uva del lugar.
A decir verdad, la ley francesa admitía la utilización de metanol, pero no más allá del límite de 0,25 ml por cada 100 ml de alcohol total en los vinos rojos. Aquel límite había sido superado con creces. A continuación, el envenenamiento de tres consumidores. Otros dos casi habían perdido la vista. La familia perdió todo: terrenos, hacienda vinícola, títulos, pero sobre todo la reputación. Su padre se había suicidado ahorcándose poco antes de que la Gendarmería Nacional de Lyon se presentase en la Hacienda de Saint Claude, con un mandato de captura emitido contra él, que lo incriminaba en un triple homicidio involuntario. Había sido justo él, el hijo mayor de un total de dos hermanos y una hermana, quien encontró el cadáver del padre.
Fueron días muy duros. La madre y los tres hijos no habían ahorrado esfuerzos para oponerse al desahucio de la propiedad.
No fue posible. La madre murió, debido a una angustia profunda provocada por todo lo que había sucedido, al año siguiente. La hermana, Caterine, se había casado con un médico de provincias, interrumpiendo drásticamente las relaciones con la familia o con lo que quedaba de ella.
Incluso de Edmond, el hermano, no tenía noticias desde al menos cinco años, aunque él sospechaba que había entrado en una vorágine de apuestas y de préstamos a intereses de locura, donde, cuando traspasas la puerta que te permite el ingreso al infierno, sabes que para ti ya no hay vuelta atrás.
Tuvo que ponerse manos a la obra, e incluso ensuciárselas hasta los codos.
Se había licenciado con mucho esfuerzo, pero de manera provechosa, en la Facultad de Derecho y, a continuación, una serie de hechos afortunados lo habían conducido hasta la filial romana de uno de los grandes estudios legales de París. Desde ese momento la capacidad de trabajo (y la suerte) habían hecho posible que, junto a dos amigos de la universidad, fundase un estudio legal en sociedad, especializado en Derecho Internacional.
Ahora podía, por méritos propios, considerarse entre los abogados más famosos, admirado y temido –y debido a esto, envidiado– de la ciudad.
En su familia jamás había habido un abogado, por lo menos que él recordase.
Su padre había sido un apreciado profesor de Historia Medieval y, su abuelo un estimado diputado de la Asamblea Nacional cuando el gobierno había sido presidido por Patrice de Mac-Mahon.
Del padre había heredado la pasión por el arte de la viticultura y por la historia medieval, de la cual era un estudioso apasionado.
Ya había llovido mucho desde el año 1965. Y aquel número que, por tantos años había sido un Moloch23 maldito, ahora se había convertido en el símbolo de su revancha.
El Bandol Reserve, que ahora degustaba complacido mientras estaba tendido sobre el sofá en su ático parisino, con una envidiable vista sobre el río Sena, formaba parte de una partida de ciento cincuenta y una mil botellas, justo de este año 1965.
Prácticamente la totalidad de la preciada añada de Bandol Reserve estaba en sus manos, cómodamente dispuesta sobre estantes botelleros de roble numerados, dispuestos ordenadamente en cubas en el convento medieval de Saint Remy, comprado por él y reconvertido en resort y hacienda vinícola.
Aquel vino afrutado, con una sensación al paladar de mora y jazmín, envasado en botellas de color verde esmeralda, tenía un valor aproximado de veintidós millones y medio de euros, al precio de mercado de ciento cincuenta euros por botella.
A lo que se debían añadir los viñedos del convento. Más o menos otros treinta y ocho millones de euros. Por no hablar de los latifundios experimentales de Florianópolis en Brasil y de Algaveros en Chile, donde, desde hacía dos años, en sus límites, era cultivada una vid de Merlot de gran calidad que, según había proyectado, podría convertirse en el Chateaux Lafite de América del Sur. Era el dulce sabor de su triunfo. De todas maneras, habría cambiado encantado el inmenso patrimonio que estaba acumulando por aquello que era el objeto de su obsesiva búsqueda desde hacía tanto tiempo y que ahora, nadie en el mundo, podría impedir.
