Nathaniel Hawthorne

Cuando la tierra era niña


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valiosos objetos que estaban confiados a su custodia. En primer lugar, trajeron lo que parecía ser una bolsa pequeña, hecha de piel de ciervo y primorosamente bordada, y le encargaron mucho que cuidase de ella, para no perderla. Éste era el saco encantado. Las Ninfas sacaron después un par de zapatos o sandalias con un lindo par de alas sujetas al talón de cada una.

      –Póntelas, Perseo—dijo Azogue—. Con ellas te encontrarás tan ligero de pies como puedas desear para todo el resto del viaje.

      Perseo empezó a ponerse una y dejó la otra en el suelo, a su lado. De repente la sandalia que había dejado abrió las alas y saltó del suelo, y probablemente hubiese echado a volar, si Azogue no hubiese dado un salto y la hubiese atrapado al vuelo.

      –Ten más cuidado—dijo a Perseo—. Los pájaros se asustarían si viesen una sandalia volando a su lado.

      Cuando Perseo se hubo calzado las dos sandalias maravillosas, se sintió demasiado ligero para andar por la tierra. Dió un paso o dos, y—¡oh, maravilla!—se levantó en el aire muy por encima de las cabezas de Azogue y de las Ninfas, y le costó mucho trabajo volver a bajar. Las sandalias con alas y todas las cosas de esta clase resultan muy difíciles de manejar hasta que uno se acostumbra a ellas. Azogue se echó a reir de la involuntaria ligereza de su compañero, y le dijo que era menester no apresurarse tanto, porque aún tenían que aguardar a que les trajesen el yelmo de la invisibilidad.

      Las amables Ninfas sostenían el yelmo con su hermoso penacho de ondulantes plumas, dispuestas a ponérselo en la cabeza a Perseo. Y entonces sucedió el incidente más maravilloso de todos los que os vengo contando. El momento antes de que le pusieran el yelmo, allí estaba Perseo, joven, buen mozo, con ensortijada cabellera rubia y mejillas sonrosadas, con la retorcida espada en el cinto y el bien pulido escudo al brazo: figura que parecía hecha de valor, fuego y gloriosa luz. Pero en cuanto el yelmo se apoyó en su frente blanca, ¡nada se vió ya de Perseo! ¡Nada, sino el aire vacío! ¡Hasta el yelmo que le cubría con su invisibilidad se había desvanecido!

      –¿Dónde estás, Perseo?—preguntó Azogue.

      –Aquí—respondió Perseo tranquilamente, aunque su voz parecía salir de la transparente atmósfera—. Donde estaba ahora mismo. ¿No me ves?

      –No te veo, no—respondió su amigo—. Estás oculto por el yelmo. Y si yo no te veo, tampoco te verán las Gorgonas. Sígueme, y probaremos qué tal maña te das para usar las sandalias con alas.

      Con estas palabras, el gorro de Azogue abrió las alas, como si la cabeza fuese a volar separándose de los hombros; pero todo su cuerpo se levantó en el aire, y Perseo le siguió. Cuando hubieron subido unos cuantos metros, el joven empezó a sentir cuán delicioso era dejar abajo la tierra dura y poder volar como un pájaro.

      Era ya completamente de noche. Perseo miró hacia arriba y vió la redonda, brillante y plateada luna, y pensó que le gustaría más que nada levantar el vuelo, llegar a ella y pasarse allí la vida. Entonces volvió a mirar hacia abajo y vió la Tierra con sus mares y sus lagos y el curso de plata de sus ríos, y los nevados picos de sus montañas, y lo ancho de sus campos, y la mancha obscura de sus bosques, y sus ciudades de mármol blanco.

      Y con la luz de la luna cayendo sobre ella, era la Tierra tan hermosa como pudiera serlo la luna misma o cualquier otra estrella. Y sobre todo, vió la isla de Serifo, donde estaba su querida madre. Algunas veces, él y Azogue se acercaban a una nube que, de lejos, parecía estar hecha de vellones de plata, aunque cuando entraban en ella se encontraban mojados y llenos de frío por la niebla gris. Tan rápido era su vuelo, sin embargo, que en un instante salían de la nube otra vez a la luz de la luna. Una vez pasó casi rozando a Perseo un águila que volaba muy alto. Lo más hermoso de todo lo que vieron fueron los meteoros, que centelleaban repentinamente, como si en los aires se estuviesen quemando fuegos artificiales, y hacían palidecer la luz de la luna muchas millas en derredor.

