medida que el Sublime iba hablando, se acercaban más oyentes. Muy pronto eran más de cincuenta los que lo rodeaban, en el parque de los Gamos de Benarés, donde se reunían al abrigo de la lluvia de los monzones. Dirigiéndose a ellos, les dijo: «Marchad a enseñar la ley. No elijáis nunca el mismo camino, a fin de que vuestra palabra pueda extenderse como lo hacen las nubes por el cielo. En cuanto a mí, me hallaréis en la soledad de Uruvela».
El retorno a kapilavastu
Mientras Buda iba por el mundo predicando la ley, el rey Suddhodana, su padre, envejecía en su palacio, mientras seguía lamentando su ausencia. La celebridad de su hijo había llegado hasta sus oídos, aunque desde hacía ya seis años no lo había vuelto a ver. Una mañana dijo a los grandes dignatarios de su reino:
«No me gustaría morir sin haber vuelto a ver a mi hijo tan amado. Caminad hasta donde vive y decidle que mis días están contados».
Pero he aquí que estos hombres, cuando llegaron y oyeron las palabras del Perfecto, no sintieron más deseo que el de dejarlo todo para seguirlo. Tampoco ellos volvieron nunca. Suddhodana puso en marcha otros intentos, pero las embajadas se sucedían sin que pudiera nunca recibir noticias. Todas llegaban hasta el Maestro y no volvían nunca más. En el límite de la desesperación, el viejo rey puso en marcha un último recurso enviando a su fiel servidor Kaludari. Este había nacido el mismo día que Siddharta y había pasado su infancia junto a él. Sin embargo, al igual que sus predecesores, experimentó la irresistible atracción de su amigo de otros tiempos y decidió vestir el hábito religioso. No obstante, preocupado por obedecer a su señor, se dirigió a Buda y le dijo: «Ha comenzado la estación propicia a los viajes, ¡oh Bienaventurado! Allí, en el país de los sakyas, tu padre llora tu ausencia y reclama ardientemente tu regreso. Es viejo y su vida se acaba, ¿no podrías ir a visitarlo?».
Entonces, el Santo, seguido de todos cuantos le habían sido enviados por su padre, tomó el camino de Kapilavastu; en total eran unos veinte mil. Cuando llegaron a la pequeña ciudad vieron con cuánta inmensa alegría eran recibidos. Suddhodana, postrado ante su hijo, pronunció las siguientes palabras: «Cuando naciste, hijo mío, me incliné por primera vez ante ti; una segunda vez me arrodillé ante la evidencia de tu predestinación. Hoy, por tercera vez, me inclino ante tu perfección. El dolor ha desaparecido de mi corazón y recojo el fruto de tu renuncia».
Todas las mujeres del palacio, con la segunda esposa de su padre a la cabeza, vinieron a saludarlo. Únicamente Gopa Yasodhara no se presentó. A quienes le preguntaban, ella les respondía: «Si merezco alguna atención, Siddharta vendrá hasta mí». Entonces Buda se dirigió hacia ella y descubrió a una mujer todavía joven, vestida con un hábito amarillo y el cabello cortado. «Hace tiempo – le contó Suddhodana— que ella creía que habías fallecido. Sin embargo, cuando le fue revelada tu gran misión, renunció a los privilegios que correspondían a su rango, se cortó la melena y ha vivido desde entonces de una forma humilde».
Está bien – respondió simplemente el Perfecto—, ha adquirido grandes méritos.
Vio a continuación a su hijo Rahula: «Monje, tu sombra es agradable», le dijo el niño. Después, le preguntó con atrevimiento: «Dispones de parte de mi herencia, del oro que debo recibir. Lo necesitaré cuando sea el rey de los sakyas».
«No puedo darte esos tesoros perecederos, hijo – le contestó—. Sólo te provocarían angustias y preocupaciones. Temerías perderlos y desearías aumentarlos. Sin embargo, puedo ofrecerte otros bienes, si eres bastante fuerte para conservarlos. Esos no se pierden nunca».
Y a continuación le habló de la renuncia y de la ley. «Eso que dices me gusta – dijo Rahula—. Voy contigo».
