Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos


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desencadenó mi furia subterránea.

      —No habrá una próxima vez —susurré—. No busco distracciones, probablemente no de este tipo.

      —Ciertamente, ciertamente. Por el momento.

      Quedé estoicamente silenciosa, ya que me hubiera gustado darle una patada en las canillas, o una bofetada en esa cara desagradable.

      Me dirigí a paso de marcha a lo largo del corredor, ignorando su risa silenciosa.

      Estaba ya casi por abrir la puerta de mi habitación, cuando la del señor Mc Laine se abrió y pude oír con claridad su voz, ya más sofocada.

      

      

      —¡Fuera de esta casa, Mc Intosh! Y si quieres realmente hacerme un favor, no vuelvas más.

      La respuesta del médico fue tranquila, como si estuviera acostumbrado a esos arranques de ira.

      —Volveré el martes a la misma hora Sebastián. Ah, estoy encantado de encontrarte sano como un roble. Tu aspecto y tu cuerpo pueden rivalizar con los de un veinteañero.

      —Qué buena noticia, Mc Intosh. —La voz del otro era incisiva e irónica—. Salgo inmediatamente a festejar. Quizás hago también un salto de baile.

      El médico cerró la puerta, sin responder. Al darse vuelta me vio, y esbozó una sonrisa cansada.

      —Se acostumbrará a su humor variable. Es amable, cuando quiere. Es decir, muy raramente.

      Salí en defensa de mi jefe, lealmente.

      —Cualquiera en su lugar...

      Mc Intosh siguió riéndose.

      —No cualquiera. Cada quien reacciona a su manera, señorita. Téngalo bien presente. Después de quince años se debería al menos resignar. Pero me temo que Sebastián no conozca el significado de esa palabra. Es así... —Hubo una ligera vacilación—. ... pasional; en el sentido más amplio de la palabra. Es impetuoso, volcánico, testarudo. Una terrible tragedia le sucedió precisamente a él.

      Sacudió la cabeza, como si los designios divinos le parecieran inexplicables, luego me saludó brevemente y se marchó. En ese momento no supe qué hacer. Miré con deseo la puerta de mi habitación. Irradiaba una tal dulzura que me atarantó. Tenía miedo de afrontar a Mc Laine tras su reciente ataque de rabia; aunque si no había sido dirigido a mí. Una vez más no fui yo quien decidió.

      —¡Señorita Bruno! ¡Venga inmediatamente aquí!

      Para traspasar la gruesa puerta de roble tenía que haberse desgañitado. Eso fue demasiado para mis nervios ya destrozados. Abrí su puerta, mis pies se dirigían por fuerza de inercia.

      Era la primera vez que entraba en su dormitorio, pero la decoración me dejó indiferente. Mis ojos fueron imantados instantáneamente por la figura echada en la cama.

      —¿¡Dónde está Kyle!? —Me reclamó con dureza—. Es el ser más indolente que jamás haya conocido.

      —Voy a buscarlo —me ofrecí, feliz de tener una excusa plausible para huir patas para que te quiero de la habitación de aquel hombre, de aquel momento.

      Él me aturdió con la fuerza de su mirada fría.

      —Después. Ahora venga dentro.

      En cierto modo el terror que sentía se aplacó el tiempo suficiente para poder entrar en su habitación con la cabeza en alto.

      —¿Puedo hacer algo por usted?

      —¿Y qué podría hacer? —Un temblor de ironía estremeció sus labios carnosos—. ¿Cederme sus piernas? ¿Lo haría, Melisande Bruno? ¿Si fuera posible? ¿Cuánto valen sus piernas? ¿Un millón, dos millones, tres millones de libras?

      —No lo haría nunca por dinero —respondí en seco.

      Se apoyó en los codos, y me miró fijamente.

      —¿Y por amor? ¿Lo haría por amor, Melisande Bruno?

      «Me está tomando el pelo, como de costumbre», me dije. Sin embargo, por unos instantes, tuve la impresión de que ráfagas de viento invisibles me estaban empujando hacia sus brazos. Aquel instante de momentánea locura pasó, y me repuse, recordando que tenía delante un desconocido, no el resplandeciente príncipe de la armadura reluciente que no era ni siquiera capaz de soñar. Y ciertamente no un hombre que pudiera enamorarse de mí. En circunstancias normales no habría estado nunca allí, en aquella habitación, compartiendo el momento más íntimo de una persona. Aquél, en el que se está sin máscaras, desnudo de cualquier defensa, desnudo de toda formalidad impuesta por el mundo exterior.

      —Nunca he amado, señor —respondí pensativa—. Por tanto, ignoro qué haría en ese caso. ¿Me sacrificaría a tal punto por la persona amada? No lo sé, realmente.

      Sus ojos no me dejaban, como si no fueran capaces de hacerlo. O quizás me lo imaginaba, porque era eso lo que yo experimentaba en ese momento.

      —Es una pregunta estrictamente académica, Melisande. Piensa, si estuvieras realmente enamorada de alguien... ¿le cederías tus piernas, o tu alma? —Su expresión era indescifrable.

      —¿Usted lo haría, señor?

      Entonces, rio. Una risa que retumbó en la habitación, inesperada y fresca como el viento primaveral.

      —Yo lo haría, Melisande. Quizás porque he amado, y sé qué se siente. —Me echó un vistazo de reojo, como si esperase alguna pregunta de mi parte, pero no la hice. No sabía qué decir. Podía hablar de vinos o de astronomía, el resultado habría sido idéntico. Yo no era capaz de discutir sobre los temas de amor. Porque, precisamente, no tenía ni idea de lo que era—. Acerca la silla de ruedas —dijo finalmente, en tono de mando.

      Encantada de cumplir una tarea para la que me encontraba preparada, obedecí. Sus brazos se extendieron con esfuerzo, y resbaló con habilidad consumada en su instrumento de tortura. Tan odiado como necesario y valioso.

      —Entiendo cómo se siente —dije impulsivamente, movida por la compasión.

      Él alzó los ojos y me miró. Una vena latía en la sien derecha, nerviosa por mi comentario.

      —No tienes idea de cómo me siento —dijo lapidario—. Yo soy diferente. Diferente, ¿entiendes?

      —Yo lo soy de nacimiento, señor. Lo puedo entender, créame —me defendí, con voz tenue.

      Trató de atravesar mi mirada, pero me negué.

      Alguien tocó a la puerta, y acogí aliviada la llegada de Kyle, con su expresión vacía.

      —¿Me necesita, señor Mc Laine?

      El escritor hizo un movimiento colérico.

      —¿Dónde te habías metido, ablandahigos?

      Hubo un destello de rebelión en los ojos del enfermero, pero no hizo ningún comentario.

      —Espéreme en el estudio, señorita Bruno —me ordenó Mc Laine, con la voz que aún le temblaba por la violencia reprimida.

      No miré hacia atrás mientras salía.

      Capítulo Cuarto

      

      

      

      

      

      

      

      

      Varios días transcurrieron antes de poder recuperar esa alquimia inicial, y posteriormente perdida, con el propietario de Midgnight Rose.

      Evitaba a Kyle como a la peste, para no despertar en él la más mínima esperanza. Sus ojos llenos de codicia trataban siempre de capturar los míos, las veces que nos veíamos.