de queso y jamón. Un remedio delicioso después de un mes de dieta macrobiótica.
En el mesón entraron distintas personas, un poco después dos jóvenes extranjeros. Ella, sobre los veinticinco años, de belleza sencilla, con ropa deportiva. Él, de tipo atlético, algún año mayor, de hermoso aspecto y con una característica muy particular en sus ojos. Tenía el iris de distinto color, uno verde y el otro azul. Los dos rubios y de piel clara. Viola se paró un momento a observarlos intentando adivinar la nacionalidad a la que pertenecían. No fue capaz de descubrirla y volvió a sus meditaciones.
Y allí estaba, cenando sola, delante de una buena botella de vino en medio de mesas llenas de parejas de enamorados.
No desperdició el tiempo en recordar pensamientos dolorosos sobre la vida que tenía en la actualidad, sobre como había sucedido todo de manera distinta a como había decidido más o menos cinco años antes, mientras estudiaba para convertirse en abogado. En la universidad se había prometido que sí, se convertiría en una afamada abogada romana, pero cultivaría también su vida social, tendría una familia, hijos.
En cambio la repentina desviación profesional de su vida, desde abogado a letrada del Ministerio Público, y sobre todo el haber tenido que interrumpir de manera brusca su vida sentimental con Guido, un joven abogado civilista de su misma edad y compañero de bufete, con el cual había tenido una larga relación, la alcanzaban ahora en medio de un camino hecho de tristes recuerdos y de nostalgia, en un mesón y cenando sola.
Nada más triste, se sorprendió pensando, mientras leía con desgana la etiqueta de la botella de vino blanco EST!, EST!, EST!!! que estaba sobre su mesa. Realmente en la botella había dos etiquetas. En la primera se podía leer el nombre del vino, la proveniencia y la denominación de origen. En la otra, en la parte de atrás de la botella, se relataba en cambio la historia de aquel nombre tan inusual. La tradición decía que un noble caballero de origen alemán, quizás un duque, otros decían que un prelado con funciones de obispo, viajó hasta Italia en los primeros años del siglo XI junto al séquito de Enrico V, el futuro emperador del Sacro Romano Imperio, para acompañarlo a Roma a visitar al Papa Pasquale II. Su nombre era Johannes De Fugger, o Defuk, o Deuc. Gran amante del vino, había enviado a un mensajero, su siervo Martino, en avanzadilla para encontrar en los pueblos de Italia cantinas y tabernas que vendiesen vinos de calidad. Cuando este siervo encontraba una, ponía sobre la puerta del local un sello de reconocimiento para el uso exclusivo de su señor, es decir la palabra latina EST (que significa: hay), para indicar que allí, en aquella posada o taberna había encontrado un vino de calidad.
Muchos EST habían sido escritos, a veces incluso dos EST pero, al llegar al pueblo de Montefiascone, la leyenda decía que el siervo de confianza dejó escrito el famoso dicho: EST! EST! EST!!!, por haber quedado fascinado por la bondad del vino montefiasconese.
Leyendo la historia que había en la etiqueta en letras minúsculas Viola dejó de lado sus melancólicas reflexiones y pensó en cambio en los tiempos antiguos, llenos de romanticismo y de aventuras.
A la mañana siguiente se despertó muy temprano debido a los repiques de la campana de la iglesia que había en la Plaza del Convento.
Ya en pié decidió hacer una excursión para visitar los restos arqueológicos de la antigua abadía que se decía había sido fundada por San Wilfredo.
Cogió la mochila y unos pequeños prismáticos, puso en marcha el coche y se dirigió hacia la pequeña loma desde donde, a través de un estrecho callejón se llegaba hasta las ruinas. El ambiente era radiante; un cielo límpido, de un azul intenso, hacía que el paisaje semejase uno de aquellos representados en los cuadros renacentistas de Simone Martini y Flippino Lippi. Viola descendió del coche y se puso en marcha.
Pero no estaba sola. A poca distancia, completamente cubierto por un grupo de pinos, estaba aparcado un Jeep Renegade último modelo, de color negro con los cristales tintados y matrícula alemana.
