Armando Palacio Valdés

La Espuma


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una chula por querida, no tardaba mucho nuestro joven en pasear por los barrios bajos en busca de otra. Pepe Castro se peinaba echando el pelo hacia adelante, para ocultar cierta prematura calva. Ramoncito, que tenía un pelo hermoso se peinaba también hacia adelante. Hasta la calva hubiera imitado con gusto por parecerle más chic. Pues bien, a pesar de tan devota imitación no había podido obedecerle en lo tocante a sus incipientes amores. Y esto porque, aunque parezca raro, Ramoncito había llegado a interesarse de verdad por la niña. El amor pocas veces es un sentimiento simple. A menudo contribuyen formarle y darle vida otras pasiones, como la vanidad, la avaricia, la lujuria, la ambición. Así formado apenas se distingue del verdadero amor: inspira el mismo vigilante cuidado y causa las mismas zozobras y penas. Ramoncito se creía sinceramente enamorado de Esperancita, y acaso tuviera razón para ello, pues la apetecía, pensaba en ella a todas horas, buscaba con afán los medios de agradarla y aborrecía de muerte a sus rivales. Por mas que se esforzaba en seguir los consejos del admirado Pepe Castro, procurando ocultar su inclinación o al menos la vehemencia con que la sentía, no lo lograba. Había empezado por cálculo a festejarla, con el dominio sobre sí de un hombre que tiene libre el corazón: había llegado pronto, gracias a la resistencia desdeñosa de la chica, a preocuparse vivamente, a sentirse aturdido y fascinado en su presencia. Luego la competencia de otros pollos le encendía la sangre y los deseos de hacerse pronto dueño de la mano de la niña. En obsequio a la verdad, hay que decir que se había olvidado "casi" de los millones de Calderón, que amaba ya a la hija "casi" desinteresadamente.

      –¿Conque ha hablado usted en el Ayuntamiento, Ramón?—le preguntó Pacita—. ¿Y qué ha dicho usted?

      –Nada, cuatro palabras sobre el servicio de alcantarillas—respondió con afectado aire de modestia el joven.

      –¿Pueden ir las señoras al Ayuntamiento?

      –¿Por qué no?

      –Pues yo quisiera mucho oirle hablar un día…. Y Esperancita tiene más deseos que yo, de seguro.

      –¡No, no!… Yo no—se apresuró a decir la niña.

      –Vamos, chica, no lo disimules. ¿No has de tener ganas de oir hablar a tu novio?

      Esperanza se puso como una amapola y exclamó precipitadamente:

      –Yo no tengo novio, ni quiero tenerlo.

      Ramoncito también se puso colorado.

      –¡Pero qué cosas tan horribles tienes, Paz!—siguió aturdida y confusa—. No vuelvas a hablar así porque me marcho de tu lado.

      –Perdona, hija—dijo la maliciosa niña, que se gozaba en el aturdimiento de su amiga y del concejal—. Yo creía…. Hay muchos que lo dicen…. Entonces, si no es Ramón será Federico…. Maldonado frunció el entrecejo.

      –Ni Federico ni nadie…. ¡Déjame en paz!… mira, aquí está el padre Ortega; levántate.

      II

      Más personajes

      Un clérigo alto, de rostro pálido y redondo, joven aún, con ojos azules y mirada vaga de miope, apareció en la puerta. Todos se levantaron. La marquesa de Alcudia avanzó rápidamente y fué a besarle la mano. Detrás de ella hicieron lo mismo sus hijas, Mariana y las demás señoras de la tertulia.

      –Buenas tardes, padre—. Buenos ojos le vean, padre—. Siéntese aquí, padre.—No, ahí no, padre; véngase cerca del fuego.

      El sexo masculino le fué dando la mano con afectuoso respeto. La voz del sacerdote, al preguntar o responder en los saludos era suave, casi de falsete, como si en la pieza contigua hubiese un enfermo; su sonrisa era triste, protectora, insinuante. Parecía que le habían arrancado a su celda y a sus libros con gran trabajo, que entraba allí con repugnancia, sólo por hacer algún bien con el contacto de su sabia y virtuosísima persona a aquellos buenos señores de Calderón, de quienes era director espiritual. Sus hábitos y sotana eran finos y elegantes; los zapatos de charol con hebilla de plata; las medias de seda.

      Le dieron la enhorabuena calurosamente por una oración que había pronunciado el día anterior en el oratorio del Caballero de Gracia. El se contentó con sonreír y murmurar dulcemente:

      –Dénsela a ustedes, señoras, si han sacado algún fruto.

