Blasco Ibáñez Vicente

La Tierra de Todos


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pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

      Robledo sonrió tristemente. Podía darle el nombre de la persona que le había aconsejado; pero consideró inoportuno aumentar con tal revelación el desaliento de su amigo.

      Aún en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

      –¡Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento… Creí que iba á sufrir un accidente al contarle yo cómo había visto el cadáver de Fontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso, que temo por su salud.

      Pero Robledo sintió tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijo brutalmente:

      –Piensa en tu situación y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenaza es más grave que un ataque de nervios.

      Los dos hombres, después de hablar largamente de esta catástrofe, acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que se familiarizan con la desgracia. ¡Quién podía conocer la verdad exacta mientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por el juez!… Fontenoy era más iluso que criminal; esto lo reconocían hasta sus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por él acabarían siendo excelentes. Su defecto había consistido en pretender hacerlos marchar demasiado aprisa, engañando al público sobre su verdadera situación. Tal vez unos administradores prudentes sabrían hacerlos productivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos y declarando que Torrebianca no había cometido ningún delito al aprobarlos.

      –Bien puede ser así—dijo Robledo, que necesitaba mostrarse igualmente optimista.

      Le había infundido al principio una gran inquietud el desaliento de su amigo, y prefería ayudarle á recobrar cierta confianza en el porvenir. Así pasaría mejor la noche.

      –Verás como todo se arregla, Federico. No concedas demasiado valor á lo que dicen los antiguos parásitos de Fontenoy, aconsejados por el miedo.

      Al día siguiente lo primero que hizo el español al levantarse fué buscar los periódicos. Todos se mostraban pesimistas y amenazadores en sus artículos sobre este suicidio, que tomaba la importancia de un gran escándalo parisién, augurando que la Justicia iba á meter en la cárcel á personalidades muy conocidas antes de que hubiesen transcurrido cuarenta y ocho horas. Hasta creyó adivinar en uno de los periódicos vagas alusiones á los informes de cierto ingeniero protegido de Fontenoy.

      Cuando volvió á encontrar á Federico en su biblioteca, todavía le vió más viejo y más desalentado que en la noche anterior. Sobre una mesa estaban los mismos diarios que había leído él.

      –Quieren llevarme á la cárcel—dijo con voz doliente—. Yo, que nunca he hecho mal á los demás, no comprendo por qué se encarnizan de tal modo conmigo.

      En vano intentó Robledo consolarle.

      –¡Qué vergüenza!-siguió diciendo—. Jamás he temido á nadie, y sin embargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean. Hasta cuando me habla mi ayuda de cámara bajo los ojos, temiendo ver los suyos… ¡Qué dirán de mí en mi propia casa!

      Luego añadió, encogido y humilde, como si hubiese retrocedido á los años de su infancia:

      –Tengo miedo de salir. Tiemblo sólo de pensar que puedo ver á las mismas personas que he encontrado tantas veces en los salones, y me será preciso explicarles mi conducta, sufrir sus miradas irónicas, sus palabras de falsa lástima.

      Calló, para añadir poco después con admiración:

      –Elena es más valiente. Esta mañana, después de leer los periódicos, pidió el automóvil para ir no sé dónde. Debe estar haciendo visitas. Me dijo que era preciso defenderse… Pero ¿cómo voy á defenderme si es verdad que he autorizado con mi firma esos informes sobre negocios que no conozco?… Yo no sé mentir.

      Robledo intentó en vano infundirle confianza, como en la noche anterior. Su optimismo carecía ya de fuerzas para rehacerse.

      –También mi mujer cree, como tú, que esto puede arreglarse. Ella se siente tan segura de su influencia, que nunca llega á desesperar. Tiene en París muchas amistades; le quedan muchas relaciones de familia. Se ha ido esta mañana jurando que conseguirá desbaratar las tramas de mis enemigos… Porque ella supone que tenemos muchos enemigos y esos son los que intentan perderme, buscando un pretexto en la quiebra de Fontenoy… Elena sabe de todo más que yo, y no me extrañaría que consiguiese hacer cambiar la opinión de los periódicos y la del mismo juez, desvaneciendo esas amenazas disimuladas de proceso y de cárcel.

      Se estremeció al pronunciar la última palabra.

      –¡La cárcel!… ¿Ves tú, Manuel, á un Torrebianca en la cárcel?… Antes de que eso ocurra, apelaré al medio más seguro para evitar tal vergüenza.

      Y recobraba su antigua energía vibrante y nerviosa, como si en su interior resucitasen todos sus antepasados, ofendidos por la amenaza.

      Robledo se alarmó al ver la luz azulenca que pasaba por las pupilas de su amigo, igual al resplandor fugaz de una espada cimbreante.

      –Tú no puedes hacer ese disparate—dijo—. Vivir es lo primero. Mientras uno vive, todo puede arreglarse bien ó mal. Con la muerte sí que no hay arreglo posible… Además, ¡quién sabe!… Tal vez no te equivocas en lo que se refiere á tu mujer, y ella pueda llegar á influir en el arreglo de tu situación. Cosas más difíciles se han visto.

      Al salir de la biblioteca encontró Robledo á varias personas sentadas en el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cámara, con una confianza extemporánea y molesta para él, murmuró:

      –Esperan á la señora marquesa… Les he dicho que el señor había salido.

      No añadió más el criado; pero la expresión maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

      El suicidio del banquero había dado fin al escaso crédito que aún gozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes debían saber que Fontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra de su Banco privaba al marido de los empleos que servían aparentemente para el sostenimiento de una vida lujosa.

      Comprendió ahora que su amigo tuviese miedo y vergüenza de ver á los que le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en su biblioteca.

      A media tarde habló por teléfono con él. Elena acababa de regresar de su correría por París, mostrándose satisfecha de sus numerosas visitas.

      –Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se irá arreglando después—dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse más expansivo en una conversación telefónica.

      Cerrada la noche, volvió Robledo á la avenida Henri Martin. Había leído en un café los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nada que justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban las noticias pesimistas y las alusiones á una probable prisión de las personas comprometidas en la escandalosa quiebra.

      Vió otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos periódicos que él acababa de leer, y se explicó el desaliento de su amigo, quebrantado por el vaivén de los sucesos, saltando en el curso de unas pocas horas de la confianza á la desesperación. Era rudo el contraste entre su voz fría y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro. Indudablemente, había adoptado una resolución, y persistía en ella, sin más esperanza que un suceso inesperado y milagroso, único que podía salvarle. Y si no llegaba este prodigio… entonces…

      Miró Robledo á todos lados, fijándose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ¡No poder adivinar dónde estaba guardado el revólver que era para su amigo el último remedio!…

      –¿Hay gente ahí fuera?—preguntó Torrebianca.

      Como parecía conocer las visitas molestas que durante el día habían desfilado por el recibimiento, Robledo no pidió una aclaración á esta pregunta, limitándose á contestarla con un movimiento negativo. Entonces él habló de aquella invasión de acreedores que llegaba de todos los extremos de París.

      –Huelen la muerte—dijo-, y vienen sobre esta