Así fue como el hijo del Señor del Mundo se convirtió en uno de sus discípulos. También las mujeres que lo rodeaban le pidieron entonces compartir su vida errante, de manera que así se creó la primera comunidad femenina: también ellas lograrían hacer girar la rueda de la ley y enseñar la perfección. El requerimiento era que los hombres no mandasen sobre las mujeres ni las mujeres sobre los hombres, sino que fueran justos unos con otros.
Poco después murió Suddhodana, cargado de años y con la conciencia iluminada por aquel que el destino le había dado como hijo. Gautama hizo preparar una pira en la que depositó el cuerpo del anciano y a la que él mismo prendió fuego. Después de eso dejó, junto a sus fieles, Kapilavastu para seguir difundiendo la nueva doctrina de la salvación.
Hermanos, puedo mostraros mis poderes ilimitados. Siendo varios me convierto en uno; visible o invisible, puedo pasar a través de una pared o una montaña como si fuera el aire; puedo sumergirme en la tierra o emerger como si estuviera hecha de agua; puedo marchar sobre las aguas como si fueran tierra firme; puedo desplazarme por el aire como si fuera un ave; puedo tocar con mis manos el sol y la luna; dispongo en mi cuerpo de un poder que se extiende por todos los mundos. Pero, sin duda, el poder más grande que tengo es el de la enseñanza. Y debéis saberlo: sólo una generación malvada y adúltera pide señales. No soy sacerdote ni príncipe ni labrador ni nadie al que le corresponda alguna categoría. Recorro el mundo como el que sabe y el que no es nadie, y como aquel al que las cualidades humanas no contaminan. Es inútil preguntarme cómo me llamo. Ninguna huella permite seguirme.
El sacrificio del «yo»
En el bosque de Uruvela vivían numerosos ermitaños bajo la guía del eminente Kacyapa. En una cueva sagrada tenían una llama con la que mantenían el culto al fuego. Buda quiso ver a Kacyapa cuando pasó cerca de su retiro. Este último lo recibió y los dos pasaron una noche de vigilia ante el fuego. A medida que pasaban las horas, el ermitaño descubrió los inmensos méritos y poderes que tenía su huésped y sintió cierta envidia.
«Sakyamuni es un gran santo – pensaba él— y muy pronto, cuando comience el periodo de fiestas, el pueblo me abandonará al ver sus prodigios».
Sin embargo, el Perfecto no apareció mientras duraron las fiestas, por lo que el sabio se mostró muy sorprendido: «¿Por qué no te has dejado ver cuando la muchedumbre estaba presente?».
«Tu secreto deseo era ese», le respondió Buda.
«Sakyamuni es un gran santo – pensó de nuevo Kacyapa—: ve en mi conciencia. Sin embargo no es más santo que yo».
Entonces Buda le tendió la mano: «No estás lejos de la verdad, Kacyapa – le dijo—. La ves, pero la envidia te impide recibirla. Debes saber que, si las religiones están hechas de sacrificios, este es uno, el único, el que supera a los demás: es el sacrificio del “yo”, porque la sangre no purifica y es mejor obedecer las leyes de la justicia que adorar a los dioses».
Sariputra fue quien organizó la difusión de la doctrina de Buda. Nacido en una familia de brahmanes del reino de Magadha, se incorporó muy pronto a la vida religiosa bajo la tutela de Sanjaya, asceta escéptico que puede ser asimilado a los cínicos griegos. Siguió a Buda y muy pronto recibió la Iluminación. El budismo primitivo tomó el nombre de la Escuela de Sariputra o Antigua Escuela de la Sabiduría. Se explica que antes de hacer suya la nueva ley se reunió con el monje Assaji y le formuló esta pregunta:
– Amigo, tu expresión se muestra serena, tu tez pura y clara, ¿en nombre de qué has renunciado al mundo? ¿quién es tu maestro? ¿de dónde proceden las enseñanzas que profesas?
Y Assaji le respondió:
– El hijo de los sakyas ha renunciado al mundo: en su nombre he tomado la resolución de hacer lo mismo. Él es mi maestro y yo profeso su doctrina.
–¿Y qué dice tu maestro? ¿qué enseña?
A lo que Assaji le respondió:
– Yo no soy más que un novicio y no te lo sabría explicar en toda su amplitud. Pero puedo resumírtelo: todo lo que nace también desaparece.
Sariputra exclamó finalmente:
– La doctrina será algo más que eso. ¡Tú no has llegado al estado en el que el dolor cesa, un estado que no había sido conocido en tantos