Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos


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¿Está curiosa por saber la razón del nombre Midnight Rose? ¿O no?

      —Rosa de medianoche —traduje, luchando con la emoción de tenerlo tan cerca. Huía desde hace tiempo de la compañía masculina, desde el día de mi primera y única cita. Tan desastrosa como para marcarme por siempre.

      —Exacto. En esta zona existe una leyenda antigua, de siglos, quizás milenios, según la cual si se asiste al despuntar de una rosa a la medianoche, nuestro más grande y secreto deseo será escuchado por arte de magia. Aun si es un deseo oscuro y maldito.

      Apreté las manos en un puño, casi retándome con la mirada.

      —Si un deseo tiene como finalidad hacernos felices, nunca es oscuro y maldito —dije con calma.

      Él me miró con atención, como si no creyera a sus oídos. Dejó escapar una risa casi demoníaca. Un terror serpenteó a lo largo de mi espalda.

      —Muy sabia, Melisande Bruno. Te lo concedo. Palabras escandalosas para una chica que no aplastaría un mosquito sin ponerse a llorar.

      —Una mosca quizás, pero con un mosquito no tendría problemas —respondí lapidaria.

      De nuevo se puso atento, y en aquellos ojos oscuros una llama lejana era incapaz de entibiar el hielo.

      —Cuánta información valiosa sobre ti, señorita Bruno. He descubierto en pocas horas que eres hija de un ex minero apasionado de Debussy, que no puedes soñar y que odias los mosquitos. Cómo así, me pregunto. ¿Qué te han hecho esas pobres criaturas? —La burla era evidente en su voz.

      —¿Pobres?, de ninguna manera —repliqué con prontitud–. Son parásitos, se alimentan de sangre ajena. Son insectos inútiles, a diferencia de las abejas, y ni siquiera tan simpáticas como las moscas.

      Se batió una mano sobre la cadera, estallando en risas.

      —¿Simpáticas las moscas? Eres extrañísima Melisande, y muy, demasiado, divertida.

      Más caprichoso que el tiempo de marzo, su humor cambió bruscamente. Su risa se apagó en un dos por tres, y volvió a mirarme fijamente.

      —Los mosquitos chupan sangre porque no tienen otra opción, querida mía. Es su única fuente de sustento, ¿puedes censurárselo? Tienen gustos refinados, a diferencia de las tan ensalzadas moscas, acostumbradas a chapotear entre los desperdicios humanos. —Miré el escritorio lleno de hojas, incómoda bajo sus ojos gélidos—. ¿Qué harías en el lugar de un mosquito, Melisande? ¿Renunciarías a nutrirte? ¿Morirías de hambre para no ser etiquetada como parásito?

      Su tono era apremiante, como si requiriese una respuesta. Lo satisfice.

      —Probablemente no. Pero no estoy segura. Tendría que estar en el lugar de un mosquito, para tener la certeza. Me gusta creer que podría encontrar una alternativa. —Mantuve la mirada cautelosamente apartada de él.

      —No siempre hay alternativas, Melisande. —Por un instante su voz tembló, bajo la carga de un sufrimiento del que no tenía ni idea, con el que tenía que negociar cada día, por quince largos años—. Nos vemos a las dos, señorita Bruno. Sea puntual.

      Cuando me gire hacia él, ya había dado vueltas a la silla de ruedas, escondiéndome su rostro. La conciencia de haber cometido una metedura de pata me machacó el corazón cual prensa, pero no podía remediarlo de ninguna manera. En silencio dejé la habitación.

      Capítulo Tercero

      

      

      

      

      

      

      

      

      A las dos, puntual, me presenté en la oficina. Kyle estaba saliendo con un plato todavía intacto entre las manos, con el aire de quien quiere mandar al diablo todo y a todos y trasladarse a otra parte del mundo.

      —Está de pésimo humor, y no quiere comer nada —balbuceó.

      El pensamiento de haber sido yo la causante involuntaria de su estado de ánimo hirió en lo profundo mi ser, cada fibra, cada célula. Nunca he hecho mal a nadie, siempre caminando casi en punta de pies para no molestar, atenta a cada palabra para no herir.

      Crucé el umbral, con una mano apoyada en la hoja de la puerta dejada abierta por Kyle. Cuando entré, sus ojos se alzaron.

      —Ah, es usted. Entre, señorita Bruno. Dese prisa, por favor.

      No perdí tiempo en obedecer. Hizo deslizar sobre el escritorio varias hojas cubiertas por una fina caligrafía masculina.

      —Envíe estas cartas. Una al director de mi banco, y la otra a las direcciones indicadas en el pie de página.

      —Inmediatamente, señor Mc Laine —contesté con deferencia.

      Cuando levanté la mirada y vi su rostro, noté con alegría que le había vuelto la sonrisa.

      —Qué formales estamos, señorita Bruno. No hay prisa. No son cartas tan importantes. No es cuestión de vida o muerte. Soy un muerto viviente desde hace ya muchos años.

      A pesar de la crudeza de su declaración parecía que le había regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calentó mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus cóleras eran inquietantes y violentas.

      —¿Sabe conducir, Melisande? Debo enviarla a traer algunos libros de la biblioteca local. Sabe..., investigaciones. —Su sonrisa fue sustituida por una mueca de burla—. Naturalmente no puedo ir yo —añadió, a manera de explicación.

      Incómoda, apreté más las hojas entre las manos, corriendo el riesgo de arrugarlas.

      —No tengo el permiso, señor —me disculpé.

      La sorpresa alteró sus bellísimos rasgos.

      —Pensaba que la juventud de hoy tuviera prisa de crecer exclusivamente para obtener el derecho a conducir. Incluso, lo hacen antes, a escondidas.

      —Soy diferente, señor —dije lacónica. Y lo era realmente. Casi alienígena en mi diversidad.

      Me escudriñó con esos ojos negros, más penetrantes que un radar. Sostuve su mirada, inventando en ese momento una excusa plausible.

      —Tengo miedo de conducir, y con un semejante antecedente, acabaría solo por ocasionar desastres —expliqué de prisa, alisando las hojas que yo misma había arrugado.

      —Después de tanta sinceridad por su parte, siento el olor a mentira —dijo casi cantando.

      —Es la verdad. Podría realmente... —Perdí la voz por un largo instante, luego continué—. Podría realmente matar a alguien.

      —La muerte es el mal menor —susurró. Bajó los ojos sobre sus piernas, y contrajo la quijada.

      Me maldije mentalmente, de nuevo. Era realmente una creadora de problemas, incluso sin un volante entre las manos. Un peligro público, imperdonablemente insensible, hábil sólo para meter la pata.

      —¿Quizá lo he ofendido, señor Mc Laine?

      La ansiedad se dejó entrever en mi pregunta, y lo despertó de su sopor.

      —Melisande Bruno, una joven mujer, venida quién sabe de dónde, excéntrica y divertida como un cartón animado... ¿Cómo puede esta chica ofender al gran escritor de terror, al satánico y perverso Sebastián Mc Laine? —Su voz era calma, en contraste con la dureza de sus frases.

      Me torcí las manos, nerviosa como en el primer encuentro.

      –Tiene razón, señor. No soy nadie. Y....

      Sus ojos se afilaron, amenazantes.

      —En efecto. Usted no es nadie. Usted es Melisande Bruno. Por tanto, es alguien. No permita nunca