Blasco Ibáñez Vicente

Arroz y tartana


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para el trabajo, meticuloso en los negocios, capaz, como su padre, de darse de cachetes por un ochavo, y Manolita, una muchacha hermosota, que a los diecisiete años tenía el aspecto de una matrona romana, y a quien don Manuel no quería encargar de la administración de la casa en vista del poco aprecio que mostraba al dinero.

      Otra persona formaba parte de la familia del Fraile; pero los lazos que la unían a ella eran tan efímeros y débiles como los que atan una estrella errante a un sistema planetario. Era un estudiante de Medicina, famoso entre los de su Facultad como hábil tocador de guitarra, alegre confeccionador de chistes y calavera de los más audaces. El Fraile, avaro y sin entrañas hasta con sus hijos, sentía gran debilidad por el estudiante, tal vez por el contraste entre su carácter austero y regañón y la alegría desenfadada de aquel cabeza a pájaros. Era sobrino de don Manuel en grado lejano; sus padres habían muerto, y el fabricante de sedas, en vista de su ingenio despierto, encantado por sus agudezas y recordando que lo sostuvo en la pila bautismal, hizo el inaudito sacrificio de recogerlo y darle carrera.

      Rafael Pajares venía a ser en la casa el punto vulnerable del huraño Fraile. Parecía imposible que éste soportase las travesuras del estudiante, que traía revuelta toda la casa, persiguiendo a las criadas, entreteniendo con chistes a los tejedores e introduciendo algunas veces en su cuarto ciertos compañeros de Facultad tan levantiscos como él, que al menor descuido saqueaban la despensa, y cuando no, hacían temblar los viejos pavimentos del caserón ensayándose a saltos en el manejo de la pandereta. Don Manuel, el hombre de las economías inauditas y las ruindades sin ejemplo, estremecíase de rabia al ver el uso que Rafael hacía de sus liberalidades. Regalábale una sotana nueva, y al punto la rasgaba en dos, quedándose con la parte del pecho y dando el espaldar a algún compañero pobre, con cuyo reparto iban ambos tan gallardos cubriendo con el manteo la desnuda trasera. Comprábale un tricornio flamante, y no acababa el día sin que el travieso muchacho le recortase los bordes caprichosamente hasta darle el aspecto de una fantástica cresta. Gustábale ir roto y sucio como los sopistas, y cada una de estas hazañas enfurecía al Fraile, haciéndole gritar que aquello era robarle el dinero, y que el mejor día de un puntapié en tal parte iba a poner en la calle al desvergonzado sobrino. Pero bastaba que el loco adorador de la tuna sacara algunas habilidades, para que el viejo se diera por vencido y asegurase que el muchacho tenía mucha gracia.

      Igual influencia ejercía Rafael sobre los demás individuos de la familia. El hijo del Fraile le toleraba, lo que no era poco, atendido su carácter, y en cuanto a Manolita, vivía pendiente de los labios de su primo. Aquella muchacha sencillota, a quien las amigas de la casa tenían casi por tonta y que no conocía más mundo que las tertulias de gente del Arte de la Seda, a las que la llevaba su padre, miraba a Rafael como la encarnación de lo extraordinario, de lo novelesco; como un Don Juan, cuyo cariño le disputaban ocultas y poderosas rivales.

      Se amaban desde niños, pero con un amor extraño, incomprensible y preñado de incidentes. Él era informal, ligero, casquivano; tenía novias en los cuatro distritos de la ciudad; salía de noche para dar serenatas amorosas; y ella, bajo su exterior abobado de muchacha tímida y devota, ocultaba un carácter varonil, un genio insufrible, el mismo estallido de nerviosidad iracunda y atronadora que se manifestaba en el Fraile cuando le salía mal un negocio o un deudor se negaba a pagarle. Las peleas en voz baja y el estar de monos días enteros eran hechos frecuentes en estos amores que el padre y el hermano no conocían; pero bastaba para vencer el enojo de Manolita una palabra chistosa del estudiante, una irónica protesta, algo que la desarmase, haciéndola prorrumpir en carcajadas.

      ¡Con un pillo así era imposible estar seria mucho tiempo! Se necesitaba tener corazón de piedra para no conmoverse cuando, cogiendo la guitarra y poniendo los ojos en blanco, se arrancaba por el Fandanguito de Cádiz, entonando después melancólicamente el ¡Triste Chactas…! que hacía llorar a todas las muchachas de la época, o aquello otro punteado y expresivo que comenzaba:

      Inflamado mi pecho amoroso,

      sólo en ti se cifraba mi anhelo....

