un margen de error de varias docenas de años, no permiten realizar una comparación perfecta con textos concretos.
Los textos egipcios no se databan según una fecha fija que pudiera usarse como referencia, sino en el marco de un reinado concreto. Pero los egipcios no establecieron una sucesión precisa y continua de sus reinados. Manetón, en su obra Aegiptíaca, intentó establecer la cronología de la historia de Egipto. Este sacerdote egipcio, que vivió en el siglo III a. C., escribió en lengua griega este estudio dedicado a Ptolomeo II (285-246 a. C.) sin duda con la intención de que los nuevos