      El padre Ortega no era un clérigo vulgar, al menos en la opinión de la sociedad elegante de la corte, donde tenía mucho partido. Sin pecar de entremetido frecuentaba las casas de las personas distinguidas. No le gustaba hacer ruido ni llamar la atención de las tertulias sobre sí. No daba ni admitía bromas, ni tenía el temperamento abierto y jaranero que suele caracterizar a los sacerdotes que gustan del trato social. Si era intrigante, debía de serlo de un modo distinto de lo que suele verse en el mundo. Discreto y afable, humilde, grave y silencioso cuando se hallaba en sociedad, procurando borrar y confundir su personalidad entre las demás, adquiría relieve cuando subía a la cátedra del Espíritu Santo, lo que hacía a menudo. Allí se expresaba con desenfado y verbosidad sorprendentes. No lograba conmover al auditorio ni lo pretendía, pero demostraba un talento claro y una ilustración poco común en su clase. Porque era de los poquísimos sacerdotes que estaban al tanto de la ciencia moderna, o al menos semejaba estarlo. En vez de las pláticas morales que se usan y de las huecas y disparatadas declamaciones de sus colegas contra la ciencia y la razón, los sermones de nuestro escolapio trascendían fuertemente a lecturas modernísimas: en todos ellos procuraba demostrar directa o indirectamente que no existe incompatibilidad entre los adelantos de la ciencia y el dogma. Hablaba de la evolución, del transformismo, de la lucha por la existencia, citaba a Hegel alguna vez, traía a cuento la teoría de Malthus sobre la población, el antagonismo del trabajo y el capital. De todo procuraba sacar partido en defensa de la doctrina católica. Para rechazar los nuevos ataques era necesario emplear nuevas armas. Hasta se confesaba, en principio, partidario de las teorías de Darwin, cosa que tenía sorprendidos e inquietos a algunos de sus timoratos amigos y penitentes, pero esto mismo contribuía a infundirles más respeto y admiración. Cuando hablaba para las señoras solamente, prescindía de toda erudición que pudiera parecerles enfadosa; adoptaba un lenguaje mundano. Les hablaba de sus tertulias, de sus saraos, de sus trajes y caprichos, como quien los conoce perfectamente; sacaba comparaciones y argumentos de la vida de sociedad, y esto encantaba a las damas y las postraba a sus pies. Era el confesor de muchas de las principales familias de la capital. En este ministerio demostraba una prudencia y un tacto exquisitos. A cada persona la trataba según sus antecedentes, posición y temperamento. Cuando tropezaba con una devota escrupulosa, viva y ardiente como la marquesa de Alcudia, el buen escolapio apretaba de firme las clavijas, se mostraba exigente, tiránico, entraba en los últimos pormenores de la vida doméstica y los reglamentaba. En casa de Alcudia no se daba un paso sin su anuencia. Y en estos sitios, como si se gozase en mostrar su poder, adoptaba un continente grave y severo que en otras partes no se le conocía. Cuando daba con alguna familia despreocupada, con poca afición a la iglesia, ensanchaba la manga, se hacía benigno y tolerante, procurando nada más que guardasen las formas y no diesen mal ejemplo a los otros. Hacía cuanto le era posible por afianzar esa alianza dichosa establecida de poco tiempo a esta parte entre la religión y el "buen tono" en nuestro país. Cada día sacaba una moda que a ello contribuyese, traducidas unas del francés, otras nacidas en su propio cerebro. En la capilla u oratorio de alguna familia ilustre reunía ciertos días del año por la tarde a las damas conocidas. Eran unas agradabilísimas matinées, donde se oraba, tocaba el órgano expresivo la más hábil pianista, decía el padre una plática familiar, departía después amigablemente con las señoras acerca de asuntos religiosos, se confesaba la que quería, y por último pasaban al comedor, donde se tomaba te, cambiando de conversación. Cuando fallecía alguna persona de estas familias, el padre Ortega se hacía poner en las papeletas de defunción como director espiritual, rogando que la encomendasen a Dios. Luego repartía entre todos los amigos unos papelitos impresos o memorias con oraciones, donde se pedía al Supremo Hacedor con palabras encarecidas y melosas que por tal o cual mérito que resplandeció en su sagrada pasión perdonase al conde de T*** o a la baronesa de M*** el pecado de soberbia o de avaricia, etc. Generalmente no era aquel en que más había sobresalido el difunto, lo cual hacía el padre con buen acuerdo para evitar el escándalo y una pena a la familia.