      No; ella le quería, y aunque le diese algún disgusto, consideraba a Rafael, a pesar de su sotana mugrienta y su cara de granuja, como un rendido trovador de los que en aquella época de romanticismo hacían el gasto en todos los extravíos de imaginación femenil.

      Melchor Peña, entrando con frecuencia en la casa, estaba al tanto de cuanto ocurría en el seno de la familia y conocía el carácter de cada uno de sus individuos. Don Manuel le apreciaba como muchacho laborioso y económico, que tenía lo que él llamaba «sangre comercial». Juan, primogénito del Fraile, simpatizaba con él como a cofrade en la orden del continuo trabajo y la conquista del céntimo. Manolita decía de él que era un chico simpático, aunque vulgarote, y Rafael, el famoso adorador de la tuna, tratábale siempre con un aire de desdeñosa protección, como si tuviese empeño en recordarle de continuo el abismo existente entre una futura lumbrera de la ciencia y un «gozquecillo» de mostrador.

      Melchor correspondía a este desprecio con una antipatía profunda. Y no es que le hiriesen honradamente las zumbas del estudiante; su odio provenía del poco aprecio que éste mostraba a Manolita. Ser dueño de la voluntad de aquella mujer y corresponder a su afecto con infidelidades era un pecado imperdonable a los ojos del pobre Melchor, que amaba a Manolita en silencio, siempre en perpetua batalla interna, tan pronto dispuesto a declarar su pasión como arrepentido de su audacia.

      Habíase enamorado de la hija del Fraile, no repentinamente y a la primera mirada, como los protagonistas de aquellas novelas que con tanta fruición leía, su pasión se había formado lentamente, por escalones que poco a poco había ido subiendo. Un día se fijó en que Manolita tenía unas hermosas mejillas de melocotón con ligera película, más fina que el terciopelo de a cuatro duros vara; otro, hizo la observación de que sus ojos eran «ardientes ascuas», imagen del dominio común de todos los novelistas por él conocidos, una noche hasta llegó a pensar, revolviéndose en su menguada cama de dependiente, que la hija de don Manuel estaría admirablemente formada, a juzgar por su «exterior escultural»—otra frase cien veces leída—, y el resultado de estas y otras observaciones fue confesarse a sí mismo que era «esclavo» de Manolita y la amaría «hasta la muerte».

      ¡Qué adoración tan constante la del pobre muchacho! Dos años estuvo lanzando tiernas miradas a la joven cada vez que por asuntos del comercio iba a casa del Fraile. Su imaginación novelesca soñaba un rapto, después de matar en desafío al infame estudiantón, con otras mil barbaridades por el estilo, y lo mejor del caso era que quien tales barrabasadas se sentía capaz de ejecutar temblaba como un niño en presencia del ídolo amado, y cien veces se le atragantó la declaración que tenía pensada y aprendida, sin faltar punto ni coma.

      Por fin, Manolita supo que Melchor la amaba gracias a una carta de éste, en la cual, conforme al patrón de todas las declaraciones, comparaba su corazón con el Vesubio, y comenzando con las consabidas frases: «Señorita: desde el móntenlo que la vi a usted», etc., terminaba: «Salve usted este corazón que está herido de muerte.» Manolita acogió burlescamente la declaración del dependiente, mas no por esto dejó de agradecerla, con esa satisfacción que causa en toda mujer el saber que es amada, y nada dijo a su familia ni a Rafael.

      Melchor esperó con paciencia inquebrantable, y un día fue Manolita la que le recordó su declaración, aceptándola.

      La hija del Fraile se había dejado llevar de un arrebato del carácter violento que mostraba en las grandes ocasiones. Su primo Rafael había terminado la carrera, abandonando las locuras de estudiante para revestirse de la gravedad del doctor, y cuando ella esperaba de un momento a otro que formulase ante el padre sus pretensiones, una buena alma la hizo saber que aquel calavera ya no limitaba sus infidelidades a serenatas amorosas o pasiones del momento, sino que tenía cierto «arreglo» en el barrio del Carmen con carácter permanente, y hasta se susurraba si había una criatura de por medio.

      El carácter enérgico de Manolita se sublevó al convencerse de la nueva infidelidad de Rafael. No; ésta no la consentía, aunque el primo le pidiese perdón de rodillas y estuviese todo un año cantando romanzas sentimentales. Quiso vengarse, atormentar al infame, aunque para eso tuviese ella que sufrir, y nada le pareció mejor que aceptar las