Mientras estaba inmerso en estos pensamientos y consideraciones el teléfono móvil comenzó a vibrar al tiempo que emitía un débil sonido rítmico.
“Dentro de poco la encontraremos” dijo sin preámbulos una voz al otro lado del teléfono”.
“¿Cómo puedes estar seguro?”
“¿Te he dado alguna vez razones para dudar de mis capacidades?”
“Dime lo que has descubierto”.
“¿Has leído los periódicos italianos sobre el caso del hombre muerto en el Gemelli?”
“Sí, incluso aquí se habla sobre ello. Entonces, es verdad, ahora todo encaja”.
“Adivina a quién le han encargado la investigación”.
“Conozco también esto. Debemos movernos rápido”.
“Sabes que para mí este negocio es prioritario. Debemos vernos en persona y hablar, no me fío del teléfono”
“De acuerdo, pero tú pégate como una lapa a la fiscal y no despiertes sospechas”.
Sin despedirse siquiera interrumpieron la llamada telefónica.
Mientras tanto, a más o menos seis mil kilómetros, Jan Friliver había obtenido el último punto del partido del año con un golpe hacia la línea lateral del campo, de escalofrío, que había roto la desesperada caída a red del tenista chino en la tentativa de anular el punto de partido. Lo había conseguido. El australiano, finalizado el ritual de lanzamiento de las muñequeras sudadas hacia el graderío, alzaría por tercera vez consecutiva el pesado trofeo de plata, delante de chiquillos implorantes que le pedían un autógrafo, armados de bolígrafos y libretas, y una multitud de fotógrafos que comenzaban a amontonarse en los bordes del campo de tenis. Pero estas imágenes, en este momento, pasaban delante de los ojos del hombre que estaba sentado en el sofá como carentes de significado, que, mientras repasaba mentalmente la conversación telefónica, se servía otra copa de Bandol Reserve.
Había conseguido todo de la vida, el poder, el dinero, el éxito. Sólo le faltaba una cosa: el Tiempo. Estaba dispuesto a todo para obtenerlo, en poco tiempo lo podría dominar y se convertiría en su señor y dueño absoluto.
Aquellas fotografías, difuminadas desde hacía decenios, que mostraban dos misteriosas páginas antiguas, escritas en latín y en lengua vulgar, que él custodiaba en la caja fuerte, dentro de nada serían sustituidas por las correspondientes originales. Sonreía mientras le iluminaba la luz de la pantalla LCD, de manera maliciosa y diabólica.
Dios creó el mundo, el Diablo el tiempo. Decía Boris Ostanin.
VII
Civita Castellana, 5 de junio de 1944
La Tercera Compañía Panzergrenadier de la Wermacht estaba acampada en doce tiendas de campaña, más una para uso de comedor y dos como letrinas, fuera de la zona habitada. No había sido posible establecerse en el pueblo antiguo debido a su posición impracticable.
Civita Castellana era un asentamiento cuyo origen se remontaba poco antes del año mil. Como todos los pueblos fortificados de aquel período estaba situado sobre la cima de una escarpada colina, cuyo único acceso era un estrecho y longuísimo puente de al menos cuatrocientos metros, probablemente de la época romana.
Si los militares de la compañía se hubiesen alojado en las casas del pueblo requisadas a la población, o en el viejo cuartel de los Carabineros, tendrían que haber dejado desguarnecidos los cinco carros armados Panzer StuG III F-G, dos de los cañones de artillería ligera de 3,7 cm PaK 35, dos carros y los caballos con las municiones, en la otra parte del puente.
Con los tiempos que corrían no podían arriesgarse a un ataque imprevisto de las brigadas partisanas o de las divisiones americanas que, se decía, avanzaban rápidamente subiendo desde el Lazio después de haber circundado