malos consejeros hablaron al rey al oído; los cortesanos murmuraron, todos a una, que Perseo estaba faltando al respeto a su rey y señor, y el gran rey Polidectes levantó la mano y le ordenó, con la voz austera y grave de la autoridad, que enseñase la cabeza al pueblo, si no quería perder la suya.
–Muéstranos la cabeza de Medusa, o mando cortar la tuya.
Perseo suspiró.
–¡Ahora mismo!—repitió Polidectes—, o mueres.
–¡Miradla entonces!—exclamó Perseo con voz que resonó como un clarín.
Y alzó de repente la terrible cabeza. Ni un solo párpado tuvo tiempo de entornarse, y el rey Polidectes y sus malvados consejeros y sus feroces súbditos quedaron al punto convertidos en imágenes de un monarca y su pueblo. Todos quedaron fijos para siempre en su actitud de aquel instante. ¡La vista de la cabeza de Medusa les había transformado en blanco mármol! Y Perseo volvió a meter la cabeza en el saco, y fué a decir a su madre querida que ya no había por qué tener miedo al malvado rey Polidectes.
–¿Qué, no ha sido un cuento bonito?—preguntó Eustaquio.
–¡Ay, sí, sí!—exclamó Capuchina, palmoteando—. ¡Y esas viejas tan raras, que no tenían más que un ojo para las tres! ¡Nunca he oído cosa más extraña!
–En lo del diente—observó Primavera—no hay prodigio alguno. Supongo que sería un diente postizo. Pero, ¿qué es eso de haber convertido a Mercurio en Azogue, y de hablar de su hermana? ¡Es una ridiculez!
–¡Ah!, ¿no era hermana suya?—preguntó Eustaquio—. Si se me hubiese ocurrido antes, la hubiese descrito como una solterona que tenía un buho favorito.
–Bueno—dijo Primavera—; después de todo, con el cuento se ha desvanecido la niebla.
Y, en verdad, mientras el cuento se iba contando, los vapores habían desaparecido del paisaje casi por completo. Ahora se descubría un panorama, que los espectadores casi podían figurarse que había sido creado desde la última vez que habían levantado los ojos en la dirección donde ahora se extendía. A una media milla de distancia, en el regazo del valle, aparecía ahora un hermoso lago, que reflejaba una perfecta imagen de sus propias orillas, cubiertas de bosques, y de las cimas de las colinas más lejanas. Brillaba en cristalina quietud, sin huella de la más ligera brisa en parte alguna de su superficie. Al otro lado de su más lejana orilla estaba el alto monte, que parecía estar tumbado en el valle. Eustaquio le comparó a una inmensa esfinge sin cabeza, envuelta en un chal alfombrado; y verdaderamente era tan rico y tan diverso el follaje otoñal de sus bosques, que la imagen del chal no era en modo alguno demasiado exagerada de color respecto de la realidad. En el terreno bajo, entre la casa de campo y el lago, los grupos de árboles y los linderos del bosque estaban llenos de hojas amarillas o castaño obscuras, porque habían sufrido más con las heladas que el follaje de las vertientes de las colinas.
Sobre todo el paisaje brillaba alegre el sol, mezclado con ligerísima neblina, que hacía la luz imponderablemente suave y tierna. ¡Oh, qué día de veranillo de San Martín tan hermoso! Los niños cogieron apresuradamente sus cestillos, y se pusieron en marcha, saltando, corriendo, dando volteretas, mientras el primo Eustaquio demostraba lo muy digno que era de presidir la reunión, corriendo mucho mejor que ellos y dando algunos saltos tan perfectos, que ninguno de ellos podía ni imitarlos. Acompañábales también un perro, cuyo nombre era Ben. Era uno de los cuadrúpedos más respetables y de mejor corazón del mundo, y probablemente estaba convencido de que estaba en el deber de no dejar alejarse a los niños sin mejor guardián que aquel cabeza loca de Eustaquio Bright.