      Mientras los dos compañeros volaban uno junto a otro, Perseo creyó oir a su lado un ligero rumor, como si fuera el roce de un vestido: era al lado opuesto a aquel en que veía a Azogue. Miró con atención, pero no vió nada.

      –¿De quién es este vestido—preguntó—que parece moverse a mi lado con la brisa?

      –¡Oh! ¡Es el de mi hermana!…—respondió Azogue—. Viene con nosotros, como ya te lo había anunciado. Nada podríamos hacer si mi hermana no nos ayudase. No tienes idea de lo sabia que es. ¡Y tiene unos ojos…! En este momento te ve como si no fueras invisible, y apuesto cualquier cosa a que ella es la primera que divisa a las Gorgonas.

      En su rápido viaje por los aires, habían ya

      llegado a la vista del gran Océano, y pronto volaron sobre él. A lo lejos, las olas se amontonaban tumultuosamente en medio del mar o se rompían formando una ancha franja de espuma sobre los peñascos de la orilla, con un ruido que en el bajo mundo parecía el del trueno, pero que en lo alto llegaba a los oídos de Perseo como un suave murmullo, como la voz de un niño medio dormido. Precisamente en aquel momento una voz habló a su lado. Parecía ser de mujer, y era melodiosa, aunque no precisamente dulce, sino grave y serena.

      –Perseo—dijo la voz—, ahí están las Gorgonas.

      –¿Dónde?—exclamó Perseo—. ¡No las veo!

      –En la costa de esa isla, debajo de ti—replicó la voz—. Si dejases caer una piedra, caería entre ellas.

      –Ya te dije yo que ella era la primera que había de verlas—dijo Azogue a Perseo—. Y ahí están.

      Abajo, en línea recta a unos mil metros de distancia, Perseo alcanzó a ver un islote y el mar rompiendo en espuma en torno de su costa rocosa, excepto por un lado, donde había una playa de arena blanca como nieve. Descendió hacia ella, y mirando con atención hacia algo que brillaba, a los pies de un precipicio de roca negra vió a las terribles Gorgonas. Estaban echadas en el suelo, profundamente dormidas, arrulladas por el atronador ruido del mar; porque hacía falta un estruendo que hubiese dejado sordo a cualquier mortal para conseguir que se durmiesen aquellas criaturas terribles. La luz de la luna centelleaba sobre sus escamas de acero y sobre sus alas de oro, que caían perezosamente sobre la arena.

      Las garras de bronce, horribles, se agarraban a los fragmentos de la roca, mientras las dormidas Gorgonas soñaban que estaban despedazando a algún pobre mortal. Las serpientes que les servían de cabellos, también parecían estar dormidas, aunque de cuando en cuando una se retorcía o alzaba la cabeza y sacaba la ahorquillada lengua, emitiendo un adormilado silbido, y dejándose luego caer entre sus hermanas serpientes.

      Las Gorgonas se parecían más a alguna tremenda gigantesca especie de insecto—inmensas abejas con alas de oro o moscas-dragones o cosa por este estilo—, que a ningún otro ser vivo; sólo que eran como un millón de veces más grandes que insecto ninguno. Y a pesar de todo, había en ellas algo humano también. Afortunadamente para Perseo, tenían la cara escondida por la postura en que se encontraban; porque si las hubiese mirado un solo instante, hubiera caído pesadamente del aire, convertido en imagen de piedra.

      –Ahora—susurró Azogue, que seguía al lado de Perseo—, ahora es el tiempo que has de aprovechar para tu hazaña. ¡Apresúrate, porque si una de las Gorgonas despierta, será demasiado tarde!

      –¿A cuál es a la que debo herir?—preguntó Perseo sacando la espada y bajando un poco más—. Las tres parecen iguales. Las tres tienen cabellera de serpientes. ¿Cuál de las tres es Medusa?

      Hay que saber que Medusa era la única de aquellos tres monstruos a quien Perseo pudiese cortar la cabeza, porque a las otras dos era imposible hacerles el menor daño, aunque hubiese tenido la espada mejor templada del mundo y la hubiese estado afilando una hora seguida.

      –Sé prudente—le dijo la misma voz tranquila que antes le había hablado—. Una de las Gorgonas empieza a moverse en su sueño, y precisamente se va a volver. ¡Esa es Medusa! ¡No la mires! ¡Su vista te convertiría en piedra! Mira el reflejo de su rostro y de su cuerpo en el brillante espejo de tu escudo.

      Perseo