Blasco Ibáñez Vicente

La Tierra de Todos


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una Elena transformada también por los acontecimientos. Robledo creyó que para ella las horas habían sido igualmente largas como años. Parecía más vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era más sincera que la de los días risueños. Tenía el melancólico atractivo de un ramo de flores que empiezan á marchitarse. Habían transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse á los cuidados de su cuerpo, y se hallaba además bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Más que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estarían diciendo á aquellas horas las numerosas amigas que tenía en París.

      Arrojó violentamente á sus espaldas el cortinaje, y fué avanzando por la biblioteca como una invasión arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar á Robledo.

      –¿Qué es lo que me cuenta Federico?—dijo con voz áspera—. ¿Quiere usted llevárselo y que deje abandonada á su mujer entre tantos enemigos?…

      Torrebianca, que al marchar detrás de ella sentía de nuevo su poder de dominación, creyó del caso protestar para convencerla de su fidelidad.

      –Yo no te abandonaré nunca… Se lo he dicho á Manuel varias veces.

      Pero Elena no lo escuchaba, y continuó avanzando hacia Robledo.

      –¡Y yo que le tenía á usted por un amigo seguro!… ¡Mal sujeto! ¡Querer arrebatar á una mujer el apoyo de su esposo, dejándola sola!…

      Al hablar miraba fijamente los ojos del español, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debió ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo más suave, y hasta acabó por fingir un mohín infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneció impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.

      –A ver explíquese usted. Dígame cuáles son sus planes para sacar á mi marido de aquí, llevándolo á esas tierras lejanas donde vive usted como un señor feudal.

      Insensible á la voz y á los ojos de ella, habló Robledo fríamente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingeniería.

      Había discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de París. Buscaría al día siguiente un automóvil para él, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje á España. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca aún estaba libre, pero bien podía ser que lo vigilase preventivamente la policía mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de España estaba lejos, la pasarían antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisión. Además, él tenía amigos en la misma frontera, que les ayudarían en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos á Barcelona, y una vez en este puerto era fácil encontrar pasaje para la América del Sur.

      Elena le escuchó frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.

      –Todo está bien pensado—dijo—; pero en ese plan, ¿por qué ha de incluir usted solamente á mi esposo? ¿Por qué no puedo marcharme yo también con ustedes?

      Torrebianca quedó sorprendido por la proposición. Horas antes, al volver Elena á casa, había mostrado una gran confianza en el porvenir para animar á su marido y tal vez para engañarse á sí misma. Venía de visitar á hombres que conocía de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galantería melancólica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no veía otro remedio á su situación que estas palabras, había necesitado creer en ellas, forjándose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.

      Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie haría nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguiría su curso. Su marido iría á la cárcel, y ella tendría que empezar otra vez… ¡otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era difícil encontrar un rincón que no hubiese conocido antes… Además, ¡tantas amigas deseosas de vengarse!…

      Robledo vió pasar por sus ojos una expresión completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibió en la voz de Elena un acento de verdad.

      –Usted es el único, Manuel, que ve claramente nuestra situación; el único que puede salvarnos… Pero lléveme á mí también. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.

      Y había tal tristeza y tal mansedumbre en esta súplica, que el español la compadeció, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.

      Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enérgicamente:

      –O te sigo con ella, ó me quedo á su lado, sin miedo á lo que ocurra.

      Aún dudó Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptación. Inmediatamente se arrepintió, como si acabase de aprobar algo que le parecía absurdo.

      Empezó á reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.

      –Yo siempre he adorado los viajes—dijo con entusiasmo—. Montaré á caballo, cazaré fieras, arrostraré grandes peligros. Voy á vivir una existencia más interesante que la de aquí; una vida de heroína de novela.

      El español la miró como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parecía haber olvidado igualmente que aún estaba en París, y de un momento á otro la policía podía entrar en la casa para llevarse á su marido.

      Le alarmó también la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de América y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.

      Torrebianca les interrumpió con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realización del plan de su amigo.

      –Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ¿Dónde encontrar dinero?…

      Su esposa volvió á reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estrañeza.

      –¡Pagar!… ¿Quién piensa en eso? Los acreedores esperarán. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde América cuando tú seas rico.

      Obsesionado por sus escrúpulos, el marqués insistió en ellos con una tenacidad caballeresca.

      –No saldré de aquí sin que hayamos pagado á lo menos nuestra servidumbre. Además, necesitamos dinero para el viaje.

      Hubo un largo silencio; y el marido, que seguía pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una solución:

      –Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.

      Miró Elena irónicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.

      –No llegarán á dar dos mil francos por éstas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.

      –Pero ¿y las verdaderas?—preguntó, asombrado, Torrebianca—. ¿Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?

      Robledo creyó oportuno intervenir para que no se prolongase este diálogo peligroso.

      –No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagaré á tus domésticos; yo costearé el viaje de los dos.

      Elena le tomó ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insistía en no aceptarla; pero el español cortó sus protestas.

      –Vine á París con dinero para seis meses, y me iré á las cuatro semanas; eso es todo.

      Después añadió con una desesperación cómica:

      –Me privaré de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.

      Federico le estrechó la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiástico. Todas sus palabras eran ahora para un país desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya