por una bailarina que, montada sobre un alambre, danzaba temblorosa sobre la obra maestra de confitería.
En torno de la mesa, husmeando con aire goloso, estaba una diminuta perra inglesa, que, con su piel de porcelana, sus ojillos de cristal y las patas de alambre, parecía escapada de una tienda de juguetes.
Al ver a sus amas, el liliputiense animal sacó la roja lengua, lanzando un ladrido que parecía un estornudo.
–¡Miss…! ¡mi querida Miss!—gritó Amparito, queriendo tomarla en brazos. Pero ya Concha se había adelantado a tal deseo, apoderándose de ella, y desde lo alto de sus brazos enseñábale la mesa cubierta de pasteles, al mismo tiempo que la besaba en el hocico.
Hubo brega entre las dos hermanas sobre el mejor derecho a la posesión de Miss, y Concha la dejó caer, con tan mala fortuna, que chocando sobre la mesa aplastó un par de pasteles, y manchada con la espuma del merengue emprendió una furiosa carrera hacia el salón.
–¡Mi pobre perrita! ¡Animal…! ¡la has muerto!—gritó Amparito, como si hubiese ocurrido una desgracia. Y levantó su puño amenazante contra su hermana.
Pero al ver la extraña figura que presentaba Miss con sus pegotes de merengue y corriendo medrosa, una carcajada de atolondramiento hinchó su lindo cuello, y como si nada hubiese sucedido, se agarró del talle de Concha, dándola un sonoro beso.
–¡Qué gracioso…! ¿eh? ¡Qué cara va a poner mamá cuando la vea entrar en el salón con esa facha…!
Pero la intensa risa que esto la producía desvanecióse al oír un cacareo angustioso, un estertor de muerte que salía de la cocina.
Allá fueron ellas, y al entrar vieron a Nelet el cochero en mangas de camisa, con un cuchillo en la mano, ocupado, con la gravedad de un sacrificador, en abrirle el gañote a un robusto capón que sostenía Visanteta por las patas. La otra criada de la casa, que la echaba de sensible y ejercía cerca de las señoritas las funciones de doncella, volvía la espalda al sacrificio y vigilaba las marmitas y cazuelas que hervían sobre los fogones del banco.
Las dos hermanas, inclinadas y recogiéndose las faldas entre las piernas—para evitar rozamientos con el suelo grasoso—, contemplaban atentamente el degüello, contaban las convulsiones de la agonía y seguían las últimas gotas de sangre desde que asomaban a la herida, erizada de pelos coagulados, hasta que caían en una cazuela.
Este trabajo ponía alegre a Nelet y excitaba su jocosidad brutal.
–Qué gordito, ¿eh?—decía palpando la pechuga del cadáver—. Cuando lo pelen parecerá un canónigo.... Si yo fuera rico, todas las mañanas haría una muerte así. Vale más esto que limpiar el caballo.
Y para completar sus gracias agitaba el capón en el aire como si incensase el rostro de las dos criadas, lo que las hacía correr asustadas por toda la cocina, con gran algazara de las señoritas.
La broma cesó al aparecer doña Manuela, vestida con una bata de seda negra, amplia, con larga cola y mangas perdidas que completaba su apostura de reina de teatro. Se había librado de doña Clara, aquella posma que nunca terminaba relato alguno, saltando de una conversación a otra, lo que hacía sus visitas interminables.
La mamá y las niñas volvieron al comedor y dieron vuelta a la mesa, leyendo las tarjetas que acompañaban a los regalos.
Allí estaba la del tío don Juan. Siempre el mismo. El muy tacaño, a pesar de sus millones, se había contentado con media docena de pasteles: total, tres pesetas. No se arruinaría. El lindo ramillete era de don Antonio Cuadros y su señora, los propietarios de la tienda de Las Tres Rosas.
–Ahí tenéis unas personas sin educación, pero que saben hacer bien las cosas.
Y doña Manuela, después de esta reflexión hija del agradecimiento, siguió enseñando las tarjetas. Don Eugenio García, una tortada… no estaba mal; la otra era de «las magistradas»; y los demás pasteles no llevaban señales de procedencia; pero doña Manuela adivinaba que eran de Juanito, aquel hijo que la obsequiaba con tanto cariño como sí fuese su novia.
–¿Y Juanito, dónde está mamaíta?