EL TOQUE DE ORO
ARROYO UMBRÍO
A mediodía, nuestra partida juvenil se reunió en una cañada, a través de cuya profundidad corría un arroyuelo. La cañada era angosta, y sus vertientes escarpadas desde la margen del arroyo arriba estaban cubiertas con espesura de árboles, principalmente nogales y castaños, entre los cuales crecían también unas cuantas encinas y unos cuantos arces. En el verano, la sombra de tantas ramas juntas, que se encontraban y se enredaban sobre el arroyo, bastaba para producir un crepúsculo en pleno mediodía. De ahí venía el nombre de Arroyo Umbrío. Pero ahora, desde que el otoño había llegado a aquel lugar oculto, todo el obscuro verdor se había cambiado en oro; así es que el ramaje incendiaba la cañada, en vez de darle sombra. Las brillantes hojas amarillas, aunque el día hubiese estado nublado, hubieran parecido conservar entre ellas la luz del sol; y tantas se habían caído, que todo el cauce y la margen del arroyo estaban sembrados de luz de sol también. Así el rincón umbrío, donde el verano se había refrescado, ahora era el sitio más lleno de sol que pudiera encontrarse.
El arroyuelo corría, siguiendo su camino de oro, deteniéndose aquí para formar un remanso, en el cual pasaban como flechas los pececillos, nadando de un lado a otro; apresurándose luego cuesta abajo, como si tuviese mucha prisa por llegar al lago; olvidándose de mirar por donde iba, tropezaba con la raíz de un árbol, que se le atravesaba en la corriente. Os hubiera hecho reir oirle hacer ruido y echar espuma contra el inesperado obstáculo. Y aun después de haberle salvado, seguía el agua hablándose a sí misma, como si estuviera perpleja. Supongo que estaba maravilladísima al ver su cañada umbría tan iluminada, y al oir la charla y la alegría de tantos chiquillos. Así es que corría lo más aprisa que le era posible, y marchaba a esconderse en el lago.
En la cañada de Arroyo Umbrío, Eustaquio Bright y sus amiguitos se habían detenido para comer. Habían traído muchas cosas ricas de Tanglewood, dentro de sus cestillos, y las habían servido sobre troncos caídos, cubiertos de musgo, y con buenos manjares y mucha alegría habían hecho, en verdad, una comida deliciosa. Cuando terminó, ninguno quería moverse.
–Aquí descansaremos—dijeron algunos de los niños—, mientras el primo Eustaquio nos cuenta otro de sus cuentos bonitos.
El primo Eustaquio tenía tanto derecho a estar cansado como cualquiera de los chiquillos, porque había llevado a cabo grandes hazañas en aquella mañana memorable. Trébol, Romero, Capuchina y Girasol estaban casi convencidos de que tenía zapatillas con alas, como las que las Ninfas dieron a Perseo; tantas veces le habían visto en lo alto de la copa de un nogal, casi en el mismo instante en que acababan de verle en pie en el suelo. ¡Y entonces, qué chaparrones de nueces había hecho llover sobre sus cabezas, para que las atareadas manecitas las recogiesen en los cestitos! En una palabra: se había mostrado tan ligero como una ardilla o un mono, y ahora, tumbado sobre las hojas amarillas, parecía dispuesto a descansar un poco.
Pero los niños no tienen piedad ni consideración para el cansancio ajeno, y si no os quedase más que un solo aliento, os pedirían que le gastaseis en contarles un cuento.
–Primo Eustaquio—dijo Capuchina—, ¡qué cuento tan bonito el de la cabeza de la Gorgona! ¿Crees que serías capaz de contarnos otro tan bonito como ese?
–Sí, hija mía—dijo Eustaquio, tapándose los ojos con la visera de la gorra, como si se preparase a echar una siesta—. Podría contaros una docena, tan bonitos o más, si me diese la gana.
–¡Oh, Primavera y Margarita!, ¿oís lo que dice?—exclamó Capuchina, bailando de contenta—. ¡El primo Eustaquio nos va a contar una docena de cuentos, más bonitos que la cabeza de la Gorgona!
–No he prometido contar ni uno. Capuchina loca—dijo Eustaquio, casi con malhumor—. Y sin embargo, temo que no haya más remedio. ¡Ésta es la consecuencia de haber logrado una reputación! ¿Por qué no seré un poco más tonto de lo que soy, o por qué habré demostrado nunca las brillantes cualidades con que me ha dotado la Naturaleza? Así hubiera podido dormir la siesta en paz y en gracia de Dios.
Pero el primo Eustaquio, como creo haberlo indicado antes, era tan aficionado a contar cuentos como los chiquillos a oirlos. Su entendimiento libre y feliz se deleitaba en su propia actividad, y apenas requería impulso exterior para ponerse en movimiento.
¡Cuán