Nathaniel Hawthorne

Cuando la tierra era niña


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zozobró, hasta que al llegar la noche navegaba tan cerca de una isla, que se enredó entre las redes de un pescador y la sacaron con ellas a la costa. La isla se llamaba Serifo, y reinaba en ella el rey Polidectes, que era hermano del pescador que había recogido por casualidad en sus redes a los pobres náufragos.

      Este pescador era hombre justo y compasivo. Trató con gran bondad a Danae y a su hijo, y continuó protegiéndoles hasta que Perseo llegó a ser un hermoso mancebo, fuerte y activo, y habilísimo en el manejo de las armas.

      Mucho antes había visto el rey Polidectes a los dos extranjeros, madre e hijo, que en un arca frágil habían llegado a sus playas. No era Polidectes bueno y amable como su hermano el pescador, sino en extremo malvado, y resolvió enviar a Perseo a una empresa peligrosa, en la cual probablemente perdería la vida, y entonces, quedándose la madre sin defensa, podría él causarle algún daño grande. Con este fin, aquel rey de mal corazón pasó tiempo y tiempo pensando cuál sería la hazaña de más peligro que un joven pudiera emprender. Cuando, por fin, dió con una empresa que prometía tener el fatal resultado que deseaba, mandó llamar a Perseo.

      El muchacho fué a palacio, y encontró al rey sentado en su trono.

      –Perseo—dijo el rey Polidectes, sonriendo hipócritamente—, eres todo un buen mozo. Tú y tu excelente madre habéis recibido muchísimos favores, tanto míos como de mi hermano el pescador, y supongo que sentirás no poder pagar algunos de ellos.

      –Con permiso de Vuestra Majestad—respondió Perseo—, arriesgaría con gusto mi vida por lograrlo.

      –Muy bien; entonces—continuó el rey, siempre con la sonrisa en los labios—, tengo una aventura de poca monta que proponerte; y como eres un joven valiente y emprendedor, estoy seguro de que te alegrarás de tener tan buena ocasión de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que estoy en tratos para casarme con la hermosa princesa Hipodamia, y es costumbre, en ocasiones como ésta, regalar a la novia algo elegante y extraño, que haya tenido que irse a buscar muy lejos. Debo confesar que he estado bastante perplejo, sin saber dónde encontrar cosa capaz de agradar a princesa de gusto tan exquisito. Pero esta mañana me parece que he encontrado precisamente lo que necesitaba.

      –¿Y puedo yo ayudar a Vuestra Majestad a conseguirlo?—exclamó Perseo con vehemencia.

      –Puedes, si eres tan valiente como yo me figuro—repuso el rey Polidectes con la mayor astucia—. El regalo de boda que quiero ofrecer a la hermosa Hipodamia es la cabeza de la Gorgona Medusa, con sus cabellos de serpientes, y de ti depende el traerla, querido Perseo. Así es que como estoy deseando terminar los tratos para mi casamiento con la princesa, cuanto antes vayas en busca de la Gorgona, más me complacerás.

      –Saldré mañana, por la mañana—respondió Perseo.

      –Te ruego que lo hagas así, valiente joven—aseguró el rey—. Y al cortar la cabeza de la Gorgona, ten cuidado de dar el golpe limpio para no estropearla. La traerás aquí lo mejor acondicionada que sea posible, porque la princesa Hipodamia es muy delicada de gusto.

      Perseo salió del palacio, y apenas había pasado la puerta, el rey Polidectes se echó a reir; le divertía mucho, tan malvado era, que el pobre muchacho hubiese caído en la trampa. Pronto corrió la noticia de que Perseo se había decidido a cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Todo el mundo se alegró al saberlo, porque casi todos los habitantes de la isla eran tan malvados como el mismo rey, y se hubiesen alegrado muchísimo de que les sucediese algún mal muy grande a Danae y a su hijo. Parece que el único hombre bueno en aquella desdichada isla de Serifo era el pescador. Cuando Perseo iba por la calle, las gentes le señalaban con el dedo y le hacían muecas de desprecio y le ridiculizaban, levantando la voz cuanto se atrevían.

      –¡Ay!, ¡ay!—exclamaban—. Las serpientes de Medusa le van a morder lindamente.