La muchacha, ignorante de lo que sucedía a su alrededor, era ahora el blanco de un teleobjetivo zoom de 1000 milímetros de la cámara fotográfica del hombre que estaba al volante del Renegade.
A mitad de la cuesta el teléfono móvil de Viola, el cual, por razones obvias en Monteverdi Marittimo no tenía suficiente cobertura, comenzó a sonar avisándola de una serie de llamadas perdidas y dos mensajes de texto.
Las llamadas eran de la Procura de Roma que había intentando contactar con ella un montón de veces, y de un número totalmente desconocido, con un prefijo que no era de la zona sino de un distrito del centro de Italia.
Quedó muy sorprendida cuando leyó los mensajes, el primero de los cuales era de su padre, que le escribía: “Hola, soy papá. He descubierto algo increíble, te llamaré en cuanto pueda”.
Era extraño que el padre la llamase, y todavía más raro que le mandase un sms, dado que en el último período de su vida no debió usar con mucha frecuencia los teléfonos móviles.
En el segundo sms la secretaria de la Procura de Roma le pedía que se pusiese en contacto con la oficina a la mayor brevedad posible.
No perdió un minuto. Escuchó al instante lo que le tenía que decir la secretaria del Procurador jefe, y de esta manera supo que le habían asignado un caso sobre un desconocido muerto algunos días antes en el Policlínico Gemelli, en circunstancias no muy claras. Debía volver a Roma enseguida para recoger el expediente que le daría el médico legal y comenzar con las investigaciones.
A Viola no le entusiamó realmente la noticia, pacientemente intentó comprender quién era la otra persona que la buscaba. Había recibido una llamada de un número que no conocía. Se sintió obligada a devolver la llamada.
Después de escuchar por tres veces el sonido del teléfono le respondió la voz tranquila de un hombre, seguramente ya mayor.
“He recibido ayer una llamada desde este número, no me he dado cuenta hasta ahora”
“¿Es Viola Borroni? ¿La hija de Cosimo, nuestro hermano Tommaso?”
“Sí, ¿con quién hablo?”
“Querida hija, soy el hermano Ludovico, el prior del convento de Montesanto. Necesitaría saber si tu padre ha ido a buscarte. Si está contigo ahora”.
“No sé nada de eso, Padre. No está conmigo”.
“Hace dos días Tommaso desapareció del convento y pensamos que habría ido a Roma”.
Viola, preocupada, le preguntó si Cosimo había dejado alguna nota a sus hermanos, si en su habitación estaban todavía sus cosas, si en los últimos tiempos había manifestado el deseo de alejarse temporalmente del convento.
“Las circunstancias son realmente extrañas” aclaró el fraile. “Cosimo no habría hecho nada sin avisarme. Y no ha dejado ninguna nota”.
Viola dijo al hombre que, en cuanto concluyese con un asunto que tenía que resolver en Roma, se desplazaría a Montesanto para hablar con él en persona.
La muchacha dio la vuelta y descendió hacia el auto aparcado al inicio de la pendiente. Mientras tanto, desde la ventanilla del acompañante del jeep negro, una mano femenina retiraba del habitáculo una pequeña antena parabólica con micrófono direccional para la intercepción a distancia. El coche dio marcha atrás silenciosamente y abandonó el puesto, así que, cuando Viola llegó al llano quedaba sólo su 500 sport y una extensión de terreno verde sin nada más.
V
Roma, jueves 22 de octubre de 2015, después de comer
Viola Borroni atravesó la puerta de cristal satinado del bufete B.O.P. & Partners en Piazza di Spagna número 2.
El nombre del prestigioso bufete de Derecho Internacional no era otra cosa que el acrónimo de las iniciales de los tres abogados que compartían la sociedad: Borroni, Oleaux, Putignani, además de los susodichos “Partners”, es decir desventurados abogados y abogadas pagados para desarrollar todo tipo de actividades sin horario y sin descanso.