Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos


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preparo el té, le hará bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes...

      Soporté en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorbí la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestimé su ofrecimiento de ayuda. Llevaría yo las rosas. Pero la mujer insistió en acompañarme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volví al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el corazón en letargo, el ánimo resignado.

      Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El señor Mc Laine me ignoró durante todo el tiempo, dirigiéndome la palabra sólo cuando no podía evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la mañana. ¿Era acaso posible que tan sólo hayan pasado unas pocas horas?

      —Puede irse señorita Bruno —me despidió, sin mirarme a los ojos.

      Me limité a desearle una buena velada, respetuosa y fría como él.

      

      

      Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando oí un sollozo que provenía del trastero. Abrí bien los ojos, sin saber qué hacer. Después de mil titubeos, llegué al lugar de donde provenía aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente.

      Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre tenía un pañuelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parecía sólo la pálida copia del seductor de pacotilla de los días pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro.

      Él se percató de mi presencia, y dio un paso adelante.

      —¿Te doy pena? ¿O tienes ganas de echarte a reír?

      Me pareció haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descarté la tentación urgente de justificarme.

      —Te busca el señor Mc Laine. Quiere retirarse en su habitación para la cena. Pero... ¿Tú estás bien? ¿Puedo hacer algo? —Sus mejillas se tiñeron de manchas oscuras, e intuí que se hubiera enrojecido de vergüenza. Di un paso atrás, también metafóricamente—. No, perdón, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos.

      Él negó con la cabeza, inusualmente galante.

      —Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no tenía un pañuelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado.

      Por un instante me dieron ganas de reír. ¿Intentos? ¿Y en qué forma había intentado? ¿Haciendo propuestas deshonestas a la única mujer joven en sus proximidades?

      —Lo siento —dije con incomodidad.

      —También yo.

      Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba bañado en lágrimas, como para desmentir la mala opinión que me había hecho de él. Me quedé confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ¿Qué dicen los buenos modales a propósito de las personas que han pasado por un divorcio? ¿Cómo consolarlas? ¿Qué decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido.

      —Le diré al señor Mc Laine que no estás bien —dije.

      Pareció como si el pánico se hubiera apoderado de él.

      —No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el señor Mc Laine esté buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomaré un poco de tiempo para recomponerme y luego voy.

      

      

      —El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle tenía realmente un aspecto terrible, los cabellos desgreñados, el rostro enrojecido por las lágrimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo saludé, deseando sólo el refugio de mi habitación.

      Había sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ánimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. Él me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara.

      Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No tenía ganas de cenar, y era necesario decírselo a la amable señora Mc Millian. Me dirigió una sonrisa radiante.

      —Estoy preparando la sopa —dijo señalando una olla en el fogón—. Sé que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre.

      El sentido de culpa me golpeó el cuello. Con vergüenza cambié mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca.

      —Adoro la sopa, caliente o no caliente.

      Antes de que comenzara a parlotear, le conté lo de Kyle, dejando de lado los detalles más molestos.

      —Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sentándome a la mesa.

      Ella asintió, mientras revolvía la sopa.

      —Era una relación destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe cómo son las malas lenguas... Él no es un santo, pero está muy ligado a estos lugares y no quería abandonar el poblado.

      Me serví un vaso de agua de la jarra.

      —¿Es por eso que no se decide a irse?

      El ama de llaves sirvió los platos de sopa, y en un dos por tres comencé a comer ávidamente. Estaba más hambrienta de lo que creía.

      —Kyle no hace más que decir que está harto, podrido de este lugar, de la casa, del señor Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ¿Quién lo asumiría?

      La miré por encima del plato, curiosa.

      —¿No es un enfermero diplomado?

      La señora Mc Millian partió un pan en dos partes, meticulosamente.

      —Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aquí. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz traslucía desaprobación.

      —Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar.

      

      

      La mujer se quedó pasmada.

      —¿De verdad, señorita Bruno?

      Incliné los ojos hacia el plato, las gotas en llamas.

      —Me siento en casa aquí —expliqué. Y entendí que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante.

      La señora Mc Millian volvió a charlar, y aliviada terminé mi plato. Mi mente corría sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebastián Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de soñarlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda.

      Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos después, más espantoso que nunca.

      —Detesto cordialmente al señor Mc Laine —empezó diciendo.

      El ama de llaves lo interrumpió a mitad de una frase para regañarle.

      —Vergüenza te debería dar, hablar así de quien te da de comer.

      —Mejor morir de hambre que tener que ver con él —fue la réplica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo había intuido, pero su odio era casi palpitante.

      Kyle abrió el refrigerador y sacó dos latas de cervezas—. Buenas noches