      Ahora bien; en aquel tiempo vivían tres Gorgonas, y eran los monstruos más extraños y terribles que hubieran existido desde que el mundo es mundo, y después no se ha visto ni se volverá a ver cosa más terrible que ellas. La verdad es que no sé por qué nombre de monstruo nombrarlas. Eran tres hermanas, y parece que tenían cierta remota semejanza con las mujeres; pero, en realidad, eran una temerosa y dañina especie de dragones. De veras es difícil imaginar qué espantosos seres eran las tres hermanas. Porque en vez de cabellos, tenía cada una en la cabeza cien serpientes enormes, vivas todas, que se retorcían, se enredaban, se enroscaban, sacando sus venenosas lenguas, ahorquilladas por la punta. Los dientes de las Gorgonas eran terriblemente largos. Las manos las tenían de bronce. Y el cuerpo cubierto de escamas, que si no eran de hierro, eran por lo menos tan duras e impenetrables como él. También tenían alas, y hermosísimas, os lo aseguro, porque todas las plumas eran de oro purísimo, brillante, centelleante, bruñido, y figuraos cómo resplandecería cuando las Gorgonas iban volando a la luz del sol.

      Pero cuando alguien alcanzaba a atisbar un reflejo de aquel resplandor, pocas veces se detenía a mirarlo, sino que corría y se escondía a toda prisa. Acaso os figuráis que tenía miedo de que le mordiesen las serpientes que servían de cabello a las Gorgonas, o de que le destrozasen los terribles colmillos, o las garras de bronce. Todos esos peligros, aunque grandísimos, no eran los más difíciles de evitar. ¡Lo peor de aquellas abominables Gorgonas era que si un pobre mortal miraba de frente a una de aquellas caras, estaba seguro, en el mismo instante, de que su carne y sangre caliente se convirtiesen en piedra inanimada y fría!

      Así es que, como comprenderéis perfectamente, la aventura que el malvado rey Polidectes había buscado para el pobre muchacho, era peligrosísima. El mismo Perseo, cuando se detuvo a pensar en ello, no pudo menos de comprender que tenía muy pocas probabilidades de salir con bien de ella, y que era mucho más probable convertirse en estatua de piedra que conseguir la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Dejando a un lado otras dificultades, había una que hubiese puesto en apuro a cualquier hombre de mucha más edad que Perseo. No sólo tenía que luchar con un monstruo de alas de oro, de escamas de hierro, de larguísimos dientes, de garras de bronce, con serpientes por cabellos, y cortarle la cabeza, sino que mientras estuviese luchando contra él, no podía mirar a su enemigo. Porque si lo miraba, al levantar el brazo para herirle se convertiría en piedra y se quedaría con el brazo en el aire siglos y siglos, hasta que el tiempo y el viento y el agua le destruyesen por completo. Y sería bien triste que le ocurriese esto a un joven a quien tantas cosas grandes quedaban por hacer y tanta felicidad que gozar en este hermoso mundo.

      Tanto desconsolaron a Perseo todos estos pensamientos, que no tuvo valor para decir a su madre lo que se había comprometido a hacer. Por consiguiente, cogió su escudo, se ciñó la espada y atravesó la isla, yendo a sentarse a un lugar solitario; apenas podía contener las lágrimas.

      Pero cuando estaba más pensativo y triste, oyó una voz junto a él.

      –Perseo—dijo la voz—, ¿por qué estás triste?

      Levantó la cabeza de entre las manos, en las cuales la había escondido, y ¡oh, asombro!, aunque creía estar completamente solo, encontró a su lado un desconocido. Era un joven de aspecto animoso y extraordinariamente inteligente, cubierto con una capa, y que llevaba en la cabeza un gorro muy extraño y en la mano un bastón trenzado, también de modo sorprendente, y colgada al costado una espada corta y muy retorcida. Tenía aspecto de gran ligereza y soltura de movimientos, como hombre acostumbrado a ejercicios gimnásticos, a correr y a saltar. Y, sobre todo, tenía una expresión tan alegre, tan inteligente y tan servicial—aunque, por supuesto, un poco maliciosa—, que Perseo no pudo menos de animarse inmediatamente que le miró a la cara. Además, como en realidad era valiente, le dió muchísima vergüenza que alguien le hubiese encontrado con las lágrimas en los ojos, como a un chiquillo de la escuela, cuando, después de todo, puede que no hubiera motivo para desesperarse. Enjugóse los ojos, y respondió al desconocido prontamente, poniendo la cara más alegre que pudo.

      –No estoy triste—dijo—, sino pensando en una aventura que he emprendido.

      –¡Oh!—respondió el desconocido—. Cuéntame en qué consiste, y puede te sirva yo de algo. He ayudado a muchos jóvenes en aventuras que al principio parecían bastante difíciles. Acaso hayas oído hablar de mí. Tengo varios nombres; pero el de Azogue me cae tan bien como otro