–En la tienda; pero vendrá antes de las doce. Rafael también ha salido.
En la puerta de la escalera sonó un campanillazo, que denotaba el tirón brutal de una mano burda.
Nelet salió rápido de la cocina, y haciéndolo retemblar todo con sus zapatos, corrió a abrir. Hubo en la antesala exclamaciones como berridos y caricias que parecían golpes, cual si alguien riñese a brazo partido.
–¿Qué es eso?—dijo doña Manuela, avanzando hacia la puerta.
Pero se detuvo al oír la voz cascada y chillona que sonó en la antesala.
–¡Es el ama…! ¡el ama!—gritó Amparito con ingenua alegría.
Pero inmediatamente se contuvo, ruborizada, como si hubiese cometido una terrible inconveniencia.
Precedida de Nelet, entró en el comedor, balanceándose y atronándolo todo con sus chillones «¡buenos días!», una labradora gruesa y hombruna. Era la nodriza de Amparito, una huérfana de las inmediaciones de Alboraya, madre del cochero, y que había criado en su barraca a la señorita. Nelet era un retoño digno de tal árbol, pues en el rostro pecoso, mofletudo y de tirante piel que mostraba la tía Quica bajo su pañuelo de hierbas notábase la misma brutalidad jocosa y resuelta de su rústico vástago. Abultaban su volumen una docena de zagalejos bajo la rameada falda, y cuando se sentaba abría las piernas de tal modo, que, combándose las ropas, formábase entre sus muslos de yegua rolliza un abismo insondable. Iba siempre a todas partes con la cesta al brazo; una enorme cesta, siempre blanca, que no soltaba ni al tomar asiento, y por lo íntimamente unida a su persona, parecía un nuevo miembro de su cuerpo.
Abrumó a Amparito con abrazos asfixiantes y besos y lagrimones, que la arrebataron una parte del colorete; y después de esta molesta expansión, que dejó aturdida a la niña e hizo torcer el gesto a doña Manuela, dejóse caer de golpe en una silla, que crujió tristemente bajo las gigantescas posaderas.
Dio dos o tres bufidos de cansancio—sin soltar la cesta—, y rompió a hablar en un castellano fantástico, ya que en casa de doña Manuela no era permitido otro lenguaje.
¡Cómo se cansaba una en Valencia…! Parecía imposible que las gentes quisieran vivir en semejante pudridero. Allá, en la huerta, se estaba bien, y por esto a ella le costaba mucho decidirse a entrar en Valencia. Había venido únicamente por felicitar a la señora en sus días, y eso haciendo un esfuerzo, pues su deber era no apartarse de su hermana menor, que vivía en una barraca inmediata a la suya.
–¡Calle, siñora! ¡Cuan apurada está la pobre! Su marido nos ha salido un borrachín, un bufao, que todos los domingos vuelve de la taberna de Copa a cuatro patas, como un burro, y lo han de meter en la cama para que duerma la mona un par de días. ¡Y qué pausas, Virgen santa! Mi pobre Pepeta pasa la vida de Santa Catalina de Sena, y la muy bestia, erre que erre, sin aborreser a ese pillo de Pimentó, que no vale ni un papel de fumar.
Y en este tono seguía la tía Quica la relación de todas sus desdichas de familia; pero a lo mejor deteníase, y al ver a Amparito, que la contemplaba silenciosa, prorrumpía en un «¡jilla meua!» estruendoso; y sin soltar la cesta—eso jamás—, volvía a abrazarla y besuquearla, llevándose en los labios los blancos polvos.
¡Cuan guapa estaba! Miradla; parecía una reina. ¡Quién podría figurarse, al verla con aquellos trajes, que la había tenido en su barraca, y en las tardes de sol jugaba en la cuadra con Nelet y otros chicos, entre el macho, el novillo y los dos cerdos!
Aún se acordaban todos de ella y eran muchos los que le preguntaban por su salud. No; de aquel año no pasaba. Aunque se opusiera la mamá, ella se la llevaría a la fiesta mayor de Alboraya, para que todos vieran cómo estaba su Amparito y qué aire de señorío gastaba. Y… a propósito; el hijo del tío Pallús—¿te acuerdas, Amparito…? aquel chico que andaba a cuatro patas y hacía el burro para que tú le montases—, pues bien, ése venía ahora a Valencia con el carro a recoger el