hacer? —Me miró desconfiado, ahora.
—No creo que lo logre —admití, sincera.
Él asintió, para nada turbado por mi sinceridad.
—¿Ni siquiera en sueños?
—Yo no sueño nunca —respondí incrédula.
Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ¿no? No podía ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas.
—Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo.
—¿Por qué debería? —objeté.
—Yo seré el objeto del primer sueño de tu vida. ¿Estás decepcionada?
Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atrás ahora, y yo le planté los dedos en sus brazos, feroces como garras.
—No, quédate conmigo, por favor.
—¿Me quieres realmente en tu sueño?
—No quisiera ningún otro —dije arrogante.
Estoy soñando, me repetía. Podía decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. Él me sonrió una vez más, más hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprendía los pasos. Era un sueño real en una manera espantosa. Mis dedos percibían, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y más abajo aún, la firmeza de sus músculos. A un cierto punto advertí un ruido, como una péndola que marcaba las horas. Se me escapó una risilla.
—¡También aquí!
El ruido de la péndola no me era particularmente agradable, era un sonido chillón, angustioso, viejo. Sebastián se separó de mí, tenía la frente contraída.
—Tengo que irme.
Me sobresalté, como golpeada por un proyectil.
—¿Debes, precisamente?
—Debo, Melisande. También los sueños terminan. —En sus palabras tranquilas había tristeza, el sabor de despedida.
—¿Volverás? —No podía dejarlo irse así, sin luchar.
Él me estudió atentamente, como lo hacía siempre durante el día, en la realidad.
—¿Cómo podría no volver, ahora que has aprendido a soñar?
Aquella promesa poética calmó mi ritmo cardíaco, ya irregular ante la idea de no verlo más. No así, al menos. El sueño se apagó, como la llama de una vela. Y así la noche.
La primera cosa que miré, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Había soñado por primera vez.
Millicent Mc Millian me sonrió amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina.
—Buenos días, linda, ¿ha dormido bien?
—Como nunca en mi vida —respondí lacónica. El corazón corría el riesgo de estallarme en el pecho al recordar al protagonista de mi sueño.
—Me da mucho gusto —dijo el ama de llaves sin saber a qué me refería.
Se volcó en un relato detallado del día transcurrido en el pueblo. De la misa, del encuentro con tipos cuyos nombres no me decían nada. Como siempre, la dejé hablar, con la mente ocupada en fantasías mucho más agradables, y el ojo siempre fijo en el reloj, en la febril espera de volverlo a ver.
Era infantil pensar que sería una jornada diferente, que él se comportaría de forma diferente. Había sido un sueño, nada más. Pero inexperta como era en el tema, me ilusionaba el hecho de que pudiera tener una continuación en la realidad.
Cuando llegué al estudio, estaba abriendo las cartas con un cortapapeles de plata. Levantó apenas la mirada cuando aparecí.
—Otra carta de mi editor. He apagado el celular precisamente para no tener que soportarlo. Detesto la gente sin imaginación... No tienen idea del mundo de un artista, de sus tiempos, de sus espacios...
Su tono insípido me hizo poner nuevamente los pies en la tierra. Ningún saludo, ningún reconocimiento especial, ninguna mirada dulce. Bienvenida a la realidad, me saludé yo misma. ¡Qué necia al pensar lo contrario! Es por eso que no había nunca logrado soñar antes. Porque no creía, no esperaba, no me atrevía a desear nada. Debía volver a ser la Melisande de antes de aquella casa, antes de ese encuentro, antes de la ilusión. Pero quizás lo soñaré de nuevo. El pensamiento me calentó más que el té de la señora Mc Millian, o que el sol enceguecedor detrás de la ventana.
—¡Hey! ¿Qué hace allí plantada como una estatua? Siéntese, por Dios.
Me senté frente a él, dócilmente, sintiendo el reproche, que me quemaba la piel. Me pasó la carta, con aire serio.
—Escríbale. Dígale que tendrá su manuscrito en la fecha prevista.
—¿Está seguro que podrá? Quiero decir... Está reescribiendo todo...
Reaccionó irritado por lo que consideró una crítica.
—Son mis piernas que están paralizadas, no mi cerebro. Tuve un momento de crisis. Pero se acabó. Definitivamente.
Mantuve un prudente silencio durante toda la mañana, mientras lo veía pulsar las teclas del ordenador con inusual energía. Sebastián Mc Laine era fácil de irritarse, lunático y caprichoso. También fácil de odiar; lo había notado estudiándolo a escondidas. Y también hermoso; demasiado, y consciente de serlo. Lo que lo hacía doblemente detestable. En mi sueño había aparecido como un ser inexistente, la proyección de mis deseos, no un hombre real, en carne y hueso. El sueño fue mentiroso, estupendamente mentiroso.
A un cierto punto, me señaló las rosas.
—Cámbialas, por favor. Detesto verlas marchitar. Las quiero siempre frescas.
Recuperé la voz.
—Lo haré en este momento.
—Y tenga cuidado, no se vaya a cortar esta vez.
La dureza de su tono me sorprendió. Yo nunca estaba adecuadamente preparada para sus frecuentes arranques de ira, llenos de destrucción.
Para no correr riesgos tomé todo el jarrón, y bajé abajo. A mitad de la escalera me encontré con el ama de llaves, que se apresuró a ayudarme.
—¿Qué ha sucedido?
—Quiere nuevas rosas —le expliqué con la respiración cortada—. Dice que detesta verlas marchitar.
La mujer alzó los ojos al cielo.
—Cada día una nueva.
Llevamos el jarrón a la cocina, y luego ella fue a coger las rosas, frescas y estrictamente rojas. Yo me dejé caer en una silla, casi como contagiada por la atmósfera oscura de la casa. No lograba sacarme de la cabeza el sueño de aquella noche, en parte porque era el primero en mi vida, y aún tenía en mí la emoción del descubrimiento; y por otro lado, porque había sido tan real, dolorosamente real. El sonido de la péndola me hizo dar tumbos. Era tan aterradora como la había percibido también en mi sueño. Quizá fue ese detalle que lo hizo tan real.
Las lágrimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escapó de mi garganta, más fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontró el ama de llaves al entrar en la cocina.
—Aquí están las rosas frescas para nuestro señor y patrón —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis lágrimas, y llevó las manos al pecho—. ¡Señorita Bruno! ¿Qué ha sucedido? ¿Está mal? ¿No será por la reprimenda del señor Mc Laine? Él es un burlón, gruñón como un oso, y adorable cuando