mecánica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religión, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y cálculos groseros, formando un todo inexplicable. Bajo el hipócrita candor, se esconde una aritmética parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en plata para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta. Su alma se va condensando, hasta no ser más que un graduador de cantidades. La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.
La Señana y el señor Centeno, que habían hallado al fin, después de mil angustias, su pedazo de pan en las minas de Socartes, reunían, con el trabajo de sus cuatro hijos un jornal que les habría parecido fortuna de príncipes en los tiempos en que andaban de feria en feria vendiendo pucheros. Debe decirse, tocante a las facultades intelectuales del señor Centeno, que su cabeza, en opinión de muchos, rivalizaba en dureza con el martillo-pilón montado en los talleres; no así tocante a las de Señana, que parecía mujer de muchísimo caletre y trastienda, y gobernaba toda la casa como gobernaría el más sabio príncipe sus Estados. Ella apandaba bonitamente el jornal de su marido y de sus hijos, que era una hermosa suma, y cada vez que había cobranza, parecíale que entraba por las puertas de su casa el mismo Jesús Sacramentado; tal era el gusto que la vista de las monedas le producía.
La Señana daba muy pocas comodidades a sus hijos en cambio de la hacienda que con las manos de ellos iba formando; pero como no se quejaban de la degradante miseria en que vivían; como no mostraban nunca pujos de emancipación ni anhelo de otra vida mejor y más digna de seres inteligentes, la Señana dejaba correr los días. Muchos pasaron antes que sus hijas durmieran en camas; muchísimos antes que cubrieran sus lozanas carnes con vestidos decentes. Dábales de comer sobria y metódicamente, haciéndose partidaria en esto de los preceptos higiénicos más en boga; pero la comida en su casa era triste, como un pienso dado a seres humanos.
En cuanto al pasto intelectual, la Señana creía firmemente que con la erudición de su esposo el señor Centeno, adquirida en copiosas lecturas, tenía bastante la familia para merecer el dictado de sapientísima, por lo cual no trató de atiborrar el espíritu de sus hijos con las rancias enseñanzas que se dan en la escuela. Si los mayores asistieron a ella, el más pequeño viose libre de maestros, y engolfado vivía durante doce horas diarias en el embrutecedor trabajo de las minas, con lo cual toda la familia navegaba ancha y holgadamente por el inmenso piélago de la estupidez.
Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carecían de encantos, siendo los principales su juventud y su robustez. Una de ellas leía de corrido; la otra no, y en cuanto a conocimientos del mundo, fácilmente se comprende que no carecería de algunos rudimentos quien vivía entre risueño coro de ninfas de distintas edades y procedencias, ocupadas en un trabajo mecánico y con boca libre. Mariuca y Pepina eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes y erguidas como amazonas. Vestían falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso pie descalzo, y sus rudas cabezas habrían lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las mujeres de la Caria. El polvillo de la calamina que las teñía de pies a cabeza, como a los demás trabajadores de las minas, dábales aire de colosales figuras de barro crudo.
Tanasio era un hombre apático. Su falta de carácter y de ambición rayaban en el idiotismo. Encerrado en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de toda contrariedad, de todo placer, de toda pena, aquel joven, que ya había nacido dispuesto a ser máquina, se convirtió poco a poco en la herramienta más grosera. El día en que semejante ser tuviera una idea propia, se cambiaría el orden admirable de todas las cosas, por el cual ninguna piedra puede pensar.
Las relaciones de esta prole con su madre, que era la gobernadora de toda la familia, eran las de una docilidad absoluta por parte de los hijos y de un dominio soberano por parte de la Señana. El único que solía mostrar indicios de rebelión era el chiquitín. La Señana, en sus cortos alcances, no comprendía aquella aspiración diabólica a dejar de ser piedra. ¿Por ventura había existencia más feliz y ejemplar que la de los peñascos? No admitía, no, que fuera cambiada, ni aun por la de canto rodado. Y Señana amaba a sus hijos; ¡pero hay tantas maneras de amar! Ella les ponía por encima de todas las cosas, siempre que se avinieran a trabajar perpetuamente en las minas, a amasar en una sola artesa todos sus jornales, a obedecerla ciegamente y a no tener aspiraciones locas, ni afán de lucir galas, ni de casarse antes de tiempo, ni de aprender diabluras, ni de meterse en sabidurías, porque los pobres—decía—siempre habían de ser pobres y como pobres portarse, y no querer parlanchinear como los ricos y gente de la ciudad, que estaba toda comida de vicios y podrida de pecados.
Hemos descrito el trato que tenían en casa de Centeno los hijos para que se comprenda el que tendría la Nela, criatura abandonada, sola, inútil, incapaz de ganar jornal, sin pasado, sin porvenir, sin abolengo, sin esperanza, sin personalidad, sin derecho a nada más que al sustento. Señana se lo daba, creyendo firmemente que su generosidad rayaba en heroísmo. Repetidas veces dijo para sí al llenar la escudilla de la Nela:—¡Qué bien me gano mi puestecico en el cielo!
Y lo creía como el Evangelio. En su cerrada mollera no entraban ni podían entrar otras luces sobre el santo ejercicio de la caridad; no comprendía que una palabra cariñosa, un halago, un trato delicado y amante que hicieran olvidar al pequeño su pequeñez, al miserable su miseria, son heroísmos de más precio que el bodrio sobrante de una mala comida. ¿Por ventura no se daba lo mismo al gato? Y este al menos oía las voces más tiernas. Jamás oyó la Nela que se la llamara michita, monita, ni que le dijeran re-preciosa, ni otros vocablos melosos y conmovedores con que era obsequiado el gato.
Jamás se le dio a entender a la Nela que había nacido de criatura humana, como los demás habitantes de la casa. Nunca fue castigada; pero ella entendió que este privilegio se fundaba en la desdeñosa lástima que inspiraba su menguada constitución física, y de ningún modo en el aprecio de su persona. Nunca se le dio a entender que tenía un alma pronta a dar ricos frutos si se la cultivaba con esmero, ni que llevaba en sí, como los demás mortales, ese destello del eterno saber que se nombra inteligencia humana, y que de aquel destello podían salir infinitas luces y lumbre bienhechora. Nunca se le dio a entender que en su pequeñez fenomenal llevaba en sí el germen de todos los sentimientos nobles y delicados, y que aquellos menudos brotes podían ser flores hermosísimas y lozanas, sin más cultivo que una simple mirada de vez en cuando. Nunca se le dio a entender que tenía derecho, por el mismo rigor de la Naturaleza al criarla, a ciertas atenciones de que pueden estar exentos los robustos, los sanos, los que tienen padres y casa propia; pero que corresponden por jurisprudencia cristiana al inválido, al pobre, al huérfano y al desheredado.
Por el contrario, todo le demostraba su semejanza con un canto rodado, el cual ni siquiera tiene forma propia, sino aquella que le dan las aguas que lo arrastran y el puntapié del hombre que lo desprecia. Todo le demostraba que su jerarquía dentro de la casa era inferior a la del gato, cuyo lomo recibía las más finas caricias, y a la del mirlo que saltaba en su jaula.
Al menos, de estos no se dijo nunca con cruel compasión: «Pobrecita, mejor cuenta le hubiera tenido morirse».
-V-
Trabajo. Paisaje. Figura
El humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco resoplido se plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña claridad por los lejanos términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. La campana del establecimiento gritó con aguda voz: «Al trabajo», y cien hombres soñolientos salieron de las casas, cabañas, chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las puertas; de las cuadras salían pausadamente las mulas, dirigiéndose