que no sabemos es el caso que Dios hacía de ellas, si escribía encima de las memorias con lápiz azul, como los ministros, "hágase", o si preguntaba al padre Ortega, como la señora del cuento: "¿Y a usted quién le presenta?"
Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos los tertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posición le correspondía, la marquesa de Alcudia le tomó por su cuenta, y llevándole a uno de los ángulos del salón y sentados en dos butaquitas, comenzó a hablarle en voz baja como si se estuviese confesando. El clérigo, con el codo apoyado en el brazo del sillón, cogiendo con la mano su barba rasurada, los ojos bajos en actitud humilde, la escuchaba. De vez en cuando profería también alguna palabra en voz de falsete, que la marquesa escuchaba con profundo respeto y sumisión, lo cual no impedía que al instante volviese a la carga gesticulando con viveza, aunque sin alzar la voz.
Había entrado poco después que el padre un joven gordo, muy gordo, rubio, con patillitas que le llegaban poco más abajo de la oreja, mucha carne en los ojos y fresco y sonrosado color en las mejillas. La ropa le estallaba. Su voz era levemente ronca y la emitía con fatiga. Al entrar nublóse la descolorida faz de Ramoncito Maldonado. El recién llegado era hijo de los condes de Casa-Ramírez y uno de los pretendientes a la mano de la primogénita de Calderón. Jacobo Ramírez o Cobo Ramírez, como se le llamaba en sociedad, pasaba por chistoso por el mismo motivo que Pepa Frías, aunque con menos razón. Caracterizábale una libertad grosera en el hablar, un desprecio cínico hacia las personas, aun las más respetables, y una ignorancia que rayaba en lo inverosímil. Sus chistes eran de lo más burdo y soez que es posible tolerar entre personas decentes. Alguna vez daba en el clavo, esto es, tenía alguna ocurrencia feliz; mas, por regla general, sus chuscadas eran pura y lisamente desvergüenzas.
La tertulia, no obstante, se regocijó con su entrada. Una sonrisa feliz se esparció por todos los rostros, menos el de Ramoncito.
–Oiga usted, Calderón—entró diciendo, sin saludar—. ¿Cómo se arregla usted para tener siempre criados tan guapos?… A uno de ellos, el de la entrada, con la poca luz que había y la voz de mezzo-soprano que me gasta, le he confundido con una muchacha.
–¡Hombre, no!—exclamó riendo el banquero.
–¡Hombre, sí! A mí no me importa nada que usted traiga todos los Romeos que guste…. ¿Viene por aquí su amigo Pinazo?
Los que entendieron adónde iba a parar, que eran casi todos, soltaron la carcajada.
–¡No viene! ¡no viene!—dijo Calderón casi ahogado por la risa.
–¿De qué se ríen?—preguntó Pacita por lo bajo a Esperanza.
–No sé—respondió ésta con acento de sinceridad, encogiéndose de hombros.
–De seguro Cobo ha dicho una barbaridad. Se lo preguntaré después a Julia que no dejará de haberla cogido.
Volvieron ambas la vista hacia la mayor de Alcudia y la vieron inmóvil, rígida, con los ojos bajos como siempre. En el ángulo de sus labios, sin embargo, vagaba una leve sonrisa maliciosa que mostraba que no sin razón la hermanita fiaba en sus profundos conocimientos.
–Hola, Ramoncillo—dijo acercándose a Maldonado y dándole una palmada en la mejilla con familiaridad—. Siempre tan guapote y tan seductor.
Estas palabras fueron dichas en tono entre afectuoso e irónico, que le sentó muy mal al joven.
–No tanto como tú…, pero en fin, vamos tirando—respondió Ramoncito.
–No, no, tú eres más guapo…. Y si no que lo digan estas niñas…. Un poco flacucho estás, sobre todo desde hace una temporada, pero ya doblarás en cuanto se te pase eso.
–No tiene que pasarme nada…. Ya sé que nunca podré ser de tantas libras como tú—replicó más picado.
–Pues tienes más hierbas.
–Allá nos vamos, chico; no vengas echándotelas de fanciullo, porque es muy cursi, sobre todo delante de estas niñas.
–¡Pero hombre, que siempre han de estar ustedes riñendo!—exclamó Pepa Frías—. Acaben ustedes pronto por batirse, ya que los dos no caben en el mundo.
–Donde no caben los dos—le dijo por lo bajo Pinedo—es en casa de Calderón.
–Nada de eso—manifestó Cobo en tono ligero y alegre—. Los amigos más reñidos son los mejores amigos. ¿Verdad, barbián?
Al mismo tiempo tomó la cabeza de Ramoncito con ambas manos y se la sacudió cariñosamente. Este le rechazó de mal humor.
–Quita, quita, no seas sobón.
Cobo y Maldonado eran íntimos amigos. Se conocían desde la infancia. Habían estado juntos en el colegio de San Antón. Luego en la sociedad siguieron manteniendo relaciones estrechas, principalmente en el Club de los Salvajes, adonde ambos acudían asiduamente. Como ambos ejercían la misma profesión, la de pasear a pie, en coche y a caballo; como ambos frecuentaban las mismas casas y se encontraban todos los días en todas partes, la confianza era ilimitada. Siempre había habido entre ellos, sin embargo, una graciosa hostilidad, pues Cobo despreciaba a Ramoncito, y éste, que lo adivinaba, manteníase constantemente en guardia. Esta hostilidad no excluía el afecto. Se decían mil insolencias, disputaban horas enteras; pero en seguida salían juntos en coche como si no hubiera pasado nada, y se citaban para la hora del teatro. Maldonado tomaba las cosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria en cuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas el afecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica de Calderón. No quedó más que la hostilidad. Sus relaciones parecía que eran las mismas; reuníanse en el club diariamente, paseaban a menudo juntos, iban a cazar al Pardo como antes. En el fondo, sin embargo, se aborrecían ya cordialmente. Por detrás decían perrerías el uno del otro; Cobo con más gracia, por supuesto, que Ramoncito, porque le tenía, fundada o infundadamente, un desprecio verdadero.
–Vamos, les pasa a ustedes lo que a mi hija y su marido….—dijo la de Frías.
–¡No tanto! ¡no tanto, Pepa!—interrumpió Ramírez afectando susto.
–¡Pero qué sinvergüenza es usted, hombre!—exclamó aquélla tratando de contener la risa, que no cuadraba a su mal humor característico—. Se parecen ustedes en que siempre están regañando y haciendo las paces.
Y se puso a describir con bastante gracia la vida matrimonial de su hija. Lo mismo ella que el marido eran un par de chiquillos mimosos, insoportables. Sobre si no la había pasado el plato a tiempo o no la había echado agua en la copa, sobre los botones de la camisa, o si no cepillaron la ropa, o tenía la ensalada demasiado aceite, armaban caramillos monstruosos. Los dos eran Igualmente susceptibles y quisquillosos. A veces se pasaban seis u ocho días sin hablarse. Para entenderse en los menesteres de la vida se escribían cartitas y en ellas se trataban de usted—. "Asunción me ha pasado un recado diciéndome que vendrá a las ocho para llevarme al teatro. ¿Tiene usted inconveniente en que vaya?"—escribía ella dejándole la carta sobre la mesa del despacho—. "Puede usted ir adonde guste"—respondía él por el mismo procedimiento—. "¿Qué platos quiere usted para mañana? ¿Le gusta a usted la lengua en escarlata?"—"Demasiado sabe usted que no como lengua. Hágame el favor de decir a la cocinera que traiga algún pescado, pero no boquerones como el otro día, y que no fría tanto las tortillas". Ninguno de los dos quería humillarse al otro. Así que, esta tirantez se prolongaba ridículamente, hasta que ella, Pepa, los agarraba por las orejas, les decía cuatro frescas y les obligaba a darse la mano. Luego, en las reconciliaciones, eran extremosos.
–¿Sabe usted, Pepa, que no quisiera estar yo allí en el momento de la reconciliación?—dijo Cobo haciendo alarde nuevamente de su malignidad brutal.
–Tampoco yo, hijo—respondió, dando un suspiro de resignación que hizo reir—. Pero ¡qué quiere usted! Soy suegra, que es lo último que se puede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que usted no sabe.
–Me las figuro.
–No se las puede usted figurar.
–Pues,