de la muerte, y podríamos medir la perpetua sombra que sin cesar sigue al bien y a la vida.
Don Francisco Penáguilas, padre del joven, era un hombre más que bueno, era inmejorable, superiormente discreto, bondadoso, afable, honrado y magnánimo, no falto de instrucción. Nadie le aborreció jamás; era el más respetado de todos los labradores ricos del país, y más de una cuestión se arregló por la mediación, siempre inteligente, del señor de Aldeacorba de Suso. La casa en que le hemos visto fue su cuna. Había estado de joven en América, y al regresar a España sin fortuna, había entrado a servir en la Guardia civil. Retirado a su pueblo natal, donde se dedicaba a la labranza y a la ganadería, heredó regular hacienda, y en la época de nuestra historia acababa de heredar otra muy grande.
Su esposa, que era andaluza, había muerto en edad muy temprana, dejándole un solo hijo, que desde el nacer demostró hallarse privado en absoluto del más precioso de los sentidos. Esto fue la pena más aguda que amargó los días del buen padre. ¿Qué le importaba allegar riqueza y ver que la fortuna favorecía sus intereses y sonreía en su casa? ¿Para quién era esto? Para quien no podía ver ni las gordas vacas, ni las praderas risueñas, ni las repletas trojes, ni la huerta cargada de frutas. D. Francisco hubiera dado sus ojos a su hijo, quedándose él ciego el resto de sus días, si esta especie de generosidades fuesen practicables en el mundo que conocemos; pero como no lo son, no podía D. Francisco dar realidad al noble sentimiento de su corazón, sino proporcionando al desgraciado joven todo cuanto pudiera hacerle agradable la oscuridad en que vivía. Para él eran todos los cuidados y los infinitos mimos y delicadezas cuyo secreto pertenece a las madres, y algunas veces a los padres, cuando faltan aquellas. Jamás contrariaba a su hijo en nada que fuera para su consuelo y entretenimiento en los límites de lo honesto y moral. Divertíale con cuentos y lecturas; tratábale con solícito esmero, atendiendo a su salud, a sus goces legítimos, a su instrucción y a su educación cristiana, porque el señor de Penáguilas, que era un si es no es severo de principios, decía: «No quiero que mi hijo sea ciego dos veces».
Viéndole salir, y que la Nela le acompañaba fuera, díjoles cariñosamente:
–No os alejéis hoy mucho. No corráis.... Adiós.
Miroles desde la portalada hasta que dieron vuelta a la tapia de la huerta. Después entró, porque tenía que hacer varias cosas; escribir una esquela a su hermano Manuel, ordeñar una vaca, podar un árbol y ver si había puesto la gallina pintada.
-VI-
Tonterías
Pablo y Marianela salieron al campo, precedidos de Choto, que iba y volvía gozoso y saltón, moviendo la cola y repartiendo por igual sus caricias entre su amo y el lazarillo de su amo.
–Nela—dijo Pablo—, hoy está el día muy hermoso. El aire que corre es suave y fresco, y el sol calienta sin quemar. ¿A dónde vamos?
–Echaremos por estos prados adelante—replicó la Nela, metiendo su mano en una de las faltriqueras de la americana del mancebo—. ¿A ver qué me has traído hoy?
–Busca bien y encontrarás algo—dijo Pablo riendo.
–¡Ah, Madre de Dios! Chocolate crudo… ¡y poco que me gusta el chocolate crudo!… nueces… una cosa envuelta en un papel… ¿qué es? ¡Ah! ¡Madre de Dios!, un dulce.... ¡Dios Divino!, ¡pues a fe que me gusta poco el dulce! ¡Qué rico está! En mi casa no se ven nunca estas comidas ricas, Pablo. Nosotros no gastamos lujo en el comer. Verdad que no lo gastamos tampoco en el vestir. Total, no lo gastamos en nada.
–¿A dónde vamos hoy?—repitió el ciego.
–A donde quieras, niño de mi corazón—repuso la Nela, comiéndose el dulce y arrojando el papel que lo envolvía—. Pide por esa boca, rey del mundo.
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